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La casa no es igual

Abrí la puerta y olí el aroma de su perfume. Las flores en el jarrón parecían tristes. Encendí la luz pero el ambiente permanecía tenue. Suspiré y descorrí las cortinas para admirar la luna que estaba detrás de nubes delgadas. Me acerqué a la nevera, tomé un vaso y con una jarra, que contenía limonada artificial, vertí el líquido similar al color de la niebla espesa que cubre un bosque en una montaña. Decaído por las balas de la soledad, me dejé caer en el sofá. Después de beber, recosté la nuca en el borde de la cabecera. El reloj de pared emitía su sonsonete monótono, cada tictac resonaba en mi cabeza. Sin embargo, su voz sonó en un rincón y me transportó a los recuerdos.

En la mañana estaba en mis brazos, pero en la noche me hacía falta su presencia. Me daba miedo entrar en la habitación y encontrarme con el lado vacío del lecho donde me entregaba con pasión a sus labios. Cuando escribía los capítulos de una novela, ella respetaba mi espacio y no me interrumpía, aunque en ocasiones especiales me robaba un beso. Incluso habían instantes preciosos en el que su compañía era mi alivio, puesto que se sentaba a un lado y, sin leer lo que escribía, veía videos en su teléfono. Luego de estar allí para mí, y asegurarse que no estaba afligido, regresaba a la alcoba. Entonces, yo, al apagar la laptop, iba a la habitación y ella estaba allí para dormir conmigo.

Una sonrisa se dibujó en el lienzo de mi rostro y una lágrima descendió por mis mejillas hasta caer en la pierna y ser absorbida por la tela del pantalón. El peso de la melancolía me impedía levantarme, era como si mis extremidades no respondieran. No tardó en llegar la estampida de la nostalgia y aplastar mi conciencia.

***

Una vez fui al parque de atracciones con ella. Nunca había ido con alguien, de manera que era mi primera vez en ese sitio. Sin embargo, un sueño romántico que quería cumplir era montarme en la noria y besar a una chica frente a las luces de la ciudad. Alejandra conocía mis intenciones así que me dejó hacer. Probamos diversos juegos hasta hartarnos. Mientras ella comía perros calientes en un puesto cercano a la noria, aproveché de escabullirme, con la excusa de ir a ver una tienda de peluches, y comprar dos entradas que permitían el libre acceso al autocine. Como no tenía coche, pedí unas sillas y en lugar de sillas me ofrecieron unos cómodos cojines sobre la grama artificial. Después de adquirir los boletos y ver el lugar donde estaríamos sentados, me devolví con una risa nerviosa y me senté a un lado de Alejandra.

—¿Qué hiciste? —me preguntó.

Traducía mis expresiones y con su vista escrutadora podía ahondar en mis pensamientos. Por tanto, mantener la sorpresa era complicado con la observación de Alejandra. Además, no despegaba sus ojos de mí para así detectar una mueca que delatara una mentira. Decidí improvisar y responder:

—Había una larga fila para tomar el baño y oriné en aquel árbol. —Señalé el árbol, que era un arbusto artificial bajo la sombra de un puesto de algodón de azúcar.

—¿No pudiste ser original? —No soy bueno mintiendo—. Venga, cuéntame, ¿qué hiciste?

—¡Mira la hora! —Miré el reloj, que no tenía, en la muñeca—. Debemos subir a la noria.

Soltó una carcajada por mi comportamiento extraño. A continuación, pagué los perros calientes consumidos y la llevé a la noria. Estaba emocionado, Alejandra sabía que era un deseo de vida besar a alguien en la rueda. Una vez en la cabina y cerrar la compuerta, el mecanismo comenzó a elevarnos despacio hasta detenerse en el punto de mayor altura. Embelesados por el paisaje nocturno, nos abrazamos. Hacía frío, pero nuestros cuerpos eran cálidos.

—Todo es hermoso contigo, Arcángel —murmuró viendo los edificios y el centro comercial Sambil.

—Antes de tu llegada, esto no tenía sentido, ¿sabes? Me refiero a la vida en la isla. Créeme que este sitio es aburrido cuando no tienes a nadie con quien salir a dar una vuelta. Es un suplicio estar rodeado de gente que disfruta de la compañía de los demás y uno en el medio, solo, sin saber qué hacer.

»En una sociedad cínica y con mente aislada, además de oportunista, es difícil hallar un espacio para la bondad. Con los años en este lugar, he visto personas de noble corazón, convertirse en una criatura pérfida y desdeñosa. Esto es debido a la ingratitud y al interés carnal de los habitantes.

Alejandra me miraba en silencio. Creí hablar sobre un tema aburrido y me espanté al pensar que había arruinado el momento.

—¿Dije algo malo?

