—Cariño… —murmuró Verónica con un tono suave y calculado. Elegir bien sus palabras siempre había sido su fortaleza, y esta vez no era la excepción. Quería tranquilizarlo, o al menos, ganar algo de tiempo. —No te angusties por esa noticia. Si ella no aparece…Marcelo la interrumpió bruscamente, como si no pudiera contener la rabia que llevaba en su interior.—Si Elena no aparece, los que estaremos perdidos seremos nosotros —dijo con una voz cargada de enojo más que de tristeza, como si las palabras fueran un látigo que golpeaba el aire. —¿De verdad no comprendes la gravedad del problema? Si ella no aparece, lo perderemos todo, Verónica. Ese maldito infeliz nos dejará en la calle.Ella negó con incredulidad.—No, querido. Ese monstruo no puede hacer eso. Se supone que tú conseguiste el testamento. Lo tienes, ¿verdad?—Así es, pero ¿de qué nos va a servir ahora? Ese documento era útil antes, no en este momento.—Claro que nos sirve —intentó darle esperanza, aunque no estaba al tanto de t
El hombre, con las manos temblorosas y la mirada cargada de temor, observaba a Giovanni con nerviosismo. Había llegado con la mala noticia de que el prisionero que retenían contra su voluntad había muerto. —¡¿Cómo demonios se murió antes de tiempo?! —rugió Giovanni, furioso, golpeando con el puño cerrado la superficie del escritorio. Su mandíbula estaba rígida, y sus ojos ardían con una mezcla de rabia y frustración.Otro de sus hombres, con el rostro serio y un aire de preocupación, se atrevió a intervenir: —Al parecer, su pulmón quedó demasiado dañado. Por eso no resistió —explicó, su voz cargada de precaución al ver la creciente ira de su jefe—. Después de que se desmayó, no volvió a despertar. Intentamos despertarlo, pero no lo conseguimos.Las palabras golpearon a Giovanni como un jarro de agua fría. Cerró los ojos un momento, pasándose una mano por el cabello en un gesto desesperado, mientras su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo iba a obtener el nombre de la persona que h
El reloj en la pared del salón principal marcaba las diez de la mañana cuando el resonar del timbre de la puerta principal interrumpió el silencioso ajetreo en la mansión Romagnoli. Bellini caminó hacia la entrada con su porte habitual de impecable y solemne. Al abrir, se encontró con un hombre de porte sobrio y mirada penetrante.—Buenos días, soy el detective Lorenzo Bruni. Estoy aquí para hablar con el señor Giovanni Romagnoli —dijo el hombre de modo formal.Bellini lo miró con una expresión seria, su rostro permanecía inmutable salvo por un ligero parpadeo que delataba su sorpresa. Frente a él estaba un hombre de complexión robusta, vestido con un abrigo oscuro y una mirada que transmitía una mezcla de autoridad y cansancio. La mención de que era un detective encendió una alarma en su interior. ¿Qué hacía un detective en la mansión Romagnoli?—¿Puedo saber para qué busca al señor? —preguntó, cauteloso pero directo. Observaba cada gesto del hombre, evaluando si debía confiar en él
Lorenzo sostuvo su mirada con firmeza, manteniendo una postura profesional frente a la creciente hostilidad de Giovanni.—No estoy insinuando nada, señor Romagnoli. Lo que estoy diciendo es que, en estos casos, iniciamos investigando a las personas más cercanas a la víctima para obtener más información y entender el entorno que la rodeaba. Es un procedimiento estándar. Nunca acusamos a nadie sin pruebas contundentes; simplemente hacemos las preguntas necesarias.Giovanni lo observó con el ceño profundamente fruncido, su mandíbula apretada con fuerza mientras asimilaba aquellas palabras. Aunque no quería admitirlo, lo que el detective decía tenía sentido. Sin embargo, lejos de tranquilizarlo, ese razonamiento solo intensificaba su enojo y alimentaba la sensación de impotencia que lo invadía, como si una sombra amenazante comenzara a cernirse sobre él.—Usted no me hizo ninguna pregunta a mí; sonaba más como una acusación directa —respondió Giovanni, aferrándose a las palabras anteriore
