Por un momento quiso mandarlos callar, o tomar sus cosas y largarse de ahí; ellos seguían riendo como si nada más les importase. Tal fue la euforia, que su jefe parecía a punto de caerse de la silla donde estaba y Oriana se sujetaba el abdomen con fuerza mientras Alejandro se hundía en su asiento preso de la vergüenza y el enojo. Por un momento quiso desaparecer, pero fue detenido por algo que vio, o mejor dicho, por algo que escuchó: La risa de Oriana.
No recordaba la última vez que la vio reír así, con tantas ganas. Los días casi borraron el sentimiento de escuchar esa dulce risa y la sensación de felicidad que le traía, pues por mucho tiempo no hubo en su vida más hermosa melodía. Recordó en un instante todas esas tardes donde, entre juegos y chistes, reían tomados de la mano por una tontería momentánea que les alegraba el día. Todo era motivo de sonrisa y lo que lograra esfumarla se borraba más rápido de lo que llegaba. Recordó los chistes malos a los que acudía en un intento de hacerla reír, de parecer gracioso, de entretenerla. Cuando la relación apenas comenzaba y no sabía cuál de sus encantos (si es que poseía alguno) funcionaría para conquistarla. Muchos de esos chistes se convirtieron en apodos que solo ellos dos conocían, algunos tiernos y otros burlescos; todos secretos. Apodos que decían en la intimidad de la alcoba y muchas veces al oído, acompañados de la alegría del compartir un coqueteo sentimental.
A su mente vinieron esos momentos casi olvidados en los que un juego llegaba a algo más. Esos segundos infinitos en los que la perseguía por la casa intentando atraparla, riendo tras ella, como si fuesen presa y cazador. Ella escapaba hasta que se agotaba y finalmente se dejaba atrapar. Él la tomaba entre sus brazos y le hacía cosquillas, la cargaba, la abrazaba para que no pudiera liberarse. Ella no paraba de reír e intentaba morderlo o forcejear, pero inútilmente, aunque tampoco ponía mucho esfuerzo de su parte. El seguía haciéndole cariños juguetones en el cuello, o en la oreja, le mordía la mejilla y la llevaba cargada al cuarto donde la arrojaba con picardía a la cama. Ella intentaba alearse, pero no lo conseguía, él se colocaba sobre ellas y seguía el juego de las cosquillas. Luego una caricia cambiaba todo. El ambiente se difuminaba como si las luces bajasen y dejasen entrar a un visitante invisible. Él la besaba: Primero un beso corto, un beso fugaz; un pequeño roce de los labios apenas perceptible. Luego otro, uno un poco más prolongado. Dos labios que se unían por segundos antes de separarse. Los besos seguían aumentando su ritmo sin apresurarse, y en se momento una mano traviesa hacia acto de presencia y se introducía por debajo de su camina, deslizándose por el abdomen de ella, bailoteando en ascenso hasta llegar a sus senos. El juego persistía, pero habiendo tomado un mayor significado. Él se separaba de sus labios para aliarse en su cuello, besándolo mientras su mano parecía tomar conciencia propia. La piel del cuello de ella, erizada a su tacto, era el único premio que necesitaba para seguir adelante en su utópica cama. Minutos después las camisas desaparecían, luego el brasier de ella, y él estando sentado, veía como ella lo rodeaba con sus piernas para continuar besándolo. Un juego de niños convertido en un acto para adultos.
La noche transcurría con mayor intensidad al pasar las horas, donde dos enamorados en una habitación eran desnudados por el placer incluso antes de consumarse mutuamente. Los besos, las caricias, los gemidos y deseos. Todos concentrados en un solo colchón, por debajo de unas sábanas. Alejandro recordó cada instante. Como sus lenguas conectaban, como sus manos fluían por su espalda. Como su cabello rozaba sus mejillas al estar tan cerca. Recordó como la sujetaba por las mejillas al besarla, y luego por los hombros al estar sobre ella moviéndose juntos en un solo ritmo. La recordó a ella sobre él mientras se sujetaban de sus manos entregados al mismo suspiro, hasta llegar a esa estaxis que los empujaba a estar horas y horas acostadas, sin ninguna intención más que abrazarse, pues en ese momento, en ese simple momento, no importaba nada que estuviese fuera de su alcoba. En ese momento sabían el significado de la felicidad.
