Sentados en la arena, admirábamos el ocaso. El sonido del mar calmaba mi alma, pero Alejandra con su voz, su dulce y tierna voz, desvanecía todos los males que me afligían. Me vio y en el pozo sin fondo de sus ojos percibí un leve destello de esperanza.
—Tenemos miedo, ¿sabes? —Agarró mi mano—. No quiero perderte, tú tampoco a mí. Sin embargo, la distancia es un cruel enemigo y el amor es un despiadado ilusionista.
Graznó una gaviota que surcaba el cielo despejado. Entrelacé mis dedos con los suyos, con el otro brazo ejercí fuerza en su vientre. No quería que se marchara. Ella regresaría a su hogar, a su tierra, a su nación. En consecuencia, miles de kilómetros nos volverían a separar y tendría que conformarme con el calor de una almohada y el cloroformo de la imaginación.
Escuchamos la canción del océano una vez más, sumidos en silencio. Ninguno quería decir o agregar algo. El sol se ocultaba a nuestras espaldas. Un islote se alcanzaba a ver en la distancia. Por breves minutos, que parecieron eternos, observé el islote. «Soledad, invades mi corazón antes de convertir los días en una condena», pensé. Como si leyera mi pensamiento, Alejandra reposó su cabeza en mi pecho.
—No es una despedida, Arcángel —susurró. Mi nombre expelido por las cuerdas benditas de su garganta me hacía sonrojar. Solo ella tenía ese don—. Estamos unidos por un vínculo.
—¿Recuerdas cuando me escribiste por primera vez? —Guardó silencio, le gustaba escucharme—. Cuando miré tu foto de perfil no podía creer que una chica tan guapa me escribiera.
—Dices estupideces, no soy como me ves, hay mejores chicas que yo —replicó, atisbé una pequeña sonrisa.
Con el dedo índice, levanté su mentón.
—De mis estupideces te enamoraste —sentencié.
Ahorramos palabras almacenadas en el corazón para expresarlas con el lenguaje de los besos. Mi lengua jugaba con la suya, el tacto de su piel suave era memorizado por mis dedos. Sus brazos rodearon mi cuello. Me adentré en el fuego de la pasión. Olvidamos el futuro y nos encapsulamos en el presente.
Cuando finalizó el beso, conectamos nuestros espejos del alma. Ella se reflejaba en mis lágrimas y yo en las suyas.
—¿Cuánto tiempo tendré que soportar tu ausencia? —Removí un mechón de su cabello negro que estaba pegado en la frente.
—No lo sé, porque ni tú ni yo sabemos cómo cambiará esto.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
Ella suspiró.
—Nos tratamos como novios, parecemos novios, hacemos cosas de novios… ¡Vaya, ni por asomo dirían que somos amigos! —No me reí, seguí callado—. Pero, al final, eso somos: amigos. Tener una relación, ahora, sería como estar en un barco sin rumbo. Yo me iré, tú te quedas, cada uno regresa a sus nefastas realidades. Y la realidad más dura que debemos afrontar es esta, ¿entiendes?
Cerré los ojos y me dejé llevar por los segundos del presente. Es cierto, no éramos nada simbólico. Existía un compromiso afectivo, pero no era real. De manera que podía entregarme a cualquiera y ella también. Por más que nos pertenezcan los corazones del uno y del otro, no había límites. Deseaba establecer una línea en la frontera, porque ella era mía y yo de ella. Sin embargo, no podía, la m*****a distancia acabaría con la línea y, tarde o temprano, uno de los dos traspasaría lo que antes fue una frontera.
—Te amo, ¿vale? —dije al abrir los ojos y encontrarme con sus ojos—. Lo sabes muy bien, incluso mejor que yo. No me canso de demostrarlo. Parte de amar es aceptar la felicidad de la otra persona. Aceptarlo conlleva entender que no puedo hacerte feliz toda la vida. —Tragué saliva, tenía la garganta seca.
Quería tenerla a mi lado y no verla en brazos de un hombre que no sea yo. Alejandra, callada, acariciaba mi mano. El cielo se teñía de violeta y el mar oscurecía.
—El amor es libertad, no puedo aferrarte ni yo aferrarme —proseguí—. Mañana regresas a México y una pantalla nos dividirá por la noche. Será como despertar de un sueño.
