El sonido del agua que caía desde la regadera sobre el cuerpo agazapado de Mario dentro del pequeño baño de aquel cuarto de motel barato, y aun con las dos manos presionadas sobre sus oídos, no podía disminuir en absoluto los gemidos de placer (seguramente falsos) provenientes de la única cama de la habitación en donde se realizaba un contrato servil erótico.
Atormentado, Mario se levantó de su refugio y sin cerrar el alto grifo, salió como queriendo escapar sin ser visto.
Los dos participantes de aquel encuentro sexual acordado no escucharon los pasos sigilosos de Mario cuando se acercaba al improvisado tocador.
Por primera vez en su vida, la mirada que encontró Mayra en Mario fue diferente, era una mirada llena de miedo, de odio, de rencor, una mirada que jamás habría imaginado, una mirada que apenas duró escasos segundos pero que serían suficientes para darse cuenta de que sería la última vez que esas dos miradas se encontrarían.
Mario, de catorce años, empuñaba tembloroso una pistola calibre 9 milímetros entre sus manos (que el cliente en turno había dejado sobre el tocador al desnudarse) apuntando directamente a los dos cuerpos que segundos antes gemían ante el placer del sexo.
El adolescente, sin dar tiempo de nada, descargó cinco de los seis tiros que tenía el arma contra Mayra (su madre) y contra el jefe de la Policía Ministerial, el comandante Arturo Contreras.
Al escuchar los disparos en aquel cuarto del Motel Buenaventura, ubicado en el centro de Tuxtla, los guardaespaldas del comandante Contreras (quienes se encontraban esperando afuera del lugar a que su jefe terminara la visita íntima a la prostituta), subieron inmediatamente a ver de dónde provenían los tiros.
Mario seguía inmóvil, empuñaba todavía el arma, con ojos desorbitados y sin darse cuenta realmente de lo sucedido; notó que sus manos aún temblaban, al igual que todo su pequeño cuerpo infantil.
Vio sin inmutarse cómo el comandante Contreras intentó, sin lograrlo, dar vuelta con la mirada para saber quién había sido el causante de los plomos ardientes que atravesaron su cuerpo.
Mario observó también cómo los espasmos mortales sacudían a quien segundos antes disfrutaba de las cálidas caricias de su madre.
Tres de los impactos habían hecho blanco en el cuerpo del comandante Contreras, mientras que los dos restantes habían encontrado su mortal objetivo en la prostituta, que se encontraba agonizando bajo el cadáver inerte de su cliente.
Joaquín llegó a la casa donde vivía con su abuela materna; lentamente y con rostro serio, abrió la puerta sin seguro de aquella humilde vivienda en el barrio de San Miguelito en el corregimiento de Victoriano Lorenzo, cercano a la capital panameña.
(Un lugar donde la delincuencia y los homicidios se cuentan por montones todos los días y en donde participan poco más de 40 pandillas de jóvenes cuya única forma de existencia se basa en la ley del más fuerte y el más temido.)
Joaquín era un joven de 19 años que al igual que muchos de los que habitaban en ese territorio peligroso y olvidado totalmente por la sociedad panameña, sufría todos los días para comer aunque fuera una vez al día y que aún más desesperante era tener que conseguir dinero para poder dar de comer también a su abuela Sofía, una mujer de 72 años que a causa de lo difícil de su entorno, parecía una anciana ya cercana a los 90 años.
Al entrar a la vivienda, encontró a su abuela frente a la imagen de la Virgen del Carmen, como todos los días, y sin haber probado bocado alguno más que un café negro desde la mañana.
En casa no había ni siquiera un pedazo de pan y ni hablar de carne o guisantes que llevarse a la boca.
—Hola, abuela, ¿comiste algo hoy?
Sofía, sin despegar la vista de la imagen, respondió:
—No hijo, aún no he comido, pero no te preocupes, no tengo hambre. La Virgencita del Carmen nos ayudará para que no nos vayamos a la cama con el estómago vacío, ya verás. Y a ti, ¿cómo te fue? ¿Encontraste algo de labor?
—No abuela, estuve todo el día buscando talacha y nomás no encontré nada, me fui hasta la Belisario Porras y nada que encontré, parece que su Virgencita no nos quiere.
—¡No digas eso, Joaquín!, la Virgen del Carmen nunca nos abandona, no lo
olvides.
—Pero le juro abuela que esto va a terminar muy pronto, ya no podemos seguir soportando esta maldita hambre y miseria.
—¡Ay, hijo! —comentó Sofía, tratando de incorporarse de su silla, sin lograrlo— lo más importante es que tenemos un techito donde pasar las noches aunque sea de manera humilde, ya mañana Dios dirá, Él no nos abandona.
