La bodega permanece en silencio tras la abrupta salida de Renatto. Isabella se queda sentada en el borde de su catre, se permite unos minutos para recuperar la compostura y acomodarse como mejor pueda para pasar esos días que le esperan. No hay tiempo para lamentaciones; tiene claro que en ese lugar ni en la vida, el lujo de la debilidad no le está permitido.Minutos después, los pasos suaves de Clara se escuchan acercándose. La mujer aparece en la puerta con una expresión de mezcla entre compasión y prisa. Lleva en las manos un paquete de toallas femeninas, un juego de ropa limpia y unas cobijas que parecen recién lavadas, dejando a la mujer sorprendida, porque aquello es obvio que es obra de Renatto y piensa que después de todo si tiene algo de consciencia o empatía... o solo será otra arma para someterla. Sin embargo, Clara no tiene la culpa y la situación no está para que ella se ponga de orgullosa, la vida le enseñó a aceptar la ayuda que sea de quien venga, por lo que Isabella l
Los días pasan lentamente tras el inconveniente de Isabella y la ayuda que Clara le dio mandada por Renatto, sin embargo, la relación entre ambos sigue marcada por la misma tensión latente que han tenido desde el inicio.Renatto observa desde la distancia los movimientos y actitudes de la chica, curioso por entenderla, mientras Isabella se mantiene serena, entregada a sus labores sin dejar que la incomodidad ni la hostilidad que su jefe emana la afecten. La frialdad de sus interacciones despierta algo en él, una mezcla de frustración y una atracción que lo inquieta, es como un nombre flechado por aquella mujer que lo ignora y que, a pesar de que más ella se muestra indiferente, él más desea estar cerca, obedeciendo a un sentimiento primitivo y autodestructivo que no le sirve de nada.En una tarde nublada, Renatto decide que es momento de un cambio. Sentado en su despacho, hace una seña para que Isabella entre. Ella obedece con tranquilidad, su expresión imperturbable, y se queda de pi
El aire en el establo está cargado de tensión, de pronto aquello que están haciendo no les llena de satisfacción u orgullo. La escena permanece como una instantánea: el traidor amarrado, los ojos hinchados, colgando de cabeza y el cuerpo marcado por golpes; los hombres de Renatto observando con expresiones frías tanto al hombre como a Isabella, acostumbrados a la brutalidad de su mundo. Y luego está Isabella, de pie en la entrada, con una calma tan absoluta que resulta perturbadora.Por alguna razón extraña, a Renatto se le hace un ángel, pero no de esos que son buenos del todo.Ella no corre. No grita ni da un paso atrás. En cambio, comienza a caminar hacia ellos, cada movimiento firme y deliberado. La luz que entra por las rendijas del establo ilumina su figura, y su sombra se proyecta larga sobre el suelo. Uno de los hombres, alertado por la extraña tranquilidad de su actitud, levanta su arma y la apunta.—Alto ahí —gruñe, con la voz tensa, advirtiendo a la mujer que no se acerque
Renatto no puede apartar las palabras de Isabella de su mente. El peso de su revelación, tan sencilla y devastadora a la vez, lo persigue como una sombra. Las preguntas arden en su interior, cada una más insistente que la anterior, mientras la imagen de su mirada tranquila se repite una y otra vez.La ve apartarse hacia el huerto, sin dejar de observar sus movimientos gráciles, pero determinados. Se va a la parte trasera del establo donde el lugar ofrece algo de privacidad y silencio a quien lo necesita, intentando no desconfiar de ella, porque en su mundo las personas que han pasado por esas situaciones suelen ser escoria para las organizaciones.En su familia, porque eso es la ‘Ndrangueta para ellos, solo los traidores pasan por esas situaciones antes de liquidarlos por completo. Se pierde en esas ideas, tratando de pensar en si debe apartarla de su hijo o dejarla con ellos para mantenerla vigilada lo más posible hasta saber qué le sucedió en el pasado.Un rato después decide salir
