LA BRUJA EN EL ESPEJO Y OTROS RELATOS
LA BRUJA EN EL ESPEJO Y OTROS RELATOS
Por: Demian Faust
El cazador

La muerte de mi compañero de la universidad fue la gota que derramó el vaso. Cientos de personas mueren o desaparecen misteriosamente cada año, como en cualquier país del mundo. Eso no tiene nada de extraño. Pero yo sabía que la responsable de la muerte de mi compañero y amigo de la U, Keneth, era una criatura demoniaca.

 Investigué el asunto con devota minuciosidad, visité a brujos, a viejos sacerdotes católicos que parecían extraídos de tiempos remotos, teólogos, catedráticos de la Universidad de Costa Rica, científicos, y demás. Todo apuntaba a que la criatura era un tipo de demonio súcubo, es decir, un demonio femenino que mataba a sus víctimas por medio del sexo. Mi propio padre desapareció aquella noche de 1 de abril de 1975 sin dejar rastro, a pesar de que toda mi familia sabía que era un hombre responsable que amaba a su esposa e hijos y que nunca nos abandonaría. Mi tío abuelo desaparece a finales de la década de los ’50 después de una noche de borrachera un 31 de diciembre. En general, los casos de hombres desaparecidos o muertos en circunstancias enigmáticas abundan y no me cabe duda que la misma aberración monstruosa está detrás. Así que decidí poner fin al demonio que flagela a la tierra desde hace más de cien años.

 Pero seguía siendo infructífero. Visité a mi hermana gemela Ana Luisa. Acababa de despedir al novio y se preparaba para ver una película en cable. Mi hermana era una mujer muy hermosa, y era idéntica a mí en cuanto a rasgos. No así en el interior, pues ella a diferencia de mí, nunca se ha interesado por la espiritualidad o el mundo paranormal.

 Vivía en un apartamento alquilado, una zona alejada donde las viviendas estaban rodeadas por monte y bosque.

 —¿Sigues buscando a ese monstruo inexistente, hermanito? —me preguntó Ana Luisa. —No será una excusa tuya para ligarte viejas en los bares?

 —Sé que no crees en lo paranormal, Ana Luisa, pero estoy seguro que pronto encontraré a la criatura que dio muerte a nuestro padre y le pondré fin a la maldición.

 —Estas loco. ¿Qué traes allí? —dijo señalando el cuchillo que recién acababa de adquirir.

 —Es un cuchillo tibetano, tallado a mano, consagrado en las aguas de tres ríos; el Río Ganges, que se considera un río sagrado para hindúes y budistas, el Río Jordán, sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, y la Fuente Zum-Zum, en Lalik, Irak, sagrada para los yezidis, una antigua religión practicada por kurdos que rinde culto a todos los ángeles.

 —Suena interesante. ¿Para qué la quieres?

 —Para asesinar a un demonio... Vine hoy, hermana, para decirte que... bueno... Siento que estoy cerca de por fin confrontar al demonio que mató a nuestro padre. Si no me vuelves a ver es porque he muerto en manos de ese monstruo. Quiero que sepas que te amo.

 A pesar de lo incrédula que era, mi hermana vio en mis ojos que hablaba en serio, y nos abrazamos con mucho cariño esa noche...

 Mis investigaciones esotéricas apuntaban a que este tipo de demonios se sentirían atraídos por vibraciones bajas, lujuriosas y alcohólicas. Así que durante, un proceso de meditación, hice lo posible por llenar mi mente de pensamientos pesados, lascivos y viciosos.

 El plan funcionó. Una noche de sábado me encontré en la barra de un famoso bar a una mujer de hermosura extrema. Vestía un ajustado traje de minifalda y escotada blusa, de color rojo. Tenía unas muy bellas piernas, figura esbelta y voluptuosa, un rostro estilizado, perfectamente simétrico, con ojos azules y una pequeña boca de labios carnosos muy hermosa. Sus dientes eran blancos y perfectos, y su lacio cabello rubio, largo hasta la espalda, sostenido por una cola de caballo.

 Me acerqué a hablarle a la mujer. Se mantuvo con una mirada distante y examinadora, como si midiera algo en mí. Su sonrisa surgió de forma maliciosa, y pronto comenzó a hablarme y hacerme conversación de forma amistosa.

 Embriagado por la belleza de la mujer, poco a poco comencé a caer en su encanto. Un sentimiento incontenible de deseo se generó dentro de mí y turbó mi mente. Deseaba tanto poseer a esta mujer, que no podía controlar mis acciones. Estaba atado, esclavizado por un extraño hechizo de seducción. Pronto hacía todo lo que la mujer me pedía.

 La mujer —cuyo nombre no recuerdo— me llevó hasta un cuarto de hotel cercano. Dentro de la habitación nos besamos con pasión. La mujer se quitó su ropa y se colocó sobre la cama. Poseído como estaba por la pasión, le hice el amor toda la noche.

 En la madrugada, dormía plácidamente abrazado de ella, ambos desnudos. Es entonces cuando siento que mi compañera de cama se sube encima de mí. Supuse que quería más sexo... sin embargo, mi mente narcotizada por un extraño hechizo comenzó a liberarse de su atadura metafísica gracias a los muchos años de meditación y disciplina oriental que me han permitido manejar mejor mis facultades mentales y espirituales.

 —¿Por qué matas a las personas? —le pregunté.

 —¿Qué dices? —dijo con una mirada turbia y maligna en sus ojos mientras su hermoso cuerpo era pobremente iluminado por la luz lunar que penetraba en la habitación.

 —Se quien sos... o mejor dicho... que sos. Vos mataste a mi padre y a mi amigo Keneth... ¿no?