—Mi niño bonito —dijo con firmeza y me miró—. Nadie me hará tan feliz como tú, pero no quiero aferrarme a esa idea. Si un día no nos vemos más por causas del destino, tendré que dejar ir tu recuerdo. —Tomó mis cachetes y me acercó a sus labios—. Pero eso es mentira, no me creas, jamás te dejaré ir a menos que tú desees irte.
—No quiero irme —añadí y la abracé sin dejar de estar cerca de sus labios.
—Una pantalla nos dividirá, la distancia nos alejará, pero nunca este amor cambiará —aseguró y esbozó una tenue sonrisa.
—Aprendiste a rimar, preciosa —comenté, atónito.
—¿Por qué te sorprendes? Soy la chica de un escritor, ¿no? De tanto leer los poemas que me dedicas, es normal que se escape una rima de mi corazón.
La besé con fruición mientras caía el manto nocturno y las estrellas aparecían. Cada instante fortalecía el vínculo.
***
El vínculo nació un apacible mes de enero, cuando apenas era un escritor desconocido, tan desconocido como el futuro que me deparaba en aquel entonces. Plasmaba relatos en Word y luego los publicaba en W*****d. Gracias a las pequeñas lecturas, conocí personas maravillosas. Aunque no cosechaba grandes números de lecturas, eran suficientes para motivarme. Sin embargo, mi ego reclamaba con urgencia que incrementaran las visitas, de modo que realicé un vídeo promocional. El vídeo, en sí, fue un éxito, pero el verdadero logro fue conocer a Alejandra. A partir de un simple «Hola», mi mundo cambió.
Nos conocimos mediante F******k. Conversábamos a menudo. Preguntaba sobre sus gustos, ella sobre los míos; luego cambiábamos de tema y discutíamos cualquier tontería que fuera importante para nosotros. Éramos amigos a distancia.
La intimidad se forjó con la confianza y los meses. Además, ocurrieron tristes acontecimientos que nos unieron aún más: ella perdió a su mejor amiga y yo sufría una severa depresión. Mientras nos hundíamos en el abismo, llorábamos abrazados en nuestros sueños. Ninguno se permitía estar solo. Con cicatrices de la niñez y heridas de la adolescencia, nos entendíamos, pues hablábamos el idioma del dolor.
Cuando abría los ojos en la fría alcoba, después de estallar en sollozos, veía su rostro en la videollamada. Ella, al despertar, tenía un mensaje de buenos días (me esmeraba para hacerla feliz de cualquier modo) el cual era un motivo para sonreír. Poco a poco, gracias a los mínimos detalles, la amistad transcendía a un género desconocido de relación humana. No teníamos noción sobre ese sentimiento llamado amor. De pronto yo salía con una chica y sin razón aparente ella manifestaba celos. Yo ardía de envidia cuando ella platicaba de sus citas. Anhelábamos estar juntos, en secreto, sin expresarlo. Los amores efímeros eran un reemplazo a la ausencia del verdadero amor. ¡Qué ingenuo fue creer que la amistad continuaría indefinidamente!
Los primeros síntomas de la enfermedad del enamoramiento surgieron de improviso. El amor es un soldado que dispara sin avisar, no da señales, tampoco se siente. Es como un francotirador que apunta al corazón de un comandante enemigo. Una noche, después de dos amargos desamores, di el paso de confesar lo que me carcomía. Entonces, ella correspondió mi amor, pero la distancia era el principal obstáculo. Dado a las circunstancias que impedían la cercanía, decidimos establecer una relación libre, aún con las consecuencias que eso supondría para el corazón. Sin embargo, no nos importaba. Nadie mejor que ella llegaría a mi vida.
Así conocí el motivo de mi existencia, por una red social y un vídeo promocional. Cuando caminaba y me invadía la melancolía, me bastaba saber que, al llegar al apartamento, ella me esperaba al otro lado de la pantalla. Hacíamos videollamada todas las noches hasta el amanecer. Al salir los rayos solares detrás de los edificios, presenciaba el alba y me despedía de ella. En cuestión de una semana me convertí en un mapache, dado a las ojeras, pero eso me importaba un comino. Me levantaba después del mediodía, pero eso no impedía que escribiera mis novelas. La inspiración fluía como un río y mis dedos, al escribir, parecían tocar un piano.