—No abuela, yo estoy seguro de que mañana va a ser diferente —comentó Joaquín mientras dejaba sobre una mesa ya casi destrozada por los años un sobre amarillo que contenía información muy importante que había estado investigando durante las últimas semanas y que formaba parte de su plan para, según él, dejar de una vez por todas esa vida de miseria y hambre.
El día siguiente sí que sería diferente para Joaquín, pues estaba decidido a dar un giro total mientras culpaba a la sociedad pudiente y al gobierno de que no tuviera las mismas oportunidades que los demás.
Ya de noche, y después de cenar un pedazo de pan que una vecina había llevado a la abuela, Joaquín apenas podía conciliar el sueño pensando en lo que haría dentro de unas pocas horas y que, confiaba, tal acción cambiaria para siempre el destino de su vida. No estaba tan alejado de la verdad.
Repasaba en su mente paso a paso lo que tenía planeado, para no cometer ningún error que pudiera dar al traste con lo que estaba decidido a hacer.
Las horas se consumían ante el olor intenso del humo de la mariguana que se filtraba desde la calle de tierra por la pequeña ventana de aquel cuartucho de tejas y que él tanto detestaba.
Aun en su miseria y al estar rodeado de vecinos que veían una salida fácil a su situación mediante el consumo de drogas de todo tipo, él nunca había probado ninguna de ellas.
Las horas pasaban y por fin el cansancio, el hambre y muy probablemente el humo del enervante que se filtraba por la ventana lo vencieron e hicieron que durmiera apenas escasas tres horas antes de llevar a cabo su plan.
Cuando apenas asomaban los primeros rayos del sol, Joaquín abrió lentamente los ojos y de inmediato su pensamiento se centró en lo que estaba decidido a
realizar.
Se levantó de su camastro y decidido se dirigió al cuarto de baño, por cierto sin puerta, para lavarse la cara y tratar de rasurarse con una navaja vieja, casi sin filo.
Después, se encaminó a donde se encontraba un viejo ropero.
Al momento de abrirlo vio aquel traje de dos piezas, color gris Oxford, y de inmediato vinieron a su mente los recuerdos que durante más de ocho años había estado luchando por desterrar de su vida.
Sin poder evitarlo, los recuerdos de aquella trágica noche en donde perdieron la vida su padre, su madre y sus dos hermanos se clavaron en el corazón de Joaquín como puñales candentes llenos de dolor, de rabia, de interrogantes.
Recordó como si ese accidente hubiera ocurrido apenas unos minutos antes de abrir aquel ropero, y su mente evocó cómo fue que sucedió.
Rememoró cómo, al regresar de visitar a la abuela internada en el asilo Simón Bolívar, al circular la familia por la avenida Domingo Díaz, un conductor ebrio salió de la nada por la avenida Rafael Alemán e impactó a gran velocidad el pequeño Datsun que conducía Sergio, su padre.
Repasó también la conversación que se llevaba a cabo en esos instantes.
La familia planeaba un viaje anhelado durante años y que en pocos días se haría realidad, viajar a la comarca de San Blas, en el mar Caribe, a pasar unas vacaciones maravillosas.
Un fuerte puñetazo al ropero, con un coraje inusual de Joaquín, lo regresó al momento del accidente.
El compacto de la familia de Joaquín, debido al fuerte impacto, terminó volcado sobre su costado después de dar dos vueltas completas, dejando a los viajeros inconscientes.
Joaquín seguía recordando, con la mirada fija en aquel traje de gala (que su papá solía vestir al ir a su trabajo como corredor postal de la Oficina de Correos en la municipalidad de Panamá), cómo fue que despertó con vida en aquel hospital cuatro días después del accidente.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, preguntó a una de las enfermeras por su familia y el silencio de la respuesta ante la interrogante resultó fulminante.
Sus padres habían fallecido de manera inmediata en el lugar; su hermano más pequeño, Arturo, hacía unas pocas horas había seguido el mismo destino, y su hermana mayor, Melisa, se encontraba en un coma fatal, sin posibilidad de salvarse.
El accidente había sido de tal magnitud que los médicos aún no se podían explicar cómo fue que uno aunque fuera uno, hubiera salido con vida de aquel infernal instante.
Recordó también cómo la enfermera de turno, de manera inmediata, le preguntó:
—¿Sabes quién eres?, ¿sabes cómo te llamas?, ¿sabes lo que pasó?