Alejandro recordó todo al verla reír, y se preguntó si alguien la hizo reír tanto como lo hizo él.
Se preguntó si había entregado con tanta pasión a otra persona.
El anillo en su dedo le respondió con un grito.
Los risueños se detuvieron con el pasar de los minutos. Alejandro los veía ensombrecido, no tanto por la burla como los pensamientos recién nacidos en el cobijo de sus dudas. Ese grito que el anillo profería como si de una alarma se tratase, un anunciante de todo lo que él había perdido ahora poseído en los brazos de otro hombre; vencedor de una liga de leyendas. Pero no era el hecho de perder lo que le afligía, sino el hecho de no entender un cambio tan repentino en el castillo construido en el corazón de su antigua amada, ese en el que se creyó gobernante hasta que su bandera fue desplazada y arrojada al foso de los cocodrilos. La confusión de haber sido destronado tan rápido era lo que le hacía auto flagelarse sin disimularse a sí mismo esa reflexión repentina que ahora le hacía querer huir aun a más velocidad, esperando en silencio el silencio de los demás. Oriana y su jefe recuperaron la compostura y se irguieron en sus respectivos asientos. La entrevista debía prosegui
Oriana aguardó un momento en espera de que Alejandro, en plena inconciencia, dejara de soltar lagrimas solitarias, evidencias de un pensar escondido; un pensamiento no dicho. El jefe también calló y dejó de anotar, en espera de la continuación. Observó a Alejandro y no supo que pensar de él, aunque entendía un poco el motivo de su desdicha. Desde el principio sabía que tal entrevista no sería tarea sencilla para su empleado. Conocía de primera mano la historia escondida detrás de aquellos dos que lo acompañaban en la sala. Una historia de amor como cualquier otra, con un final como cualquier otro; pero el hecho de ser abarcados en la normalidad no los deja exentos del dolor. De hecho, lo normal puede doler más que lo especial. Lo especial usualmente posee fuerzas ajenas que convierten la experiencia en algo incontrolable, un resultado de la resignación circunstancial llevada por una mano ajena. Lo normal, en cambio, es tan repetitivo y monótono que parece predecible, aunque
Existen voces con influencias. Voces que cargan el peso de lo sentimental y pueden trasmitir sin necesidad de expresarse con claridad. Un conjunto de sonido melodioso con un trasfondo representativo, como si la obra de un teatro ocurriese detrás del telón. Existen voces que tan solo con ser escuchadas golpean o acarician según lo que deseen y de quien provenga, sin olvidar quien la escuche. Una voz que sin importar lo que diga, te hará reír por estar presente; o llorar si se muestra ausente; te traerán preocupación si se escucha cargada de pena, y dicha si se anima emocionada. Existen voces que suben de nivel y otras que se apagan. La voz de Alejandro se apagaba más en cada pregunta. ‒ ¿Tienes planes para el futuro? ‒ Había preguntado Oriana recibiendo un simple “No” como respuesta. Cumpliendo con su tarea, Alejandro le preguntó qué planes tenía ella para su carrera, alejándose del peso personal que había tenido la entrevista hasta ese momento. Oriana le explicó de s
“Te amo”, son dos palabras, cinco letras y un significado. “Te amo”, se pronuncia en una oración y cambia por completo la entonación. “Te amo”, ¿cómo puede algo tan corto significar tanto? ¿Cómo pueden dos palabras ser las culpables de felicidad y alegría, así como de miedo y tristeza? Hay muchos que añorarían escucharlas con sinceridad, incluso matarían porque se lo dijesen; sus oídos lloran al no recibir esas cinco letras que les cambaría la vida, pues la tortura de no escucharlo conlleva a una verdad oculta tras el silencio. Si nadie te dice “te amo” es porque nadie te ama, y ese es el peor castigo que puede recibir un ser humano, sobre todo después de haberlo escuchado, pues añora lo perdido y no es suficiente con haberlo tenido. Desea recuperarlo, regresarlo a sus brazos y sentir las palabras acariciando su tacto. Un “te amo” y la vida cambia, tal vez por eso es tan temido, tan envidiado, tan ansiado… Un “te amo” y ya nada es igual, aunque Alejandro al escucharlo no supo que pe
