El aire en el establo está cargado de tensión, de pronto aquello que están haciendo no les llena de satisfacción u orgullo. La escena permanece como una instantánea: el traidor amarrado, los ojos hinchados, colgando de cabeza y el cuerpo marcado por golpes; los hombres de Renatto observando con expresiones frías tanto al hombre como a Isabella, acostumbrados a la brutalidad de su mundo. Y luego está Isabella, de pie en la entrada, con una calma tan absoluta que resulta perturbadora.Por alguna razón extraña, a Renatto se le hace un ángel, pero no de esos que son buenos del todo.Ella no corre. No grita ni da un paso atrás. En cambio, comienza a caminar hacia ellos, cada movimiento firme y deliberado. La luz que entra por las rendijas del establo ilumina su figura, y su sombra se proyecta larga sobre el suelo. Uno de los hombres, alertado por la extraña tranquilidad de su actitud, levanta su arma y la apunta.—Alto ahí —gruñe, con la voz tensa, advirtiendo a la mujer que no se acerque
Renatto no puede apartar las palabras de Isabella de su mente. El peso de su revelación, tan sencilla y devastadora a la vez, lo persigue como una sombra. Las preguntas arden en su interior, cada una más insistente que la anterior, mientras la imagen de su mirada tranquila se repite una y otra vez.La ve apartarse hacia el huerto, sin dejar de observar sus movimientos gráciles, pero determinados. Se va a la parte trasera del establo donde el lugar ofrece algo de privacidad y silencio a quien lo necesita, intentando no desconfiar de ella, porque en su mundo las personas que han pasado por esas situaciones suelen ser escoria para las organizaciones.En su familia, porque eso es la ‘Ndrangueta para ellos, solo los traidores pasan por esas situaciones antes de liquidarlos por completo. Se pierde en esas ideas, tratando de pensar en si debe apartarla de su hijo o dejarla con ellos para mantenerla vigilada lo más posible hasta saber qué le sucedió en el pasado.Un rato después decide salir
El auto negro de vidrios tintados entra en la propiedad con una lentitud cautelosa. No es normal que una mansión de esa envergadura tenga las puertas abiertas sin seguridad en ninguna parte, pero Barzini sabe que no es así, por eso va tranquilo frente al volante, es su compañero que va adelante quien tiene miedo. Renatto Corleone no es de los que deje nada al azar. Cuando llegan al frente de la casa, dos grupos de ocho hombres cada uno rodean los autos, ve cómo sacan a su compañero y lo lanzan al suelo, en cambio él baja sin temor y ve al hombre que lo apunta a la cabeza. —Traigo una joya preciosa para tu jefe. —¡Es mejor que te vayas, esta casa es propiedad privada! —Barzini solo sonríe y mira a su alrededor, ubicando a su primo en la entrada, quien observa con curiosidad. —¡Riccardo! —lo llama y el hombre abre los ojos—. Traje lo que te prometí. —¿Es en serio? —le dice acercándose al auto. Armin abre la puerta y Riccardo mira a los ojos del niño frente a él. —No tengas miedo
Adaptarse a la idea de que tiene un hijo a Renatto no le lleva nada, es algo que siempre quiso y si no debe estar con una mujer de por medio es mucho mejor. Porque la descendencia lo es todo en su negocio, eso lo sabe desde pequeño, cuando su propio padre le dijo muchas veces que solo lo había engendrado para tener a los Corleone en el poder. Nunca fue un padre amoroso y, aunque nunca le puso la mano encima a riesgo de que su abuelo se la cortara, tampoco fue el progenitor más amoroso. Y de su madre ni hablar. A la biológica la tuvo hasta los seis años, cuando se enfermó gravemente un día y se la llevaron al hospital, para luego volver tres días después en un ataúd. Por ella supo lo que era el amor de madre, porque de las otras cinco que pasaron por su vida no aprendió nada, además de que las mujeres son un estorbo que grita y llora mucho, ayudan poco y a la primera falta, abandonan. El viaje a San Luca lo hicieron con hermetismo, el más animado fue Riccardo porque para él tener
