Cociné unos panqueques. No soy perito en el arte culinario, pero me quedan muy buenos. Eran dos torres, cada uno de cinco redondos y esponjosos panqueques en cada plato. Busqué las fresas en la nevera y las piqué en rodajas. Luego las coloqué en la cima de cada torre, de modo que formara una media luna. Después hurgué en la despensa en pos de la crema de avellana. Con una cuchara pequeña, unté la crema alrededor de los bordes de los panqueques. En la mesa había puesto dos vasos de vidrio, la jarra con jugo de naranja y dos bananos. Acomodé las sillas, encendí el reproductor de música y en el panel seleccioné Story of my life, de One Direction. Estiré los brazos, miré el reloj y comprobé que eran las seis y treinta de la mañana. El sol aún no había salido, pero los pájaros ya estaban cantando. El cielo se tornaba violáceo y las estrellas desaparecían. «Desearía ser un ave en estos instantes, volar tan lejos como pueda y tener un hogar donde regresar. Quizás me capturen o muera de improviso por alguna desgracia del hado, pero habré vivido una vida sin preocupaciones en plena libertad», pensé.
Harry Styles cantaba: «Escrito en estas paredes están las historias que no puedo explicar. Dejo mi corazón abierto, pero él sigue aquí, vacío por días». La letra perforaba, como un taladro, la coraza de mi corazón. Mi cuerpo, como si no soportara más su peso, cayó en el sofá de cuero. En la mesita del medio había un jarrón con un racimo de flores. Sonreí con los labios, contenía las ganas de llorar. Aquél racimo fue un regalo para ella. Me sorprendió que no se marchitaran las flores. La rosa conservaba su color, el girasol se mantenía con vida y las margaritas, alrededor, no estaban cabizbajas. «Ella es vida, pues las flores no han perecido», pensé con la vista fija en el racimo.
Los rayos solares coloreaban el cielo. La caricia del viento alzó las cortinas blancas y translúcidas. En el balcón se posó una paloma. Pasado unos segundos, desplegó sus alas y vi como se convertía en un punto negro en la distancia. El mundo despertaba y yo soñaba. No quería despertar del sueño mientras ella estuviera conmigo.
—Story of my life, corazón.
Su voz resonó en la sala. Alejandra estaba apoyada en el quicio de la puerta. Se rio con los ojos cerrados. Espabilado, me levanté del sofá con los brazos extendidos, me acerqué y la abracé. Alcé la cabeza para apreciar su belleza, su mano recorrió mi rostro.
—Buenos días, preciosa —susurré.
—Buenos días, niño bonito —respondió y me regaló una hermosa sonrisa.
Ella medía un metro setenta. Su hebras negras descendían por sus hombros. El rostro, dado a sus cachetes rellenos y tersos, era redondo. Aquella mañana lucía una camisa azul, era holgada y parecía una sábana, pero me gustaba su estilo y ante mis ojos parecía una modelo. No era delgada, tampoco gorda, sino entrada en carnes.
—Cariño, ¿puedes cambiar la canción a Act my age? —preguntó con ternura—. No me gustaría desayunar con una canción de fondo tan deprimente.
—Si me das un beso, lo hago —exigí.
¡Qué capricho los míos! Alejandra me tomó con fuerza y me besó. ¡Cómo me fascinaba que lo hiciera! Me sentía tan suyo y mis latidos se aceleraban. Nos besamos como si la vida dependiera de ello. Escuché un leve gemido y su respiración agitada. Ardíamos de deseo, la cama estaba a pocos pasos. Entonces regresamos al lecho e hicimos el amor. Adoraba estar dentro de ella, ya que enlazaba mi alma con la suya. Cuando eyaculé, caí rendido en sus grandes pechos. «No quiero despertar, por favor, aún no quiero despertar», rogaba en mis pensamientos.