Joaquín no atendió de inmediato a la solicitud de la enfermera, pues trataba de recordar en ese momento lo que había sucedido, ya que para él todo era un sueño, y pronto despertaría de esa pesadilla.
La enfermera, entonces, volvió a preguntar:
—¿Sabes quién eres?, ¿cómo te llamas?
—Joaquín, me llamo Joaquín Venegas —contestó.
—¿Cuántos años tienes, Joaquín?
—Once años.
—¿Sabes por qué estás aquí?, ¿sabes lo que está pasando, Joaquín?
—Mis papás… ¿dónde están mis papás?.. Arturo… ¿dónde está Arturo?.. Melisa… ¿dónde está Melisa?
—Todo está bien, Joaquín; todo está bien, te encuentras aquí bien cuidado, y estamos felices de que estés saliendo de la gravedad, tuvieron un accidente, en un rato más el doctor Domínguez vendrá a platicar contigo.
—¿Dónde están todos? —gritó Joaquín, entonces fuera de cordura, y la única respuesta que recibió fue un sedante que le aplicó la enfermera para ponerlo a dormir de inmediato durante varias horas.
La respuesta que recibió del doctor Domínguez pocas horas después fue un golpe muy duro que jamás olvidaría.
Sus pensamientos dejaron esa imagen mientras Joaquín secaba sus lágrimas que sin poder contenerse salían de manera silenciosa como queriendo mitigar aunque fuera un poco, aquel dolor que lo laceraba.
Vistió entonces lentamente el traje de su padre, tomó también el par de zapatos que su progenitor utilizaba (que por cierto, le quedaban apretados) anudó como pudo aquella corbata negra con el logotipo desgastado de la Oficina de Correos de la municipalidad.
Al terminar de vestirse, pensó en ir al camastro de su abuela a pedir su bendición pero se arrepintió por temor a las preguntas que la anciana le haría, por lo que decidió salir sin avisarle.
Tomó aquel sobre que había dejado horas antes y salió de la vivienda luego de quitar con facilidad una de las varillas de la ventana de su dormitorio.
Mientras bajaba por aquella pendiente llena de tierra y lodo, Joaquín observaba a su alrededor como queriendo no mirar, niños drogándose y madres buscando entre los montes de basura un alimento que poder llevar a sus hijos para alimentarlos esa mañana.
Joaquín pensaba que esa sería la última ocasión que bajaría de esa manera por aquella pendiente de miseria.
Después de caminar más de tres horas, pues no contaba ni siquiera con un par de balboas para tomar la ruta, llegó a su destino.
Al arribar, se sentó en una banca frente a la sucursal del Banco Nacional de Panamá y se quitó los zapatos, que para ese momento le habían ocasionado tremendas ampollas que con el más ligero contacto le causaban dolor.
Así estuvo por un poco más de dos horas, observando de manera incesante la entrada de la institución bancaria como queriendo convencerse de que tenía que hacerlo y que para eso se había preparado.
Se colocó de nueva cuenta los zapatos, trató de levantarse cuando vio que dos patrullas de la Policía Nacional daban vuelta a la calle para dirigirse hacia donde él se encontraba.
Al pasar los agentes, voltearon a verlo y detuvieron su marcha; él, de manera serena, les devolvió la mirada acompañada de una sonrisa y un saludo.
Los agentes siguieron su marcha.
Joaquín sudaba, pero estaba decidido, y de un solo movimiento se levantó de aquella banca y se dirigió entonces a la institución bancaria.
Llevaba entre sus ropas una nota que había escrito con un lápiz carcomido, momentos antes, en la banca de descanso.
Antes de entrar, respiró profundamente y evocó el recuerdo de su familia fallecida y el de su abuela.
Al ingresar se dirigió de manera inmediata y con total seguridad con el gerente de la sucursal financiera y tomó una silla para sentarse.
—Muy buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?, —preguntó el licenciado Méndez, gerente.
—Buenas tardes, señor Méndez, tengo un recado para usted —respondió Joaquín, mientras le extendía una hoja de papel tamaño carta, con un mensaje
escrito en ella.
Joaquín trataba de mostrarse sereno mientras veía cómo Méndez ponía atención a ese pedazo de papel.
―Méndez, sabemos quién eres, sabemos dónde está en este momento tu esposa y dónde están en este momento tus hijos.
―Tu hija Carmelita está en la Escuela Municipal, en el tercer grado, y tu hijo Sergio está en el sexto grado.
―Queremos que nos entregues, sin tratar de portarte valiente, todo el dinero de las cajas.
―Queremos sólo dólares americanos no queremos balboas, si haces alguna pendejada y no salgo en cinco minutos de aquí, tus hijos y tu esposa van a ser asesinados de manera inmediata.