Habían pasado semanas desde la desaparición de Elena y no había avances, ni pistas, ni señales que dieran alguna esperanza. La policía, aunque seguía con la investigación, parecía estar perdiendo el interés. Los informes llegaban cada vez con menos frecuencia y siempre con las mismas palabras vacías: "Seguimos buscando, señor Romagnoli".Giovanni estaba a casi de volverse loco. Ni siquiera sus hombres, a quienes había enviado en todas direcciones con instrucciones claras de no dejar piedra sin levantar, habían encontrado nada. El silencio absoluto sobre el paradero de su esposa lo estaba consumiendo. Esa incertidumbre lo carcomía, mezclándose con la ira y la frustración. No dormía casi nada, pasaba más noche en vela. Apenas comía y su humor era una espiral descendente que afectaba a todos a su alrededor.En medio de este caos, comenzaron a surgir rumores. Al principio, eran apenas murmullos, susurros en círculos sociales menores, pero pronto alcanzaron un volumen ensordecedor. La g
El escondite estaba en un paraje remoto, alejado de cualquier señal de civilización. Una cabaña antigua, con paredes de madera descolorida y ventanas que dejaban entrar el frío nocturno, servía como prisión improvisada para Elena. Sentada cerca de una ventana que apenas dejaba filtrar la luz del atardecer, Elena permanecía inmóvil, abrazando sus rodillas mientras el cansancio físico y mental la consumía. Su mirada, perdida, reflejaba el torbellino de pensamientos que la atormentaban.Marco entró al pequeño comedor llevando una bandeja con comida. La colocó en la mesa con un ruido seco, como si no pudiera disimular su impaciencia.—Deberías comer algo, Elena —dijo con tono persuasivo, cruzando los brazos mientras la observaba—. Te estás debilitando, y no quiero que enfermes.La verdad es que lo único que a él le importaba era no perder su posición importante que le ayudaba para su venganza, si Elena moría o le pasaba algo, no iba a poder seguir con su cruel plan. Elena apenas alzó la
El silencio en el pequeño escondite era abrumador, solo interrumpido por el tic-tac del reloj colgado en la pared descascarada. Marco caminaba de un lado a otro, con el ceño fruncido y las manos entrelazadas detrás de la espalda. Frente a él, Elena yacía en el sofá, inmóvil. Su rostro pálido y la evidente debilidad en su cuerpo habían sido suficientes para alarmarlo, aunque no por razones de genuina preocupación. Marco no podía permitirse que su plan se desmoronara por la fragilidad de ella.Cuando uno de sus hombres llegó con el médico, Marco lo recibió con una mezcla de urgencia y frustración.—Revísala rápido —ordenó con tono cortante, cruzándose de brazos mientras el médico sacaba su maletín y comenzaba a examinar a Elena con detenimiento.El médico trabajó en silencio, midiendo el pulso de Elena, verificando su respiración y observando con detenimiento las ojeras marcadas bajo sus ojos cerrados. Finalmente, se enderezó y volvió la mirada hacia Marco.—No es nada grave. —El hombr
Giovanni, llevaba dos días más sin poder descansar, pasaba más tiempo en su despacho que en ningún otro sitio, viendo su móvil y esperando a que este vibrara con alguna noticia de Elena.Sin embargo, ni la policía ni sus hombres habían encontrado nada, hasta él había salido a buscarla varias veces, aunque actualmente se la pasaba más metido en su oficina. Cada pista que había conseguido y seguido terminaba en un callejón sin salida, y la ausencia de Elena se sentía como un puñal constante en su pecho. Antes de todo este caos, había sido un hombre acostumbrado a controlar cada aspecto de su vida, pero esta situación lo tenía al borde de la desesperación.El timbre de su teléfono rompió el silencio de la habitación. Miró la pantalla y vio el número privado. Su corazón dio un vuelco. "¿Será ese bastardo? Espero que finalmente se haya atrevido a dejar su cobardía y me esté llamando". Sin pensarlo dos veces, contestó.—¿Quién habla? —preguntó con calma, aunque su tono traicionaba su ansi