La alarma del teléfono sonó y perturbó el onirismo de la atmósfera. Eran las siete de la mañana, debíamos estar en el aeropuerto a las ocho para el check-in. Fui a cambiar la canción de Story of my life, que se había repetido incontables veces, y seleccioné Act my age. El ritmo alegre de la música repuso los ánimos. Alejandra, ahora vestida con un suéter azul y unos vaqueros, se sentó. Serví el jugo en los vasos de vidrio y, por último, tomé asiento al frente de ella.
—¡Vaya, te has esmerado en el desayuno! — exclamó.
—¡Bah! No es gran cosa —repliqué.
Comimos más rápido de lo acostumbrado. En el rostro de Alejandra noté una leve sombra de tristeza. Aproveché de tocar un tema banal. Intentaba hacerla reír con cualquier tontería. Pero, al rato, cuando vi el reloj de pared, desistí. Los platos estaban vacíos y quedaban brozas dispersas. Tenía la mano derecha apoyada en la mesa, Alejandra la tomó. El ruido del exterior era lo único que interrumpía nuestra línea invisible de silencio.
—Somos como una partitura: hay silencio entre las notas —argüí y expulsé una risa amarga.
¿Por qué reí así? Alejandra ladeó la cabeza y me dedicó una sonrisa. Había brillo en sus ojos.
—Pase lo que pase, siempre estaré contigo, ¿lo sabes? —Asentí. Un ardor ignoto recorrió mi pecho—. Arcángel…
—I can count on you after all that we’ve been through —canté en voz baja.
—Cause I know that you’ll always understand —cantó Alejandra.
Traducido, los dos fragmentos dicen: «Puedo contar contigo después de todo lo que vivimos, porque sé que tú siempre entenderás».
—Es una bella canción, justa para el momento, ¿no? —opiné.
—Sí. —Encogió los hombros y rio.
Aprecié su semblante, la luz de la mañana irradiaba su cuerpo. Parecía una estrella, aunque, a decir verdad, ella era la estrella de mi vida.
—Cada noche veré el cielo y sabré que estarás allí —murmuré.
Ella apretó los labios.
—Pensando en ti, abrazaré la almohada y dormiré con una sonrisa —añadió Alejandra.
Sin decir nada más, nos levantamos. Recogí los platos, organicé la cocina y luego fui a la habitación, pero me detuve en seco bajo el umbral al ver que Alejandra ya había recogido sus cosas. Me partió el alma ver la habitación sin los objetos de ella. Oí el sonido del cierre de la maleta y sentí como si un boxeador golpeara mi estómago.
—Ya estoy lista —dijo apesadumbrada.
Callados, nos miramos. La cama estaba arreglada, los utensilios de las mesa de noche estaban organizados, la laptop yacía cerrada encima del escritorio y en el baño había un champú, un cepillo de dientes, una pasta dentífrica, jabón y una toalla. ¿Dónde estaba su pintalabios, su ropa, su maquillaje, su acondicionador...? Había un extraño vacío en cada sitio, como si en ese espacio faltara la esencia de ella. Y, en efecto, faltaba su esencia.
Después de recuperarme de la conmoción, llamé un Ridery, que es la imitación de Uber en Venezuela. Maté el tiempo vistiéndome. Cuando verifiqué que la chaqueta estaba en perfectas condiciones, chequeé el buzón de mensajes del teléfono. María Saavedra, mi pupila en escritura, me había enviado un mensaje pero no lo leí. Tampoco revisé el correo electrónico ni las ventas del libro. En realidad estaba sentado en el borde de la cama con el teléfono en la mano sin decir algo. Me limitaba a respirar y reprimir las emociones. Alejandra se sentó a mi lado y sin verla, dije:
—Te voy a extrañar.
—Amor…
—Me cuesta asimilar que te vas y, quizás, no te vuelva a ver.
Mi mano temblaba un poco. El frío del aire acondicionado era insoportable.
