—No creas que las puertas se te abrirán con gusto. Mientras él no camine tú no eres más que esa niña tonta e ingenua que conocí hace años —dijo Isabella acercándose llena de odio, hablando entre dientes. —Y tú sigues siendo la misma amargada, con el corazón podrido y vacío —dijo Sofía levantando el rostro hacia Isabella y ofreciéndole una sonrisa divertida—. Yo solo vine a hacer mi trabajo, pero si quieres que no vuelva, no tengo problema. —Eres una… —Isabella se quedó con las palabras atoradas en la garganta. El orgullo la había estrechado lo suficiente para que no pudiera hablar. —Una… ¿Qué? ¿Una muerta de hambre? ¿Un puerco en lodo? ¡Vamos! ¿Con qué ofensa me vas a sorprender el día de hoy? —La sonrisa de Sofía se volvía más grande, pues frente a ella, esa mujer imponente se había transformado en un patético chiste—. Solo hazlo, córreme de aquí, grita y señala la puerta. Dame un motivo para decirle al doctor Bennet que no puedo volver a esta jaula de oro. —¿Dónde quedó todo el
—Adam, tienes que comer, no puedes estar así —dijo Pía con el plato de sopa en la mano y una mirada suplicante en el rostro. Estaba consumida en dolor por ver a su esposo así. —No quiero comer, ya te dije —respondió Adam en un susurro. No quería ser grosero con Pía pues lo había apoyado y cuidado desde que él se había derrumbado por la ausencia de Sofía—. Por favor, solo… vete, déjame. —¿Haces esto por ella? ¿Lo haces porque regresó? —preguntó Pía con el corazón roto y sabiendo la respuesta. Aunque había sido muy feliz en su matrimonio con Adam, pues era el hombre que tanto había soñado, no podía ignorar que sus miradas y caricias no eran las mismas que le había dedicado a Sofía. Desde la primera noche juntos se dio cuenta que el amor de Adam era mecánico, frío, incluso cargado de lástima. En la luna de miel, comprobó que sus caricias eran mustias y vacías así como sus ojos carecían de emoción. La tocaba y la besaba por inercia, pero su mente estaba en otro lado. Incluso Pía sospec
—Ni siquiera tuviste la decencia de decírmelo a la cara… —Sofía retrocedió un par de pasos, con los hombros caídos y su alma retorciéndose en el suelo—. Si ya no querías nada de mí, hubieras tenido el valor de decírmelo de frente y no mandar a tu madre…Adam recordó cada momento de dolor, pasó frente a sus ojos como el resumen de una película muy cruel. Cada momento, cada reclamo, cada palabra que escuchó de su madre y después de Pía, lo que había dicho el conserje del edificio donde vivía Sofía. Cómo podía creerle si había más personas que decían lo contrario.—Tu madre me humilló a tu nombre en ese maldito café… —dijo Sofía entre dientes, ignorando la mirada perdida de Adam que le daba la apariencia de estar desconectado de la realidad&mda
—Creo que podemos regresarle la felicidad a mi hijo, pero primero, tenemos mucho de qué hablar —dijo Isabella con malicia. Había encontrado una salida al problema que había creado.La llevó hacia el despacho de Enzo y al mismo tiempo salía de ahí una sirvienta joven con la que había hablado momentos antes. Llevaba una maleta negra aparentemente pesada. Justo en la entrada, Isabella la vio con desprecio.—No se te olvide, Eugenia, no te quiero volver a ver. No quiero que te acerques a la propiedad y mucho menos a mi hijo o a mi esposo —dijo Isabella con soberbia y altanería.—Sí
