Averiguando al culpable.

Emir

Quedé observando a los hermanos de Eiza. El chico ya parecía tener unos 18 años, y la pequeña, unos 12. Solté un suspiro profundo y me acerqué a ellos. La niña estaba llorando sin parar. Me agaché para quedar a su altura y, con suavidad, limpié sus ojitos.

—No te preocupes, vas a ver que pronto tu mamá saldrá de esta —le dije con la mayor convicción posible.

—¿Estás seguro, señor? —preguntó con los ojos llenos de incertidumbre.

—Sí, estoy seguro. No te preocupes —traté de calmarla—. Esta misma noche ustedes se van a ir a vivir con nosotros. Nuestra casa está bien custodiada, no tendrán nada de qué preocuparse.

El niño, que había permanecido en silencio, me miraba con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Sabía que tenía que saber más. Algo dentro de mí me decía que no era un ataque fortuito, que había algo detrás de todo esto.

—Dime, ¿tu madre tiene enemigos? —pregunté mirando al chico.

Él negó lentamente con la cabeza.

—No, mi madre no tiene enemigos —respondió en voz baja.

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