El auto negro de vidrios tintados entra en la propiedad con una lentitud cautelosa. No es normal que una mansión de esa envergadura tenga las puertas abiertas sin seguridad en ninguna parte, pero Barzini sabe que no es así, por eso va tranquilo frente al volante, es su compañero que va adelante quien tiene miedo. Renatto Corleone no es de los que deje nada al azar. Cuando llegan al frente de la casa, dos grupos de ocho hombres cada uno rodean los autos, ve cómo sacan a su compañero y lo lanzan al suelo, en cambio él baja sin temor y ve al hombre que lo apunta a la cabeza. —Traigo una joya preciosa para tu jefe. —¡Es mejor que te vayas, esta casa es propiedad privada! —Barzini solo sonríe y mira a su alrededor, ubicando a su primo en la entrada, quien observa con curiosidad. —¡Riccardo! —lo llama y el hombre abre los ojos—. Traje lo que te prometí. —¿Es en serio? —le dice acercándose al auto. Armin abre la puerta y Riccardo mira a los ojos del niño frente a él. —No tengas miedo
Adaptarse a la idea de que tiene un hijo a Renatto no le lleva nada, es algo que siempre quiso y si no debe estar con una mujer de por medio es mucho mejor. Porque la descendencia lo es todo en su negocio, eso lo sabe desde pequeño, cuando su propio padre le dijo muchas veces que solo lo había engendrado para tener a los Corleone en el poder. Nunca fue un padre amoroso y, aunque nunca le puso la mano encima a riesgo de que su abuelo se la cortara, tampoco fue el progenitor más amoroso. Y de su madre ni hablar. A la biológica la tuvo hasta los seis años, cuando se enfermó gravemente un día y se la llevaron al hospital, para luego volver tres días después en un ataúd. Por ella supo lo que era el amor de madre, porque de las otras cinco que pasaron por su vida no aprendió nada, además de que las mujeres son un estorbo que grita y llora mucho, ayudan poco y a la primera falta, abandonan. El viaje a San Luca lo hicieron con hermetismo, el más animado fue Riccardo porque para él tener
Si hay algo que Renatto valora de su hermano es que, cuando le pide que haga algo realmente importante para él, Riccardo no se mide en cumplir la orden, por eso no le extraña verlo sentado en su propio despacho (igual de grande que el suyo, porque él jamás lo ha visto ni como lacayo ni como su sustituto) y con un alto de expedientes qué está revisando arduamente. —No te estreses, solo te pedí a la mejor. —Sí, pero no especificaste a la mejor para quién —murmura entre dientes y luego se ríe cuando lanza otra carpeta a la basura—. Tu hijo ha sido muy específico con lo que espera de una tutora, así que se ha vuelto algo complicado. —¿Me estás diciendo que sigues órdenes de un niño? ¡Pero qué bajo has caído, hermano! —No es cualquier niño, es mi sobrino —responde con orgullo—. Además, tú mismo se lo dijiste a nuestro padre, primero tu palabra y segundo la de Alonzo. —Era para joderlo un poco, sabes que tú y yo estamos en el mismo lugar —se sienta frente a él y es casi como si estuvi
En el instante en que aquella mujer llega a la mansión, Riccardo siente la necesidad de explicar cómo son las cosas, pero no tiene tiempo de hacerlo, porque en cuanto el auto para, ella se baja enseguida. Sin embargo, los guardias se apresuran a apuntarla como parte del protocolo de los recién llegados. —¡Alto ahí! —grita uno de ellos, pero la mujer no se intimida y da dos pasos más. Uno de los hombres camina hacia ella, le apunta a la cabeza y Riccardo corre rápidamente hacia la mujer para protegerla, pero la voz de Renatto nuevamente atrae las miradas. —¿Acaso no es capaz de seguir órdenes? —ella baja la mirada enseguida y responde con cautela. —Claro que sí, señor, pero cuando me hablan como gente civilizada y sin armas de por medio —se lleva las manos a los oídos y le dice sin una pizca de miedo, aunque manteniendo su actitud sumisa—. Esas cosas como que causan interferencia y bloquean las palabras a mis oídos. —¡Mierda, Riccardo! ¡¿No pudiste elegir una tutora que al menos t