―Tenemos ya gente esperando los cinco minutos de tu respuesta con los dólares, no cometas alguna pendejada, así que hazlo rápido y que nadie se entere‖ —
decía el texto.
En ese momento, Méndez, con la mirada perdida y con un sudor frío que empezaba a salir de su frente, recordó de manera inmediata aquel rostro que días antes había visto afuera de la Escuela Municipal donde sus hijos tomaban clases.
También recordó el rostro de Joaquín en el parque frente a su casa mientras paseaba a su mascota en compañía de su esposa.
Comprendió entonces que era muy en serio aquella amenaza.
El ejecutivo bancario volteó la mirada hacia Joaquín de manera nerviosa y decidido a hacer todo lo que le ordenaba en la misiva.
—¡Por favor, no le hagan daño a mi familia, haré todo lo que me pidan, pero por favor no le hagan ningún mal! —suplicó.
—¡Pues si no quieres que le pase nada, date prisa y no quieras sentirte valiente! —respondió Joaquín con seguridad.
Cuando Méndez se disponía a acatar la instrucción, se escuchó desde la entrada al banco a un sujeto con un arma en la mano, quien gritaba:
—¡Al suelo, cabrones!, ¡al suelo todos, hijos de la chingada, esto es un asalto!
En el extenso jardín, cubierto de lujosos toldos, dentro de la mansión de la familia Martínez de la Garza, en una zona habitacional exclusiva de San Nicolás de los Garza, Nuevo León, se escuchaban los acordes del mariachi que deleitaba a poco más de 500 invitados a la fiesta de cumpleaños número 62 de don Jesús Martínez de la Garza.
Empresario exitoso y propietario de la firma ―RentAirBus‖, empresa dedicada a la renta de transporte aéreo, la firma del ramo más importante del estado.
En el convivio se servían los más exquisitos platillos y aperitivos acompañados de las mejores marcas de vinos.
Entre los invitados se encontraban importantes miembros de la sociedad neoleonesa, artistas, políticos, miembros de las diferentes ramas teológicas y personajes de la más alta sociedad.
Don Jesús departía de mesa en mesa con todos los invitados y se le veía realmente feliz de estar celebrando su día.
Después de que terminó de tocar una pieza el mariachi As de Oros, el maestro de ceremonias dijo a través del equipo de sonido:
—¡Su atención por favor!, quiero pedir un muy fuerte aplauso para el festejado, y solicitarle a don Jesús, nos dirija a todos los presentes unas palabras.
La respuesta a la solicitud fue inmediata por parte de los invitados, quienes aplaudieron con gran fuerza la invitación del locutor.
Don Jesús, entonces, se dirigió de manera pulcra y seria al estrado, tomó el micrófono y con voz emocionada, comentó:
—¡Gracias, muchas gracias a todos por acompañarme en este día tan especial para mí!, y les informo que hoy dejo de cumplir años.
La risa de los asistentes ante el comentario fue inmediata, celebrando el
chascarrillo.
—Ya en serio —continuó—, quiero agradecer de manera especial a quien, como siempre me acompaña, a la persona más importante de mi vida y quien es mi cómplice en todas y cada una de mis aventuras, triunfos, fracasos, tristezas y alegrías, a mi amada esposa Eva. ¡Ven, por favor, cariño!
Eva, su esposa, se dirigió de inmediato a su lado, atendiendo la solicitud del festejado.
—También —prosiguió don Jesús—, quiero agradecer a mi hija Esther (la hija mayor, de 38 años), a mi yerno, el diputado Víctor Heras, y por supuesto a mis queridos y amados nietos Jesús (de 17 años) y Andrea, (de 16); ¡vengan conmigo, por favor! —pidió don Jesús, con una gran sonrisa ante los invitados que se encontraban atentos a sus palabras.
—¡Esta noche! —gritó don Jesús— como siempre, quiero alzar mi copa por mi hija la más pequeña y a quien tengo más de 14 años de no verla, ustedes, como sabrán, Mayra se encuentra en alguna parte de África, persiguiendo su sueño de ayudar a los demás y pues, aunque la extrañamos con todo nuestro corazón, hemos decidido respetar su decisión de aventurera y sé que algún día, ella estará acompañándome en mi próximo cumpleaños. Y espero sean muchos más —
continuó el festejado.
—Así que ¡alcemos nuestra copa y digamos: salud!
—¡Salud! —se escuchaba a la multitud responder.
La mirada que su esposa Eva le dirigió ante tal discurso fue igual a las que durante casi quince años le había enviado: una mirada de coraje, de rabia, de negación, de resignación.
