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Llevo dos semanas en este lugar, aunque bien puedo estar equivocado. Desde que llegué, o, mejor dicho, desde que me trajeron, no he tenido contacto con el mundo. Ni siquiera me han permitido acercarme al televisor que solo transmite una y otra vez esa vieja comedia donde el hermano ebrio triunfa, el bien portado fracasa, y en medio de ellos hay un niño que aprende lo peor de ambos.

No me espanta Carlos ni su habilidad para imitarme. Tampoco me importa Regina ni sus guisos horripilantes. Ni el flaco mudo ni la niña de voz dulce que a menudo nos castiga con su ausencia. Lo que me pone la piel de gallina, es esta extraña sensación de confort.

—¿Cuándo me dejarán saber qué hago aquí?

—Pronto —responde Regina, porque es ella siempre la que habla—. ¿Cuándo fue la &u

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