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Los miembros del culto me seguían empuñando antorchas y astiles con el estandarte de la estrella de mar, por los caminos flanqueados de nieve y entremezclados con las raíces negras y deformes que brotaban del suelo, y que hacían de mi caminata una odisea agónica con cada paso. Los grandes pinos, escasamente iluminados por la luz de la luna, exhibían los colores más muertos y tristes que hubiese apreciado jamás, y la oscuridad parecía vomitar las más espeluznantes y horrendas visiones. Animales pavorosos se atravesaban a mi paso, pero no me infundían temor alguno, a mí solo me importaba avanzar hacia el mar para rendir en él, mi última batalla. Finalmente, el Océano Pacífico se abría majestuoso ante mis ojos y un altísimo risco me indicaba el fin del camino.

Como si se tratara de un festín, los desquiciados encendieron una hoguera y

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