 —Querido, he matado tantos hombres que no esperarás que los recuerde sólo porque son parientes de algún ocultista que se cree Fox Mulder.

 —¿Por qué matas personas? ¿Qué haces con sus almas?

 —Mato hombres, exclusivamente. Porque los odio con todo mi corazón por lo que me hicieron. Por ser desgraciados seres lascivos como perros que sólo piensan en sexo y en explotar a las mujeres. Los odio tanto. Pero descuida, las almas de tu padre y amigo, si en verdad los maté yo, las conservo. Todas las almas de mis víctimas están aquí —dijo señalando su estómago— en mi vientre. —Luego emitió un aterradora carcajada.

 En el vientre de la mujer comenzó a gestarse una visión espantosa. Rostros humanos resurgían de entre la piel, atrapados a lo interno del cuerpo como brotando de una prisión de carne y piel. Sus rostros mostraban muecas de dolor y sufrimiento eternos. Incluso una que otra mano intentaba liberarse de la horrible prisión en que estaban sumergidos. De entre los rostros observé el rostro de mi propio padre sollozando escalofriantemente.

 —¡Maldita perra! ¡Quítate de encima, monstruo asqueroso!

 La criatura se rió.

 —Osea... ahora soy un monstruo asqueroso. Pero no te parecía ni monstruosa ni asquerosa cuando servía para tu placer sexual hace algunas horas, ¿verdad? Ahora... prepárate a morir...

 Sobre mí, la criatura modificó su rostro hasta convertirse en un espantajo repugnante. Sus cabellos rubios se volvieron greñas blancas y enredadas cual tentáculos. Su rostro se alargó como un hocico equino, repleto de dientes largos y filosos, putrefactos y babosos. Una saliva amarillenta y un hedor podrido surgieron de su hocico. Sus ojos se volvieron como los ojos negros de un caballo. Finalmente, la monstruosidad que tenía encima, era el absoluto opuesto en todo sentido a la hermosura de mujer con que yací esa noche.

 Intenté liberarme de manera frenética de esa... cosa horripilante. Pero me aferró por el cuello intentando estrangularme al tiempo que dispersaba unos chillidos equinos repulsivos de su hocico hediondo. Aproximó sus dientes espantosos con la intención de arrancarme un pedazo de carne de la cara.

 Mientras hacía lo posible, en un esfuerzo desesperado, por liberarme del ataque de la Segua, trataba de aferrar el cuchillo consagrado que estaba en mi pantalón, abajo en el suelo. Justo cuando el repulsivo hocico de la Segua comenzaba a morderme la mejilla derecha y ha desgarrarme la carne del rostro, en medio de un insoportable dolor logré agarrar la filosa arma y la hundí en su cuello sin provocarle el menor dolor o reacción. Seguí intentando en el brazo, en el costado, en la espalda... ¡Nada!

 Entonces, como iluminado por el cielo, supe en donde debía hundir el cuchillo...

 En su vientre.

 Funcionó. La Segua, cuyo hocico chorreaba mi sangre y masticaba el pedazo de carne que me arrancó de la cara, gritó de dolor y comenzó a convulsionarse espasmódicamente. Una luz gris brillante salió del vientre mientras luces blancas pequeñas —las almas liberadas, supuse— salían del interior de la monstruosa criatura. Empujé a la Segua lejos de mí y la lancé contra la pared.

 Exudando dolor, la Segua me dirigió sus últimas palabras;

 —Has ganado, maldito hombre. Pero no soy la única Segua... como otros demonios puedo contagiar mi maldición por medio del mordisco. Pero sólo en mujeres. Habemos muchas seguas en toda Costa Rica. Yo... soy segua... desde 1968... Nos veremos... en el infierno...

 Lentamente se fue convirtiendo en una esquelética masa de piel seca, en medio de espantosos chillidos. Hasta que sólo quedó un cuero viejo de caballo.

 Había logrado librar al mundo de un demonio espantoso y me sentía muy feliz conmigo mismo. Llamé a mi hermana de inmediato, pero no me respondió al celular.

 Mientras me vestía observé en el espejo que tenía un mordisco en el brazo izquierdo. Una marca de pasión que me dejó la Segua cuando hicimos el amor la noche anterior.

 A la mañana siguiente, ese domingo, visité la casa de mi hermana. Me abrió la puerta con un pésimo semblante. Nos quedamos charlando en la sala, cerca de la puerta que estaba abierta.

 —Estoy de goma. Ayer tuve un fiestón...

 —¿Y tu novio?

 —Se enojó conmigo anoche. Después de que se fue hice algo loquísimo. Algo que nunca en mi vida había hecho —dijo entre risas.

 —¿Qué?

 —Me besé a una chica. A otra mujer. No se por qué, si nunca he sido así. Pero estaba muy bonita, era una macha de ojos azules con una larga cola en el pelo. Pero que vieja más salvaje, mira el mordisco que me dejó en el cuello...

 Ana Luisa me mostró la marca dejada en el lado derecho de su cuello por varios dientes. Idéntica a la que tenía en mi brazo izquierdo.

 Sabía que tenía que matar a Ana Luisa... pero era mi propia hermana... no podía...

 Me armé de valor y comencé a prepararme para insertar el cuchillo consagrado en el vientre de mi hermana... ella, como adivinando mis pensamientos dijo;

 —Hombres... todos son iguales...

 De inmediato sus ojos se volvieron totalmente negros, como los ojos de un caballo. Se carcajeó de forma estridente y escalofriante, y salió corriendo por la puerta, fuera de la casa hacia la zona montañosa que rodea su apartamento.

 Cuando la perdí de vista comencé a escuchar el sonido de un caballo cabalgando y me di cuenta de que había perdido a mi hermana para siempre.

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