Todos creen conocer el amor, creen poder comprenderlo e incluso controlarlo. Creen que pueden manejarlo a su antojo, desvelar sus secretos y someterlo a voluntad, como si de un títere se tratase. Todos creen que han revelado por completo los misterios que el amor guarda, y que son una excepción a lo que a caer bajo su control se refiere. Se creen sabios y poseedores de la verdad, tal vez por haber leído un libro al respecto, haber visto muchas películas románticas o haber vivido una relación turbulenta. Todos creen ser únicos a la hora de juzgarlo, olvidando que el amor es indescifrable e incomprensible. El amor no puede controlarse, pues su poder supera al de cualquier persona y puede doblegar a quien se le antoje. El amor es indomable como las mareas e indetenible como el tiempo. No existen barreras que se le opongan ni montaña lo suficientemente alta; su omnipresencia lo supera todo y puede llegar a aparecer en los lugares m
‒Sí‒No.‒Sí‒ ¡No! – Respondió Alejandro‒ ¡Sí! – Replicó su jefeAsí transcurría la discusión en la pequeña oficina del centro de la ciudad. Alejandro, indignado, veía a su jefe, Héctor Cifuentes un hombre bajo, rechoncho y mayor, sin poder darle crédito a sus palabras. Estaba atónito, perplejo. Su petición carecía de sentido y debía ser cancelada lo más pronto posible. Con la vena de su cuello marcada y sin poder contenerse, gritó:‒ ¡No!‒ ¿Vas a seguir con el estúpido juego?‒Usted no puede estar haciéndome esto.‒No te estoy haciendo nada que no sea lo usual. Yo soy el jefe y tú el trabajador. Yo te otorgo una labor y tú la cumples, así de simple. Puedes callar y obedecer, o quejarte y marcharte luego con tus
La amarillenta luz que entraba por la ventana no era vencida por las persianas que la cubrían. La habitación de Alejandro fue lentamente perdiendo su oscuridad; haciéndola retroceder ante la claridad del amanecer.Alejandro dormitaba en su silla, con la cabeza echada hacia atrás, la libreta vacía en sus manos, un montón de horas arrugadas en el suelo y el monitor de su computador encendido. Había pasado lo que le parecieron horas investigando sobre su antigua mujer, pensando en qué preguntas podría decirle en la entrevista; pero todas las que nacían en su mente parecían más de naturaleza personal y no disimulaban el trasfondo de su historia. Por más que intentó ser objetivo, el sentimiento fluía por los confines de sus palabras, hasta darse cuenta de lo desesperado que se sentía por preguntas que no creía poseer; y respuestas que ansiaba conocer. Pero su trab
Momentos de lágrimas derramadas en la oscuridad de una habitación; canciones acompañadas de recuerdos ajenos pero un mismo sentimiento; una desolación impropia de un hombre sonriente; una incógnita sin respuesta en un mundo de dudas intangibles; historias sin final, inconclusas en libros de páginas marchitas y tinta derramada; amaneceres deteniéndose en pleno ocaso, dejando el mundo a medias, sumido en oscuridad y luz. Todos estos pensamientos apuñalaron a Alejandro al verla entrar. Todo fue en un segundo en el que pudo verse a sí mismo y todo lo que había sido en ausencia de aquella que entraba en la oficina. Dos años de superficial existencia le cayeron encima aplastándolo contra el suelo, quebrando su voluntad; aunque sus pies, tan alejados de su cabeza, se mantuvieron firmes en honor a su tarea. Oriana entró saludando al jefe con cordialidad, giró la mirada la interior, y una expresión de absoluta sorpresa se plasmó en su semblante. Se quedó ahí, de pie, mirando a su ex