Capítulo 5

Una semana después

Se llevó la mano a la frente, a la vez que soltaba un largo suspiro. La comida ya estaba fría, y sin darse cuenta, escribió el nombre de Rafael con la salsa, sobre la superficie blanca de su plato. No podía dejar de pensar en él, y en sus palabras. Y lo peor de todo es que aun no lograba entender qué demonios le sucedió ese día. ¿Por que actuó de esa manera? ¡Ella no es así! De hecho, no tolera a la gente que se aprovecha de su posición social, el dinero o el poder, para pasar por encima de otros. ¿Entonces por qué reaccionó como lo hizo aquel día?

Tal vez fuese porque se sentía susceptible, y muy harta de que siempre le dijeran que no podía hacer algo, que ella había soñado hacer durante tantos años.

—¿Te vas a comer eso, o qué? —una repentina voz, con un marcado acento francés, la hizo dar un respingo.

Diana sacudió la cabeza y clavó la mirada sobre la delgada rubia pecosa de ojos marrones, muy oscuros, que la observaba con mucho detenimiento.

—¿Lo quieres? —preguntó Diana a su amiga.

La rubia hizo un ademán con su mano para que le pasara el plato. Sin perder tiempo, comenzó a comerse el almuerzo de Diana.

—Esto está muy bueno —comentó la chica, con la boca llena.

—¡Joder, tía! No entiendo como haces para comer como lo haces, y tener ese cuerpazo que te gastas.

—Mi metabolismo es rápido.

—Bendita seas entre todas las mujeres —bromeó Diana.

—Ya. En serio —la rubia tragó—. ¿Hasta cuándo vas a seguir

torturándote con esa loca idea?

—No es una loca idea, Claudine. Es mi pasión, y no es justo que me sigan juzgando por querer hacer realidad mi sueño. 

—Ya, pero igual es una locura —volvió a decir la rubia—. Tienes muchos talentos. Eres buena con el piano, cocinas delicioso... —se encogió de hombros—. No sé, podrías hacer ese tipo de cosas, más acordes con las mujeres.

Diana abrió la boca y se llevó una mano al pecho, indignada con lo que acababa de escuchar. Le lanzó una dura mirada a Claudine y se mordió la lengua para no soltarle lo primero que se le cruzó por la cabeza.

Clau era lo más cercano que tenía a una amiga, pues ambas fueron compañeras de estudios desde el quinto grado, que los padres de la rubia la metieron a estudiar en el mismo internado que ella. No obstante, Diana no solía ser el tipo de persona que se apega mucho a alguien. Desde la muerte de su padre, juró nunca más vincularse tanto con una persona, para evitar sufrir tanto al perderla.

—Que comentario tan sexista acabas de hacer —farfullo Diana.

—No es sexista, Diana. Es realista. Eso que quieres hacer es para hombres. Es muy arriesgado.

—Cristina Sánchez, Mari Paz Vega, Raquel Sánchez, Sandra Moscoso... ¿Donde las dejas? ¿Acaso ellas son hombres?

—Ellas son casos aparte.

—¿Casos aparte? ¿Pero qué dices? ¡Soy la hija de Armando Vidal! ¿Es que acaso eso no me da mérito? ¿Qué es lo que dicen los críticos taurinos?

—Sí, sí, sí... —puso los ojos en blanco—, que tienes la casta Vidal. ¿Y qué?

—¿Y qué? ¿Pero de qué coño vas, tía? —Diana se exasperó.

—Sucede que te quiero, y no deseo ver como pones en riesgo tu vida, solo por hacer realidad un tonto capricho.

—No es un tonto capricho, ¡joder! Desde que tengo uso de razón es lo único que deseo hacer. Es como cuando uno se enamora. No elegimos de quien enamorarnos. Así me pasa con esto...

—¿Te has puesto a pensar un poco en tu madre? —inquirió Claudine.

—¿Que sucede con ella?

—Pues que eres lo único que le queda. ¿Te imaginas como se sentiría si algo malo te llegara a pasar?

—Yo no le importo a mi madre —musitó Diana—. No le tembló el pulso a la hora de mandarme muy lejos, para poder rehacer su vida. Cuando se casó de nuevo, no preguntó siquiera que opinaba de Manuel. Solo pretendía que le llamara papá. ¿Eso es que te importe alguien? Además, no soy lo único que le queda.

—Estás siendo muy dura con tu madre, ella solo quería...

—Solo quería sacar de su vida cualquier cosa que le recordara a mi padre; a mí, a la escuela... ¿Te conté que puso a Rafael al frente de la escuela? ¿Pero qué coño le pasa por la cabeza? ¡Ese era mi derecho al cumplir la mayoría de edad!

—Diana... —intervino la rubia, levantando la mano—. Es ilógico que te ponga a cargo de la Escuela, porque no tienes ninguna experiencia.

—¡NO TENGO EXPERIENCIA PORQUE ELLA SE HA ENCARGADO DE MANTENERME SIEMPRE AL MARGEN DE TODO! —vociferó.