Dos años transcurrieron, cumplí veinticuatro años y ella veintiuno. Arribó a Venezuela, después de ahorrar tanto dinero como pudo, un sereno mes de julio. Dado a las buenas ventas de mis novelas en una editorial digital de Singapur, obtuve el dinero necesario para esperarla en el aeropuerto de Maiquetía y luego acompañarla al estado Nueva Esparta. Hicimos un viaje en avión a la isla Margarita. Cuando la vi a mi lado, me di cuenta que regresaba a casa con el amor de mi vida; con la pieza restante del rompecabezas de mi ser.
Un mes después de su llegada al país, debía irse porque las vacaciones de la Universidad iban a finalizar. Un día antes de su partida, la invité a la playa a ver el atardecer.
***
Era de noche y había terminado de hacer el amor con Alejandra. Dormíamos en mi apartamento. Me acosté en su pecho, respiraba como un niño pequeño. Temía al mañana, no quería que amaneciera. Hubiera querido paralizar el reloj y estar acostado entre sus senos, desnudo, sin nada que ocultar, para siempre. Pero ella al día siguiente debía regresar a México. Me dolía, me entristecía. ¡Cómo lastima no poder hacer algo cuando el destino está en tu contra! Cerré los ojos, pero no dormí. Me despertaba cada dos horas y la veía en el lado derecho de la cama, necesitaba asegurarme que seguía allí y no se había ido. Era un martirio ver la hora y saber que el tiempo inclemente seguía su marcha.
Cuando amaneció, eran las cinco, debíamos estar en el aeropuerto a las diez de la mañana.
Cociné unos panqueques. No soy perito en el arte culinario, pero me quedan muy buenos. Eran dos torres, cada uno de cinco redondos y esponjosos panqueques en cada plato. Busqué las fresas en la nevera y las piqué en rodajas. Luego las coloqué en la cima de cada torre, de modo que formara una media luna. Después hurgué en la despensa en pos de la crema de avellana. Con una cuchara pequeña, unté la crema alrededor de los bordes de los panqueques. En la mesa había puesto dos vasos de vidrio, la jarra con jugo de naranja y dos bananos. Acomodé las sillas, encendí el reproductor de música y en el panel seleccioné Story of my life, de One Direction. Estiré los brazos, miré el reloj y comprobé que eran las seis y treinta de la mañana. El sol aún no había salido, pero los pájaros ya estaban cantando. El cielo se tornaba violáceo y las estrellas d
El viaje fue angustiante. Mientras el avión se acercaba a Caracas, Alejandra dormía en mi hombro. A pesar del cansancio y el trasnocho, no podía conciliar el sueño. ¡Era imposible dormir! En cuanto cerré los ojos, una pesadilla me asaltó: ella movía su mano en señal de despedida antes de abordar el Boeing-747. Al abrir los ojos, conté los kilómetros que faltaban para aterrizar. ¡Por dios, es una ridiculez! Nadie, sin conocimientos previos de navegación, puede predecir cuántos kilómetros faltan para llegar a un destino. «Decirle adiós al amor de tu vida, verla partir y regresar a casa lleno de incógnitas, es una pesadilla sin final. Las preguntas germinan el raciocinio, enferman la lógica y crean quimeras. Crees que hay respuestas, pero no, no las hay para un amor que reposa en un bergantín sin viento en medio del mar», reflexioné.
