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CAPÍTULO 29. Los amo, mis osos...

Bells tenía los ojos cerrados. Su mente vagaba en la niebla de los sedantes, pero a medida que estos se disipaban, comenzaba a escucharlos. Kiryan lloraba y Stefano estaba desesperado.

Abrió los ojos despacio y enseguida los tuvo pegados a sus costados.

—¿Estás bien? —susurró Kiryan, con su mano sobre su frente.

Ella asintió lentamente, aunque no era del todo cierto. Su garganta estaba seca y tenía la sensación de que no podría hablar ni aunque quisiera. Aun así intentó hacerlo.

—¿Qué tan malo... qué tan malo fue? —susurró.

—Vas a estar bien, nena —respondió Stefano por los dos—, no te preocupes por nada.

Kiryan le dio un vaso de agua y ella bebió un sorbo, antes de intentar incorporarse. Era como si sus músculos se hubieran debilitado durante el tiempo en que los sedantes le habían hecho efecto.

Finalmente logró despabilarse un poco más y le pidió a Kiryan que le quitara los sueros a los que seguía conectada todavía.

—Por favor, vamos a casa, no quiero estar aquí —murmuró.

—Bells, te
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