—Oye, amor —comentó Víctor al oído de Esther, de manera burlona—, ¿de verdad creerá tu padre que todos los que estamos aquí le creemos una sola palabra de lo que dice? —ella lo miraba de manera seria y ante el comentario vio a su esposo con disgusto, separó en forma de desacuerdo por aquellas palabras su mano de la del diputado.
El maestro de ceremonias le tomó el micrófono a don Jesús y de manera efusiva invitó de nueva cuenta al grupo musical a que siguiera amenizando la velada mientras que los integrantes de la familia Martínez de la Garza bajaban del templete.
Doña Eva se encontraba departiendo con amigas invitadas cuando se le acercó Jacinta (la Nana, empleada doméstica de mayor confianza y quien tenía laborando más de 30 años con la familia y a quien consideraban un miembro más).
—Señora, la busca en el despacho el licenciado Ramírez, dice que le urge hablar con usted.
—Gracias, Jacinta, dile que enseguida voy.
Con permiso, se quedan en su casa, enseguida regreso —dijo Eva a las invitadas con quienes departía.
Nerviosa, Eva se dirigió al encuentro del personaje que la esperaba.
Abrió la puerta del despacho
—Buenas tardes, doña Eva, saludos; el licenciado Ramírez.
—Buenas tardes, licenciado.
Espero que su visita sea por fin a causa de alguna buena noticia, porque desde que le solicité sus servicios, solamente he recibido de usted pura ineficiencia.
Tiene usted cobrando sin resultados más de doce años y a veces pienso que me equivoqué al contratarlo —expresó Eva con enfado.
—Señora, sé cómo se siente, pero creo que es importante comentarle lo que tengo de información —respondió el licenciado Ramírez.
—Pues su trabajo como detective deja mucho que desear, señor Ramírez — contestó Eva.
En doce años —continuó diciendo Eva—, usted no ha sido capaz de dar con el paradero de mi hija, le facilitamos toda la información que teníamos, hemos gastado más de tres millones de pesos y sólo hemos recibido puras mentiras y supuestos, espero que la noticia que ha venido a comunicarme pueda al menos darme alguna esperanza de saber en dónde puede encontrarse mi hija.
No me explico por qué hemos perdido de tal manera su ubicación, si con el dinero y las joyas que le di a Jacinta para que le se las entregara a Mayra, podría haber vivido de manera tranquila por lo menos durante 20 años —afirmó Eva.
—Señora Eva —interrumpió Ramírez— hace unas horas he recibido información de que en la ciudad de Tuxtla ha sido asesinada una mujer con las características físicas y en concordancia con la edad de su hija.
Eva guardó silencio ante el comentario del detective, se dirigió a la cava del despacho, abrió una botella de coñac, y vertió una porción en una copa, que bebió de un solo trago.
El silencio de Eva se prolongó por poco más de dos minutos, para luego decir:
—Eso no puede ser, Ramírez, estoy segura de que usted sólo quiere terminar con esto y viene a decirme que una muerta puede ser mi hija que por tantos años ha estado buscando —le espetó Eva.
¿Qué tiene que estar haciendo mi hija en Tuxtla Gutiérrez?
Si Mayra no nos ha buscado ni ha regresado a casa es porque su orgullo la tiene dominada, estoy segura de que ella está en una situación muy diferente a lo que tan estúpidamente comenta —expresó.
—Señora, sé que puede ser sólo una hipótesis y que quizá no se trate de su hija, pero es importante cerciorarme de manera física de que efectivamente no se trata de Mayra, mas creo que es necesario corroborarlo, así que esta misma noche vuelo hacia Tuxtla —sentenció Ramírez.
—Estoy segura de que sólo perderá, como siempre, su tiempo, señor Ramírez, pero está bien, haga lo que usted crea correcto y espero que en cuanto sepa de su error me lo informe de manera inmediata.
—Así lo haré, señora, con permiso.
—Y quiero decirle, señor Ramírez, que estoy pensando muy seriamente en prescindir de sus servicios, ya que no ha dado resultados que siquiera puedan brindarme una pequeña esperanza de encontrar a mi hija, así que más le vale pueda darme resultados en muy poco tiempo, buenas noches —concluyó Eva, y señaló la puerta a Ramírez, al invitarlo a salir del despacho y de su casa.
Eva, después de unos minutos en el despacho, se dirigió de nueva cuenta al jardín para incorporarse al festejo de su esposo, pero la idea de que esa mujer pudiera realmente ser su hija, le absorbía totalmente y en su mente empezó a aceptar que dicha posibilidad pudiera ser real.
