Sorpresas.

—¿Podrías darme un beso?— preguntó, y supe de inmediato que era un jugador astuto, aprovechando al máximo su última pregunta.

—¿Por qué debería?— sorné, sintiendo la brisa salada del río acariciar mi rostro. Negó con la cabeza, una sombra de diversión cruzando sus facciones. —¿Con cuántas has estado?

Y ahí se agotaron mis dos últimas preguntas.

—Mm, creo que, con tres, pero solo fueron por necesidades carnales—, respondió, la mirada fija en su copa, como si buscara respuestas en el líquido rojizo. —¿Con cuántos has estado tú?

—Se te acabaron las preguntas—, zanjé, una risa traviesa escapando de mis labios mientras mostraba los dientes.

—¡No se vale!— se quejó, con un mohín infantil que lo hacía irresistible. —Es trampa, ¿sabes?

—Para nada—, dije entre risas, sintiendo una corriente cálida recorrer mi cuerpo.

Se cruzó de brazos, con el ceño fruncido como un niño pequeño haciendo un berrinche. De repente, una necesidad imperiosa de abrazarlo me invadió, de sentirlo cerca, de rodearlo co
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