—Arcángel, sabes que no creo en las promesas —dijo—. Pero te prometo que si regreso, iremos a la playa donde hablamos sobre nuestra relación y veremos el atardecer como novios y no como amigos. —Sequé una lágrima con la manga de la chaqueta—. Habrán pasado años y cada uno habrá vivido lo suficiente para tener un compromiso serio. En estos momentos somos jóvenes, no tenemos un ingreso fijo y aún estoy cursando la universidad. ¿Qué futuro podremos tener? Dime… Ninguno. El corazón no se alimenta de fantasías e ilusiones.
Ella había pensado en eso toda la noche, preparó el discurso mientras yo dormía entre sus pechos. Hablaba con sinceridad y una razón plausible. Suspiré, abatido, pues no podía refutar sus palabras, dado a que no estábamos listos para una relación, por más que nos queríamos entre nuestros brazos y no en posesión de un tercero.
Una notificación iluminó la pantalla del teléfono, el taxi de Ridery esperaba frente a la entrada del apartamento.
—Es hora de irnos, preciosa. —Le di un beso, corto y tierno, en los labios.
Nos dirigimos a la puerta. Se me hizo insoportable el sonido de las ruedas de la maleta. Di una mirada a la sala y al jarrón con el racimo de flores. «Este lugar no será igual a partir de ahora, pues algo ha cambiado para siempre».
El viaje fue angustiante. Mientras el avión se acercaba a Caracas, Alejandra dormía en mi hombro. A pesar del cansancio y el trasnocho, no podía conciliar el sueño. ¡Era imposible dormir! En cuanto cerré los ojos, una pesadilla me asaltó: ella movía su mano en señal de despedida antes de abordar el Boeing-747. Al abrir los ojos, conté los kilómetros que faltaban para aterrizar. ¡Por dios, es una ridiculez! Nadie, sin conocimientos previos de navegación, puede predecir cuántos kilómetros faltan para llegar a un destino. «Decirle adiós al amor de tu vida, verla partir y regresar a casa lleno de incógnitas, es una pesadilla sin final. Las preguntas germinan el raciocinio, enferman la lógica y crean quimeras. Crees que hay respuestas, pero no, no las hay para un amor que reposa en un bergantín sin viento en medio del mar», reflexioné.
Abrí la puerta y olí el aroma de su perfume. Las flores en el jarrón parecían tristes. Encendí la luz pero el ambiente permanecía tenue. Suspiré y descorrí las cortinas para admirar la luna que estaba detrás de nubes delgadas. Me acerqué a la nevera, tomé un vaso y con una jarra, que contenía limonada artificial, vertí el líquido similar al color de la niebla espesa que cubre un bosque en una montaña. Decaído por las balas de la soledad, me dejé caer en el sofá. Después de beber, recosté la nuca en el borde de la cabecera. El reloj de pared emitía su sonsonete monótono, cada tictac resonaba en mi cabeza. Sin embargo, su voz sonó en un rincón y me transportó a los recuerdos.En la mañana estaba en mis brazos, pero en la noche me hacía falta su presencia. Me daba miedo entrar en la habitaci&o
Eran las doce del mediodía cuando desperté. Dormí como un tronco y no tuve pesadillas, algo inusual en mí. Encendí el televisor de la sala y dejé que las noticias de la tarde empaparan mi conocimiento del mundo mientras preparaba el desayuno y el almuerzo. Removí la silla donde se había sentado Alejandra y me dediqué a mirar su espacio. Encogí los hombros, busqué la comida y me dispuse a comer. Luego revisé las notificaciones del teléfono y me impresioné de la cantidad de llamadas perdidas que tenía de María. Como si adivinara sobre mi despertar, María llamó, atendí de inmediato.—¡Buenas tardes, María! —expresé con poco entusiasmo, refregándome los ojos.—¡Llevo más de cuatro horas afuera! —No estaba furiosa, mas parecía incómoda.—Disculpa, me des