Los ojos de Claudine se abrieron como platos.

—Lo siento, Clau. Yo no quise...

—En fin —dio un manotazo en el aire y retomó su comida—. Si en vez de chica, hubieses nacido varón, no habría tanto drama y...

—¡Exacto! —dijo Diana, interrumpiéndola.

—Claro, pero es algo imposible, a menos que... —Clau volvió a abrir los ojos, desorbitados, al ver la expresión de su amiga—. ¡No! No me digas que vas a hacer lo que estoy pensando.

Diana asintió con la cabeza. Una sonrisita malévola emanó de sus labios.

—¿Te volviste loca? ¿Piensas hacerte una re-asignación de sexo?

—¿Qué? —Diana sintió que le caía un balde de agua fría encima—. ¿Pero de qué coño hablas, tronca? —frunció el entrecejo.

—Es lo que estaba pensando yo —comentó Clau.

—No voy a hacer semejante cosa —Diana puso cara de espanto—, pero me has dado una excelente idea.

Claudine comenzó a sentirse intrigada.

—¿Qué vas a hacer, Diana? —entornó los ojos—. ¡Por Dios! Me da pánico cuando pones esa carita.

—¿Que carita? —el rostro de Diana mostraba una falsa inocencia. Era el gesto de un niño que está a punto de hacer alguna travesura.

—Tienes algo en esa cabeza tuya, que sabes que no es lo correcto, pero aun así lo vas a hacer. ¡Dime de qué va!

Diana se quedó un momento en completo silencio, observando a su amiga. Ella tenía dos días de haber llegado a Madrid. Francesa de nacimiento, con el sueño de ser escultora; llegó a la capital española con la convicción de formar parte del Circulo de Bellas Artes de Madrid. En tan solo una semana comenzaría un curso de verano que tomaría en la Universidad Carlos III de Madrid. Diana se ofreció a darle hospedaje, las cinco semanas que duraría dicho curso para que se ahorra una pasta, en vez de pagar un hotel.

Claudine era muy diestra con su manos y tenía una creatividad increíble. Solo ella podría ayudarla con la loca idea que acababa de alojarse en su cabeza. ¡Dios! Su amiga llegó como caída del cielo.

—Si no puedo ser matadora, entonces seré matador, y tú me vas a ayudar con eso —le guiñó un ojo.

—¿Qué? ¿Cómo dices? ¿Pero como coño vas a hacer eso?

—¿Alguna vez viste la película White Chicks? —inquirió Diana, con notable brillo irradiando de sus ojos.

—¿La que es de dos tíos de color que trabajan para el FBI y que se disfrazan de dos mujeres blancas y rubias para atrapar a un criminal? —tanteó Claudine.

—Esa misma —dijo Diana—. Vamos a hacer lo mismo, pero a la inversa.

Claudine frunció el entrecejo y ladeó la cabeza, mirándola como si su amiga se hubiese vuelto por completo loca.

—¿De qué carajos estás hablando?

—Tú me ayudarás con eso —sentenció Diana.

—¿Yo? —abrió los ojos como platos—. ¿Y cómo voy a hacer eso?

—Eres toda una artista, sabes hacer maravillas con tus manos, manipulas yeso, haces moldes...

—No —Claudine meneó la cabeza—. Lo que tú me estás pidiendo solo funciona en las películas. ¿Piensas que solo basta con peinarse el cabello hacia atrás y ponerse un par de anteojos para que nadie sepa cuál es tu verdadera identidad? No eres Clark Kent. ¡La gente no es tonta! Se darán cuenta que eres tú.

—No si lo hacemos bien.

—¿Acaso quieres que te convierta en el señor Doubtfire? —inquirió Claudine, escéptica.

—¿En quién? —Diana frunció el entrecejo.

—Es la película que es con Robin Williams, que se transforma en una señora para poder cuidar a sus hijos.

Diana soltó una carcajada.

—¡Oh! No había pensado en esa película, pero es buena idea también. Solo que sería una versión muy sensual —volvió a reír—. No quisiera terminar luciendo como un señor de avanzada edad.

—No, Diana. Es una idea absurda. Es lo más tonto que he escuchado en mi vida.

—Por favor, Clau —le imploró—. Será solo al principio. Cuando mi madre y Rafael vean que soy capaz de hacerlo bien, que no deben preocuparse por mí, les diré la verdad.

—Una mentira, por muy pequeña que sea, requiere de grandes mentiras para mantenerse a flote. ¿Estás clara de eso, Diana?

—Sí, lo sé, pero te prometo que solo será por un corto tiempo.

—No lo sé, Diana. Me parece algo muy loco y extremo.

—Por favor —la de ojos grises juntó sus manos e imploró.

—¡Rayos! Sé que voy a terminar arrepintiéndome de esto.

—No. No lo harás —comentó Diana.

—Sí. Sí lo haré —concluyó Claudine.

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