En el camino se encontró con Esther:
—Madre, ¿qué te pasa?, ¿te sientes bien? Te ves muy mal, ¿qué pasa?
—Nada hija, es que creo que tantos invitados y el recuerdo de Mayra hicieron que se me subiera un poco la presión, pero ya pasará, por favor, dile a tu padre que necesito hablar con él, que lo espero en nuestra habitación.
—Sí, mamá, pero, ¿qué pasa?
—Nada, no pasa nada, solo quiero ponerme de acuerdo con tu padre para preguntarle a qué hora estaría bien servir la cena a los invitados, anda Esther por favor, dile que no tarde.
Esther se dirigió entonces al encuentro de su padre, quien se encontraba departiendo con el presidente municipal de San Nicolás de los Garza.
—Padre, me ha pedido mi mamá que te pregunte si por favor puedes alcanzarla en su habitación, dice que quiere preguntarte algunas cosas de la reunión, pero, la verdad, no creo que se trate de eso, la vi muy alterada, creo que es mejor que vayas de inmediato.
—Muy bien hija, enseguida voy con ella, respondió don Jesús con una sonrisa cordial, mientras le pedía a su interlocutor disculparle un momento.
Al llegar a su recámara ya lo esperaba su esposa con un rostro de angustia y desesperación.
—¿Qué pasa, Eva? Me dijo Esther que querías hablar conmigo.
¿Ocurre algo? —preguntó don Jesús, mientras deshacía el nudo de su corbata y desabrochaba uno de los botones de su camisa.
—Jesús, estuvo aquí hace unos minutos el detective Ramírez.
Ante el comentario de su esposa, don Jesús se dirigió a una pequeña cantina dentro de su recámara y se sirvió un poco de coñac.
Lo bebió de un solo trago, para después preguntar:
—¿A qué vino? ¿Te dijo algo de Mayra o solamente te pidió más dinero para seguir alimentando tu esperanza de encontrar a tu hija?, inquirió Jesús con un dejo de enfado.
¿Por qué sigues con esto, mujer?
¿Por qué sigues empeñándote en lastimarte más?
¡Si Mayra quisiera aceptar su culpa y pedir perdón por su falta, ya lo hubiera hecho, ella sabe muy bien dónde vivimos, Eva!
La hemos buscado por muchos años pero parece que se la ha comido la tierra.
—¿Perdón de qué, Jesús?, respondió Eva con coraje y enfrentándolo.
¡Nuestra hija puede estar muerta, Jesús!... ¡muerta! ¿Entiendes eso?
Eso es lo que vino a decirme Ramírez, Jesús, que Mayra puede haber sido asesinada en Chiapas.
—¡Por favor, mujer! ¿Y qué diablos tiene que estar haciendo Mayra en Chiapas?, respondió Jesús.
Ella está bien Eva, te lo aseguro, continuó Jesús, mientras volvía a servirse otro trago de coñac.
Eva tomó la copa de coñac de Jesús, se la arrebató de las manos, y la arrojó con coraje al piso.
—¡Y todavía dices que ella tiene que venir a pedirnos perdón?
¿Perdón de qué, Jesús?, volvió a preguntarle.
¿Quieres que venga Mayra a pedirnos perdón porque la sentenciamos a una vida de dolor y de incertidumbre? Nosotros somos quienes tenemos la obligación y el compromiso ante Dios de velar por nuestros hijos, y la desterramos por nuestra cobardía.
¿De qué quieres que venga a pedirnos perdón, Jesús?
—¿Qué querías, mujer? ¿Que aceptáramos su error y que todos nuestros amigos nos señalaran?
Ella fue la que nos ofendió, ofendió a nuestra familia, ofendió nuestra moral — expresó Jesús a Eva con una seguridad total en su palabra.
—¿Moral? ¿Cuál moral, Jesús? ¿La tuya? ¿La mía? — contestó Eva.
¿De cuál moral me hablas, Jesús? ¿De tu moral?, ¿Quieres que te enumere por orden alfabético o por día y semana los nombres de las putas con las que te acostaste durante todos estos años? ¿Quieres que te enumere también, Jesús, todos los negocios que hiciste al transportar drogas en tus aviones y cobrar miles de dólares a narcotraficantes? ¿Eso para ti es moral? —lo recriminó Eva.
—¡No vuelvas a decir esas estupideces, Eva! —respondió don Jesús, en tanto la sujetaba del cuello con coraje.
Eva le tomó la mano a Jesús y la retiró de su cuello con enojo.