El ulular de una lechuza, majestuosa ave nocturna, se oía en el patio. Incorporándome, vi las paredes mohosas que trazaban un arco y amurallaban el lugar. En medio del terreno con el monte alto, había una piscina circular, similar a un jacuzzi, con agua estancada. Busqué la lechuza, pero solo hallé árboles secos que se extendían hacia el etéreo oscuro. No habían estrellas ni nubes. Aunque las farolas eléctricas iluminaban la calle con su luz mortecina, parecía que la oscuridad opacara la intensidad lumínica de los bombillos. Frente a mí, un sendero adoquinado guiaba hacia unas puertas correderas de vidrio que conectaban con el interior de una casa sin electricidad. El ambiente era inquietante y la lechuza no paraba de ulular.—¿Dónde estoy?Caminé hacia la puerta corredera. Mis pasos no producían ruido. Al parecer, la casa estaba deshabitada y lo
—Yo también tuve un sueño extraño —comentó Alejandra.A las tres de la madrugada, pregunté a Alejandra si podía llamarla. Después de hablar sobre nuestro día, le hablé sobre la pesadilla y la oración.—¿Qué soñaste? —pregunté, intrigado.—Soñé que estaba en una casa que no conocía. Era blanca en su totalidad, tenia un lindo jardín y se parecía a un hogar donde vivíamos mamá, papá, Victoria y yo, pero esta estaba mucho más arreglada. Además, era amplia, muy amplia.—¿No era una casa vieja con puertas correderas de vidrio?—No, no era. Prosigo con la narración.Destapé una lata de cerveza. Estaba sentado en la silla frente al escritorio. Veía el rostro de Alejandra en la pantalla. Su gata Zafiro se montó
¿Debería invitarlo a mi cumpleaños? Es la pregunta de entrada de este diario. Mi psicóloga me recomendó escribir mis días tormentosos. Sinceramente, hoy, como todos los demás, no ha sido un buen día.Papá es homosexual. Me enteré en la mañana cuando me senté a comer y mamá no dejaba de soltar injurias contra él. La cantidad de palabras que expulsó de su boca, hirió a papá de sobremanera. Solo dos veces ese hombre ha llorado desde que tengo memoria: en mi graduación de sexto grado y cuando mamá se enteró de su homosexualidad. Dado a los problemas en casa, abandoné el desayuno. Tenía náuseas. Me fui a pie a la secundaria, no quería ir en bus, pues una caminata me aliviaría, pero ¿cómo estar calmada cuando tu novio se está acostando con otra?Aún recuerdo cuando llegu&eacu
Fui al centro comercial Sambil. Visité el estanque de peces Koi. Los peces alzaban su cabeza y movían sus bocas arriba y abajo. Además, en tropel se amontonaban en el borde. Como no tenía comida en mano, los peces, uno a uno, prosiguieron su pacífico nado. El sonido de la cascada artificial casaba con la música ambiental.Cerca del estanque hay un restaurante de sushi. Me senté en una de las sillas de plástico y revisé el menú. Un afable señor, que parecía un mayordomo, se acercó y me atendió.—Buenas tardes, caballero. Es un placer tenerlo de vuelta —expresó.—Buenas tardes —respondí.—¿La señorita no viene con usted?—No, hoy no.«Ni mañana, ni dentro de dos meses, ni el año próximo vendrá», pensé, compungido. Pedí una Coca-Col
El fragor de las olas casaba con la umbría atmósfera. Una ventana sin cristal que da al acantilado era la fuente de iluminación de la habitación donde desperté. Las paredes estaban cubiertas de laja por la mitad y el techo era de madera. Las ramas se batían por el viento frenético. Cuando me asomé, los brazos alargados de los árboles eran oscuros y estaban cubiertos por la niebla densa. Miré hacia el mar y las rocas eran golpeadas, con furia, por las olas. La espuma blanca se esparcía alrededor. Temía que estuviera atrapado en una tempestad. Vi una mesa de noche con una lámpara encima e intenté encenderla, no había electricidad. Como una cámara con filtro frío, observaba el ambiente con un tono azulado.—¿Esto es una pesadilla? —pregunté al aire.Me acerqué a la puerta de caoba. Al abrirla, una sala se extendió e