Abrí la puerta y olí el aroma de su perfume. Las flores en el jarrón parecían tristes. Encendí la luz pero el ambiente permanecía tenue. Suspiré y descorrí las cortinas para admirar la luna que estaba detrás de nubes delgadas. Me acerqué a la nevera, tomé un vaso y con una jarra, que contenía limonada artificial, vertí el líquido similar al color de la niebla espesa que cubre un bosque en una montaña. Decaído por las balas de la soledad, me dejé caer en el sofá. Después de beber, recosté la nuca en el borde de la cabecera. El reloj de pared emitía su sonsonete monótono, cada tictac resonaba en mi cabeza. Sin embargo, su voz sonó en un rincón y me transportó a los recuerdos.En la mañana estaba en mis brazos, pero en la noche me hacía falta su presencia. Me daba miedo entrar en la habitaci&o
Eran las doce del mediodía cuando desperté. Dormí como un tronco y no tuve pesadillas, algo inusual en mí. Encendí el televisor de la sala y dejé que las noticias de la tarde empaparan mi conocimiento del mundo mientras preparaba el desayuno y el almuerzo. Removí la silla donde se había sentado Alejandra y me dediqué a mirar su espacio. Encogí los hombros, busqué la comida y me dispuse a comer. Luego revisé las notificaciones del teléfono y me impresioné de la cantidad de llamadas perdidas que tenía de María. Como si adivinara sobre mi despertar, María llamó, atendí de inmediato.—¡Buenas tardes, María! —expresé con poco entusiasmo, refregándome los ojos.—¡Llevo más de cuatro horas afuera! —No estaba furiosa, mas parecía incómoda.—Disculpa, me des
El ulular de una lechuza, majestuosa ave nocturna, se oía en el patio. Incorporándome, vi las paredes mohosas que trazaban un arco y amurallaban el lugar. En medio del terreno con el monte alto, había una piscina circular, similar a un jacuzzi, con agua estancada. Busqué la lechuza, pero solo hallé árboles secos que se extendían hacia el etéreo oscuro. No habían estrellas ni nubes. Aunque las farolas eléctricas iluminaban la calle con su luz mortecina, parecía que la oscuridad opacara la intensidad lumínica de los bombillos. Frente a mí, un sendero adoquinado guiaba hacia unas puertas correderas de vidrio que conectaban con el interior de una casa sin electricidad. El ambiente era inquietante y la lechuza no paraba de ulular.—¿Dónde estoy?Caminé hacia la puerta corredera. Mis pasos no producían ruido. Al parecer, la casa estaba deshabitada y lo
—Yo también tuve un sueño extraño —comentó Alejandra.A las tres de la madrugada, pregunté a Alejandra si podía llamarla. Después de hablar sobre nuestro día, le hablé sobre la pesadilla y la oración.—¿Qué soñaste? —pregunté, intrigado.—Soñé que estaba en una casa que no conocía. Era blanca en su totalidad, tenia un lindo jardín y se parecía a un hogar donde vivíamos mamá, papá, Victoria y yo, pero esta estaba mucho más arreglada. Además, era amplia, muy amplia.—¿No era una casa vieja con puertas correderas de vidrio?—No, no era. Prosigo con la narración.Destapé una lata de cerveza. Estaba sentado en la silla frente al escritorio. Veía el rostro de Alejandra en la pantalla. Su gata Zafiro se montó
¿Debería invitarlo a mi cumpleaños? Es la pregunta de entrada de este diario. Mi psicóloga me recomendó escribir mis días tormentosos. Sinceramente, hoy, como todos los demás, no ha sido un buen día.Papá es homosexual. Me enteré en la mañana cuando me senté a comer y mamá no dejaba de soltar injurias contra él. La cantidad de palabras que expulsó de su boca, hirió a papá de sobremanera. Solo dos veces ese hombre ha llorado desde que tengo memoria: en mi graduación de sexto grado y cuando mamá se enteró de su homosexualidad. Dado a los problemas en casa, abandoné el desayuno. Tenía náuseas. Me fui a pie a la secundaria, no quería ir en bus, pues una caminata me aliviaría, pero ¿cómo estar calmada cuando tu novio se está acostando con otra?Aún recuerdo cuando llegu&eacu
Fui al centro comercial Sambil. Visité el estanque de peces Koi. Los peces alzaban su cabeza y movían sus bocas arriba y abajo. Además, en tropel se amontonaban en el borde. Como no tenía comida en mano, los peces, uno a uno, prosiguieron su pacífico nado. El sonido de la cascada artificial casaba con la música ambiental.Cerca del estanque hay un restaurante de sushi. Me senté en una de las sillas de plástico y revisé el menú. Un afable señor, que parecía un mayordomo, se acercó y me atendió.—Buenas tardes, caballero. Es un placer tenerlo de vuelta —expresó.—Buenas tardes —respondí.—¿La señorita no viene con usted?—No, hoy no.«Ni mañana, ni dentro de dos meses, ni el año próximo vendrá», pensé, compungido. Pedí una Coca-Col