—Adoro cuando hablas así —respondió, obnubilada por mi corta opinión.

Nos besamos hasta quedar sin aliento. Los labios pactaron la alianza de nuestros corazones frente las luces de la ciudad.

Cuando bajamos de la noria, la tomé de la mano y le dije que me siguiera. «¿A dónde vamos?». Estupefacta, Alejandra se quedó pasmada frente a los cojines. Era mi primera vez en el autocine con alguien.

—¿Te vas a quedar allí? —pregunté, sentándome.

Ella se rio por lo bajo, retiró un mechón de cabello que tenía pegado a la frente y se sentó a mi lado. La película no era aburrida, más bien nos entretuvo de principio a fin. Para finalizar la noche en el exterior, nos sentamos frente a unos locales de comida rápida, en el mismo autocine, y nos reímos de los borrachos en el karaoke. Como a la una y media de la madrugada, llamé un taxista de Ridery que trabajaba veinticuatro horas. Al regresar, la luz del apartamento no era tenue ni sombría, todo era perfecto y los colores se mantenían vivos, incluso en las cuatro paredes de la habitación.

***

Sacudí la cabeza, estiré las piernas y enjugué los ojos. «En ese entonces, tenía a alguien con quien pasar la noche», cavilé. Me había quedado dormido. El teléfono estaba apagado, la chaqueta se encontraba colgada en el espaldar de la silla donde Alejandra se había sentado para desayunar. Al levantarme, como si estuviera poseído por la incredulidad de un suceso que te arrebata un ser querido, me detuve bajo el umbral de la puerta. «Ya no está, se ha ido».

Apesadumbrado, me quité los zapatos, el pantalón y la camisa, me quedé con el bóxer puesto. No encendí la luz, pues necesitaba acostarme en la cama y sentir como la oscuridad penetraba en mi ser. En cuanto estuve acostado, posé una mano encima de la otra en el centro del pecho. Llamé en voz baja: «Eliza»; tres veces seguidas. Me invadió un repentino sopor, pero lo atribuí al cansancio. Cerré los ojos y volví a llamar en voz baja: «Eliza… Eliza… Eliza». No atendió mi llamado. Chasqué la lengua, frustrado por el infructuoso intento de llamar a mi difunta madre.

No pude conciliar el sueño, me despertaba a menudo. Vi el reloj sobre la mesa de noche, los números rojos marcaban las tres de la madrugada. «Allá es la una, debería llamar, quizás ya llegó a Durango». Descalzo, fui hacia la chaqueta, agarré el teléfono y lo encendí. El velo plateado de la luna refractaba en la cerámica y el viento elevaba las cortinas, parecía un panorama mágico. Apenas apareció la pantalla de inicio, marqué su contacto en W******p. Después de cinco tonos, contestó. El ruido blanco de la conexión era el único sonido que denotaba la presencia de alguien al otro lado.

—¿Hola?

Paralizado, no sabía qué responder. El corazón latía rápido. Será exagerado, pero a pesar de no haber transcurrido un día desde su partida, parecían haber pasado años lejos de ella.

—¿Arcángel?

—Hola

Silencio, nuevamente, silencio.

—Estoy en el apartamento, disculpa por no haber llamado antes —dije con fingida cordura.

—No te preocupes.

—¿Estás en casa?

—Sí.

Enmudecí y mi sentido auditivo captaba su respiración.

—Oye —arrastré la silla hacia el balcón —, la casa no es igual. —Me senté y miré las estrellas—. Nada es igual sin ti.

—No he salido de mi habitación —comentó ella.

—Hace falta tu ropa por el suelo.

—Cerré la puerta con llave, mi hermana sabe que he llorado.

—Dejo la puerta abierta de la habitación y, acostado, espero tu regreso.

Al final, sintonizados, dijimos:

—Te extraño.

Me reí y ella también. Evoqué cuando nos emborrachamos en la sala y nos reíamos a tope de nuestras estupideces.

—Tu fantasma vive aquí, pero no quiero una ilusión, sino tu calor —confesé.

—Yo también deseo tu cuerpo a mi lado.

—Reuniré dinero e iré a Durango y nunca regresaré a Venezuela. ¡Ya está decidido! —exclamé entre risas forzadas.

—¡Te espero, niño bonito! No sabes la alegría que me causaría tu compañía.

—Preciosa, ¿no podemos ser más felices? ¡Escucho tu voz y me siento mejor!

—Nos hacemos felices.

Encendí la cámara frontal.

—¡Ve la pantalla!... ¡Hola!

—¡Ah, te ves precioso!

—Quiero verte.

—Espera, ya la enciendo.

Mi corazón fue feliz durante la videollamada. Hablando con ella, me desvelé.

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