XVI
Una semana de cautiverio después, nos encontrábamos en algún lugar en las borrascosas cumbres del Himalaya tibetano, ya demasiado lejos de la civilización como para seguir avanzando sin el riesgo de agotar las provisiones para el regreso, así que Lamarche estaba comenzando a mostrar una severa frustración.
—¿Podrías al menos justificar un poco tu patética existencia, Lovecraft? –me espetó aferrándome de las solapas y lanzándome al suelo sobre un montículo de nieve al pie de una cueva. —¿Podrías ser de alguna utilidad? Debo advertirte que a menos que encontremos Shambhala, ahorraré provisiones para el regreso dejando tu cuerpo incrustado en alguna estalactita y...
—¿Qué es esto...? –dije al sentir algo duro entre la nieve en que caí. Metí la mano entre la misma y percib&iacu
XVIII Lamarche y sus secuaces llegaron hasta un enorme templo, de una antigüedad por mucho antediluviana, situado en lo profundo del corazón de Shambhala. Hu los acompañaba junto a tres soldados chinos que aun le eran leales, pero caminaba con dificultad cubriéndose una herida estomacal. Al adentrarse en el salón principal del enorme y ominoso templo, contemplaron una larga hilera de gigantescas figuras humanas que custodiaban el lugar. Se trataba de enormes hombres y mujeres de hasta cinco y seis metros de altura, con las demás medidas proporcionales. —¿Qué son éstas estatuas tan grandes? –preguntó Cobra. —No son estatuas –corrigió Lamarche— son momias. —¿Cómo? –preguntó Douglas. —Son momias de gigantes antediluvianos. Todas las culturas recuerdan la existencia de los gigantes y como éstos fueron destruidos por fuerzas divinas en tiempos previos al diluvio. La mitología nórdica habla claramente de ellos, así como
En este árido desierto de acero y piedra yo alzo mi voz para ser escuchada. Hacia el este y el oeste asiento con mi cabeza al norte y el sur hago la señal proclamando: ¡Muerte al débil, Riqueza al fuerte! Me desligo de todo convencionalismo que no apunte a mi prosperidad y felicidad terrena. Las mentiras populares han sido los más potentes enemigos de la libertad personal. Hay una sola manera de tratar con ellas. Cortarlas, desde la raíz y rama. Aniquilarlas o harán lo propio con nosotros. La Biblia Satánica, el Libro de Satán.INorte de México, hace 15 años.Bajo el ardiente sol y el árido aire del desierto mexicano, Samael Valerio caminaba junto a un aguerrido equipo especial de agentes policiales de la Secció
IVTras la desaparición de Lía Isabel comenzaron extensas pesquisas policiales así como de la seguridad privada. Drej, como la detective encargada del caso a nivel de Interpol, comenzó a interrogar a algunos de los conocidos de la celebridad.Viajó a Estados Unidos, la tierra natal de Lía Isabel aunque ella era de origen latino, y entrevistó a la familia de la cantante (su tercer esposo, un actor de Hollywood y sus dos hijos, un huérfano africano adoptado y una niña que era su hija biológica), así como a su representante y su asistente, entre otros. Al no obtener nada nuevo, decidió entrevistar a un antiguo amigo de la cantante, el productor discográfico, Marvin Livingston.—Lía siempre ha sido una persona polémica –dijo Marvin— comenzó su carrera hace cerca de 20 años y desde joven fue muy hermosa. A pesar de
VIDrej despertó siendo torturada por Ana Chang en una extraña bodega abandonada y en medio de las tinieblas de la noche. Drej fue despojada de su chaqueta negra característica, por lo que quedó vestida sólo con su camiseta blanca sin mangas y su pantalón de cuero. Estaba encadenada en el mismo cepo metálico y extraño en que estaba la joven víctima de Chang en el Olympus y le habían colocado la misma mordaza.Drej sentía un tremendo dolor en sus músculos, especialmente en la espalda y las piernas invadidas de calambres. Seguramente llevaba varias horas en esa posición dolorosa y humillante. Adicionalmente, Chang había comenzado a flagelarle la espalda, aunque no con un látigo sino con un azote para caballos.—Te preguntabas que me pedía Damon que hiciera –dijo Chang. –Pues le encantaba que yo torturara a sus ví
VIIIDesperté de mi sueño, aunque nuevamente fue sin sobresalto. La oscuridad era rota por pequeños ases de luz que penetraban por los ventanales de la habitación. A mi lado, durmiendo sobre una colchoneta en el suelo, se encontraba Drej.Sentí una maligna presencia en la habitación y un frío escalofriante. Intenté despertar a Drej pero algo me impedía articular palabra. Es entonces que las cobijas se remueven de encima mío por manos invisibles e intento moverme pero tengo el cuerpo paralizado.Traté de mover mis manos pero éstas fueron súbitamente colocadas contra el colchón por dedos frígidos como el hielo que aferraron mis antebrazos. Incapaz como estaba de contemplar ningún atacante y aún sin poder articular palabra, pude sentir la respiración helada y fétida sobre mi rostro que susurraba lascivamente:
XMe encontraba en labor de parto en el Hospital General en México. Mi enorme vientre me estorbaba la vista al encontrarme acostada boca arriba con los médicos atendiéndome.—¿Dónde está el padre? –me preguntó uno de los doctores.—Es un demonio –dije— es un demonio...Una de las enfermeros dispersó un alarido desesperado que me alertó. Cuando fui capaz de comprender la causa de su pánico, mi espalda se heló de la impresión. De mi útero emergió un tentáculo leproso y pulsátil que aferró el cuello de uno de los médicos. Rápidamente, decenas de tentáculos repugnantes similares emergieron de mi vagina desangrándome dolorosamente en lo que se trataba de un parto demoniaco.—¡NO! –grité desoladora al salir de la pesadilla.
Cuando la Tierra era joven, muchos eones antes de que los humanos existieran, el planeta entero era gobernado por malévolos dioses sin piedad alguna. Entidades poderosísimas de una crueldad incontenible y un sadismo insaciable, como Belial, el demonio que gobernó con su trono sobre un Lago de Fuego donde sumergía las almas de los que le desagradaran, y que regía sobre 13.000 legiones de demonios. Ó como Molloch, malévola deidad del desierto sentada sobre un trono de huesos encima de una montaña de cadáveres, cual isla en un mar de sangre. Ó como Pazuzu, espíritu del aire, cuya mayor satisfacción era la dispersión de las peores pestes. Todos estos, y muchos más demonios de naturalezas execrables y tan espantosas que es mejor no recordar siquiera, atormentaron sobre las especies primitivas que habitaban tales tiempos. Los hombres reptiles de Valusia, los enanos
III Kirskuk, Federación Rusa (poblado rural en la frontera ruso—ucraniana). Dos meses después. Don Samael y yo arribamos a la escena en un automóvil negro de tipo Volga una noche de cuarto creciente. La nieve caía copiosamente y el inclemente frío adormecía la piel y acalambraba los huesos. El auto llegó a las inmediaciones de un desolado centro militar ruso, abandonado hacía años, donde el ejército y la policía rusos observaban un cuerpo desenterrado en medio de la nieve y la helada tierra. Los soldados dejaron penetrar nuestro vehículo cuando don Samael les enseñó su insignia de la INTERPOL. Una vez dentro del improvisado campamento, se nos acercó un viejo y curtido general. —Bienvenido, detective Valerio –dijo en ruso, lengua que tanto Samael como yo hablábamos. –Gracias por venir. ¿Quién es su acompañante? —Mi asesora –explicó don Samael– la doctora Katherine