—¿Qué edad tienen? —Su estómago se retorció ansioso por escuchar la respuesta. Entre más los veía Adam, más fascinado estaba. De nueva cuenta los niños levantaron su manita, esta vez fue Clara quien se le olvidó levantar un dedo, pero Ezio la ayudó, burlándose porque se había equivocado. —Cinco años —dijo Adam leyendo sus dedos y de pronto las fuerzas lo abandonaron. Cubrió su boca con la mano intentando esconder su sorpresa. Sofía se había ido albergando en su vientre a esas dos criaturas. —¿Pueden acercarse un poco más? Soy amigo de su madre, no soy peligroso, lo juro. Los hermanos se vieron a los ojos y dieron un paso hacia él. Adam logró acariciar esas mejillas regordetas y cabellos oscuros. Estaba seguro de que eran sus hijos, su corazón se lo gritaba, eran sangre de su sangre y carne de su carne. Su presencia calmaba su dolor, curando su corazón y dándole un giro a su vida. Les dedico la sonrisa más tierna que jamás había expresado
—Tom… —Sofía levantó las manos hasta posarlas en los brazos del doctor, sintiendo su piel caliente y sus músculos tensándose, saltando contra su palma. —Sofía… Juré estar siempre para ti y así lo haré… —Bennet la veía con adoración. Acomodó unos cabellos rebeldes detrás de su oreja y aprovechó para delinear su rostro con las yemas de sus dedos—. Sofía… ¿Qué no haría por ti? Ella intentaba mantener la cabeza fría, pero la adoración que los ojos de Bennet le profesaban la hacían sentir deseada y su tacto despertaba su piel. ¿Cuántos años habían pasado sin tener un contacto así con un hombre? Se había concentrado en su carrera y en sus hijos y nunca notó que Bennet moría de amor por ella hasta ese momento. Bennet se inclinó lo suficiente para pegar su frente a la de Sofía e inhalar su aroma, de nuevo el olor de su shampoo inundaba sus fosas nasales y lo enloquecían. Cerró sus ojos y se dejó llevar, la resistencia que ponía su cuerpo y mente se diluyó y alc
Sofía se lavaba las manos en el consultorio, retirándose los restos de talco que los guantes dejó. La operación había sido un éxito, pero se sentía torpe y nerviosa, su mente estaba en lo ocurrido en el vestidor y durante la cirugía, cuando su mano chocaba con la de Bennet no podía evitar temblar ni sostener esa mirada color miel. —¿Sofy? —Louis se asomó—. ¿Puedo pasarte a alguien? —¿Quién? ¿Qué ocurre? —preguntó sin poder ocultar su cansancio. Las ojeras en sus ojos parecían dos sombras oscuras que le recordaban el desgaste de la cirugía y de su vida durante estos días. Louis cerró la puerta detrás de él y se acercó sigilosamente, parecía como si no quisiera que nadie más los escuchara. —Es una chica de servicio, al parecer se «quemó» las manos mientras cocinaba… —dijo con el ceño fruncido sin ocultar su preocupación—. Su mano está muy lastimada. La doctora sentía esa vibra extraña que despedía su enfermero. Algo no an
Adam se mantenía sentado cómodamente mientras el barbero pasaba la filosa navaja por su cuello, quitando el exceso de barba. Esos ojos azules de los mellizos no abandonaban su mente. Estaba seguro de que eran sus hijos, pero no sabía cómo enfrentar el tema con Sofía, no quería perderlos antes de recuperarlos. De pronto un alma en pena atravesó la puerta de su habitación, la vio por el reflejo del espejo. No se asustó, por el contrario, parecía tenerle lástima. La pálida Pía se sentó en el borde de la cama en silencio. Así como Adam, ella tampoco dejaba de pensar en esos niños de ojos encantadores. Mientras su vientre estaba corrupto, el de Sofía había sido fértil y se burlaba de Pía, haciéndola sentir miserable por no haber podido concebir ni un solo hijo en los cuatro años que llevaba de casada con Adam. —¿Los viste? —preguntó Pía en voz baja, sin levantar la voz, como un perro regañado y herido. —¿De qué hablas? —Adam no se mostraba enojado, tampoco f