Si hay algo que Renatto valora de su hermano es que, cuando le pide que haga algo realmente importante para él, Riccardo no se mide en cumplir la orden, por eso no le extraña verlo sentado en su propio despacho (igual de grande que el suyo, porque él jamás lo ha visto ni como lacayo ni como su sustituto) y con un alto de expedientes qué está revisando arduamente. —No te estreses, solo te pedí a la mejor. —Sí, pero no especificaste a la mejor para quién —murmura entre dientes y luego se ríe cuando lanza otra carpeta a la basura—. Tu hijo ha sido muy específico con lo que espera de una tutora, así que se ha vuelto algo complicado. —¿Me estás diciendo que sigues órdenes de un niño? ¡Pero qué bajo has caído, hermano! —No es cualquier niño, es mi sobrino —responde con orgullo—. Además, tú mismo se lo dijiste a nuestro padre, primero tu palabra y segundo la de Alonzo. —Era para joderlo un poco, sabes que tú y yo estamos en el mismo lugar —se sienta frente a él y es casi como si estuvi
En el instante en que aquella mujer llega a la mansión, Riccardo siente la necesidad de explicar cómo son las cosas, pero no tiene tiempo de hacerlo, porque en cuanto el auto para, ella se baja enseguida. Sin embargo, los guardias se apresuran a apuntarla como parte del protocolo de los recién llegados. —¡Alto ahí! —grita uno de ellos, pero la mujer no se intimida y da dos pasos más. Uno de los hombres camina hacia ella, le apunta a la cabeza y Riccardo corre rápidamente hacia la mujer para protegerla, pero la voz de Renatto nuevamente atrae las miradas. —¿Acaso no es capaz de seguir órdenes? —ella baja la mirada enseguida y responde con cautela. —Claro que sí, señor, pero cuando me hablan como gente civilizada y sin armas de por medio —se lleva las manos a los oídos y le dice sin una pizca de miedo, aunque manteniendo su actitud sumisa—. Esas cosas como que causan interferencia y bloquean las palabras a mis oídos. —¡Mierda, Riccardo! ¡¿No pudiste elegir una tutora que al menos t
En el instante en que Isabella entra en la mansión, siente el poder y el peligro emanando de cada rincón, a diferencia de otros lugares que transmiten calidez y seguridad, este solo ofrece un espacio frío y lúgubre. Sus pasos son firmes, aunque su mente registra cada detalle, los guardias que la observan como si ya hubieran dictado su sentencia, las paredes adornadas con cuadros que narran historias de generaciones pasadas y el eco de sus propios movimientos en el suelo de mármol.—Mi sobrino bajará en unos minutos. Vamos al que será su salón —anuncia Riccardo con tono calmado, aunque Isabella percibe el sutil nerviosismo en su voz.Abre una puerta y le permite la entrada. Isabella ve que sus cosas están amontonadas en un rincón, cajas y materiales desordenados, como si no se hubieran tomado el tiempo de tratar sus pertenencias con cuidado. Sin perder tiempo, comienza a organizar el espacio, ignorando las miradas de los guardias que la vigilan desde el umbral.La figura de Renatto apa
El eco de los pasos de Renatto retumba por el salón con una expresión de ira apenas contenida. Al llegar junto a ellos, la escena de su cercanía solo consigue avivar el fuego en su interior, Riccardo sostiene aún a Isabella, sus miradas cruzadas como si compartieran un código secreto que él no puede descifrar, además de ella faltando a una de las reglas que le dejó claras solo momentos antes. El gruñido que se escapa de su garganta llama la atención de ambos, y la atmósfera se carga de tensión inmediata.—¡Isabella, ven aquí! —ordena, su voz tan afilada como un cuchillo.Ella lo mira sin prisa, su postura firme y desafiante. Aún así, no tarda en caminar hacia él, pero no para detenerse en una posición sumisa, sino para enfrentarlo con una calma que solo lo enfurece más. Renatto no pierde el tiempo; la toma del brazo con un gesto brusco y la arrastra fuera del salón.Una vez en el pasillo, la suelta, aunque se queda lo suficientemente cerca para que la tensión entre ellos sea palpable.