—Es tu culpa, Jesús, por ser tan insensible y tan estúpidamente orgulloso, y la mía también, lo sé, al ser tan cobarde por no enfrentarte, por tener miedo a perder todo lo que me hacía sentir segura y respetada ante los demás, por seguir con tu juego de poder y de avaricia ante todo, incluso ante lo más importante.
Ahora no me interesa nada de eso, no me interesa nada de ti ni de tu vida de lujos Jesús, lo único que me interesa es saber dónde está mi hija y también saber si es que vive, quién está con ella y si tenemos un nieto o nieta a quien no conocemos y que quizá necesite de nosotros.
—¡Calla, mujer, no sabes lo que dices!
—¿Sabes tú acaso si está padeciendo hambre, frío, sabes tú si murió, si está viva la niña o el niño que llevaba en su vientre?
—¡Calla Mujer!, afirmaba Jesús, enfadado.
¡Cállate!, tú sabes que lo único que quería es que ella entendiera que su falta tenía que ser castigada —seguía diciendo don Jesús con una mirada casi olvidada
de brillo.
—Que Dios nos perdone, Jesús, ojalá algún día Él nos perdone el mal que le hemos hecho, —culminó Eva, mientras le pedía a Jesús salir de la habitación.
Minutos antes de concluir aquel evento de cumpleaños, cansado, don Jesús se dirigía a descansar cuando Eva, quien ya dormía, recibió una llamada del detective Ramírez.
—Sí, diga —contestó, somnolienta.
—Doña Eva, buenos días, disculpe que la moleste a esta hora, pero tengo que informarle algo importante.
—Dígame, detective.
—Señora, lo siento, es necesario que venga inmediatamente a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas a reconocer un cuerpo; todo parece indicar que se trata, desgraciadamente de su hija, —sentenció Ramírez
Por primera vez en los últimos quince años, a Eva la recorrió un escalofrió letal, inerte, un dolor interminable sacudía todo su cuerpo.Era algo extraño, diferente, sabía inconscientemente que por fin su búsqueda habría terminado.La mirada de MayraMario seguía sosteniendo igualmente el arma asesina que la mirada con la misma frialdad y decisión mientras observaba la agonía de Mayra, su madre, quien sin poder hablar preguntaba, o más bien intentaba entender y poder siquiera preguntar: —¿por qué? Sentía Mayra que la vida se escapaba cada segundo que pasaba, vinieron entonces a ella, como rayos fulminantes, los recuerdos y casi de inmediato toda su precoz vida estaba frente a la muerte inminente, que estaba por llegar a modo de ironía de manos de quien ella había traído a la vida.Entre las imágenes de sus recuerdos, vio desfilar en forma vertiginosa su infancia feliz al lado de su
Joaquín se alejó del lugar por el mismo camino por donde había llegado, pero ahora con un caminar muy lento, la herida en la pierna seguía sangrando de manera copiosa, por lo que a cada paso que daba se debilitaba aún más; además, el dolor le impedía caminar de manera normal pues tenía que arrastrar la pierna.Sabía que tenía que hacer algo si no quería quedar tendido desangrado en medio de su huida.Se detuvo un minuto en una licorería, abrió la maleta, de la que sacó algunos dólares y pagó por una botella de ron, un paquete de papel sanitario, dos cajas de analgésicos y tres encendedores. Dejó dos billetes verdes sin fijarse en el precio.Lo único que quería era alejarse lo más pronto posible de aquel lugar.—¿Se siente bien, señor? —preguntó la dependienta al ver la sangre que salía de la herida de Joaquín.¿Señor, qué le ha pasado?, ¿quiere que llame a una ambulancia?No, gracias, fue solamente un accidente. –Respondió Joaquín mientras que de
La llegada al anfiteatroEl detective Ramírez ya esperaba en el hangar de la empresa de la familia Martínez de la Garza a la señora Eva, quien con paso apresurado bajó por las escalinatas de la aeronave, seguida por Esther.—Señora, debemos dirigirnos al Servicio Médico Forense —Semefo— de la ciudad, ya están esperándola a usted tanto el Ministerio Público como agentes de la Policía Ministerial para llevar a cabo todos los trámites pertinentes en caso deque…—¿En caso de qué, licenciado Ramírez?Bueno, en caso de que efectivamente se trate de Mayra, señora —dijo mientras aceleraba el paso para abrir la portezuela trasera del vehículo que los conduciría al destino con la verdad.Ya en el automóvil, Eva expresó:—Una pregunta, Ramírez.—&iqu
Regreso a MonterreyTal como lo había prometido el agente ministerial Durán, el cuerpo de Mayra fue entregado al detective Ramírez, al igual que la custodia debidamente oficializada de parte de las autoridades correspondientes de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. A una hora temprana, Durán había recibido la cantidad que uno y otro habían acordado.En el hangar donde se encontraba el avión que llevaría de regreso los restos de Mayra, ya estaban esperando Eva y Esther a que el detective Ramírez llegara con el ataúd y con Mario.Después de varias horas de espera, finalmente Eva vio cómo llegó una carroza fúnebre y de ella bajaron la caja mortuoria; observó asimismo que por las escaleras que dan al patio de maniobras, descendía el detective Ramírez, acompañado del nieto de ella.—Señora, buenas tardes —saludó Ramírez.—Buenas tardes, detective, ¿por qué tardó tanto?—Señora, tuve que entregar la cantidad pactada con el
Lucía era una joven de 21 años de edad, compañera de Mario en la Facultad de Derecho en la Universidad Autónoma de Nuevo León.Ella había nacido en la ciudad de Apodaca, Nuevo León, y había quedado huérfana de madre desde su nacimiento.Nadia, su madre, había muerto por complicaciones durante el parto, y Lucía, inconscientemente, se sentía responsable de su muerte.Su padre la había dejado desde ese entonces a cargo de Martha, su nana, pues el trabajo de él no le permitía cuidar de ella por el día.Unos años después él había vuelto a contraer nupcias y últimamente se encontraba viviendo junto a su nueva pareja, en los Estados Unidos de América.Lucía, junto con su nana, se trasladó a vivir a la ciudad de Monterrey para ingresar a la Facultad. Ellas vivían en
—No lo sé, solo vi que eran tres contra uno y sentí coraje de que fueran tan aprovechados. —¿Es decir que lo hubieras hecho con cualquiera y no solamente por ser tu primo? —Por supuesto que lo hubiera hecho por cualquiera, no lo pensé, solo sentí ese impulso y actué de manera irracional, espero que no vuelva a sucederme; por cierto, te ofrezco una disculpa. —¿Una disculpa a mí, ¿por qué? —Por haberte arruinado la noche. —Para ser honesta, ya me tenían aburridas Reyna y Rocío y pues a ti no se te veía tan contento, así que no te preocupes, no me perdí de nada, absolutamente de nada bueno. —De cualquier manera, te ofrezco disculpas —respondió Mario mientras le tomaba la mejilla derecha. —¿Y qué piensas hacer —preguntó Lucía. —¿Hacer de qué? —Pues de lo que te ofreció tu primo, el diputado. —Pues nada, no pienso hacer nada, espero no volver a verlo, eso es lo que espero. —¡Pero si serás bruto Mario! —¿Por qué! &nbs
Había llegado la hora.Mario arribó acompañado de el Panemas a la casa de Jesús. Ya estaban en ella seis de los principales líderes de la organización política y la mayoría de los alcaldes de diferentes municipios del estado en señal de apoyo a Jesús.Jesús recibió en el lobby a Mario y a el Panemas.Entraron al privado de Jesús, este sirvió tres copas de vino, ofreció una a Mario, la segunda a el Panemas, y él conservó la tercera para sí.—¡Se llegó el tiempo, Mario!, ¿qué noticias me tienes de tus amigos?—Voy a verme en una hora con quien me va a entregar el recurso.En cuanto me lo pidas, tendremos un millón de dólares para tu campaña, tú nos dices cómo lo repartimos o a quién se lo entrego.—Mario, tenemos que ser muy cuidadosos con el tema, pues van a estar fiscalizando todos los gastos, así que tenemos que saber manejar muy bien la contabilidad para no rebasar los topes de campaña.—El licenci
Pues entonces hazlo, Mario, haz que la lleven presa si ese es tu trabajo y tu gran honestidad y moral no te permiten liberarla —manifestó Lucía mientras abría la puerta del despacho para dirigirse a su habitación. Mario intentó detenerla y fue en ese preciso momento cuando sonó su celular. Era el Panemas, y Mario estaba esperando esa llamada.El Panemas le informó que estaba todo listo para el golpe que estaban preparando asestarle al cártel del Centro.En punto de las tres de la tarde del día siguiente se realizaría el operativo de la Secretaria de Seguridad Pública del Estado con al menos 200 efectivos de la corporación.Mario salió segundos después de terminar la llamada con el Panemas y dio la orden a agentes policíacos de que llevaran a los separos de la procuraduría a Martha, la supuesta ladrona de las joyas de Lucía.Sin saberlo, Mario había caído redondito en la trampa de su esposa, la señora del gobernador.El enfren