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Los ojos de Roma se abrieron lentamente, como si el mundo entero hubiera dejado de girar en ese instante. Su mirada, cargada de incredulidad y dolor, se clavó en Giancarlo. El aire en la habitación parecía espeso, pesado, como si cada respiración fuera un esfuerzo. Con una voz quebrada, casi un susurro, pero llena de desesperación, suplicó:—Por favor, Giancarlo, no te cases con esa... esa mujer. Mírame, ¿acaso no ves lo que siento por ti? ¿Acaso no me deseas?Giancarlo, con el rostro tenso y los músculos de su mandíbula marcados por la furia, tomó una toalla con un movimiento brusco. Su respiración era agitada, y sus ojos, oscuros como la noche, reflejaban una ira contenida que amenazaba con estallar en cualquier momento.—¡No! —rugió, su voz retumbando como un trueno en la habitación—. No deseo a una mujer que se rebaja de esta manera, que se ofrece como si no valiera nada. ¡Eres repugnante, Carla! Y no solo eso, eres la hermana de mi exesposa. ¿Qué clase de juego estás jugando? ¡Est
Cuando Alonzo recibió la información sobre el cementerio, una furia irracional lo invadió. Golpeó el escritorio de su despacho con tal fuerza que los papeles y una taza de café cayeron al suelo. Su rostro estaba desencajado, y su respiración, pesada.—¿Quién demonios es tu amante, Roma? —murmuró entre dientes, su voz cargada de veneno mientras apretaba los puños—. Debe ser alguien muy poderoso para haber comprado ese cementerio. ¡Eres una mujerzuela! Pero pagarás caro por esto… —sentenció, dejando que el odio llenara cada palabra.Alzó el teléfono y, sin dudar, ordenó: —Quiero que los restos de todos los Wang sean trasladados a otro cementerio. ¡No quiero que nadie de mi familia comparta la tierra con el hijo ilegítimo de esa mujer!Mientras hablaba, la puerta de su despacho se abrió de golpe. Era Eugenia, su madre, quien entró con una expresión de absoluta desesperación.—¡Alonzo! ¿Es cierto lo que escuché? ¿Por qué vas a retirar a nuestra familia del Cementerio Imperial? ¡Tu padre e
Días despuésGiancarlo ajustó los puños de su camisa mientras caminaba por los pasillos de la empresa Wang.Sus pasos eran firmes, resonando como un martillo en el mármol.Cuando Alonzo Wang entró en la sala de juntas, lo hizo con una sonrisa en la cara, pero había tensión detrás de sus ojos.—Señor Savelli, un placer tenerlo aquí —dijo Alonzo, con un tono que trataba de ocultar el recelo.Giancarlo no respondió de inmediato.Lo observó con un desprecio que no se molestó en disimular.«Qué mediocridad, Alonzo», pensó Giancarlo mientras tomaba asiento en la cabecera de la mesa, usurpando sin esfuerzo el lugar del anfitrión.«Dejaste escapar un diamante. Y ahora, Roma será la encargada de hundirte. El universo, al fin, te pone en tu sitio».—Comencemos, caballeros —dijo, rompiendo el incómodo silencio.Mientras hablaba, todos los ojos estaban sobre él. Giancarlo, con su imponente presencia y voz controlada, emanaba poder.—Como saben, Wang Enterprise enfrenta una época de crisis. Hasta a
Días después.Roma despertó jadeando, sus pulmones buscando aire como si acabara de escapar de una pesadilla viviente.Su corazón latía desbocado, sus manos temblaban mientras las llevaba a su rostro húmedo.Había soñado con él otra vez: Benjamín.En su sueño, todo era perfecto. Su risa la envolvía, su mirada cálida la llenaba de esperanza… pero, como siempre, él se desvanecía, deslizándose fuera de su alcance, como arena que se escapa entre los dedos. No importaba cuánto lo intentara, no podía retenerlo.Se sentó en la cama, abrazando sus rodillas mientras el sol apenas comenzaba a teñir de naranja el horizonte.Las lágrimas corrían por sus mejillas, silenciosas, como un eco de todo lo que había perdido.El frío de la habitación la envolvió, haciendo que se estremeciera.Agradecía que Giancarlo no compartiera aún su habitación, pero ese pensamiento también la inquietaba.¿Cuánto tiempo más tendría esa libertad? ¿Cambiarían las cosas después de que se casaran? La idea la alteraba un po
Kristal descendió del escalón con una rabia apenas contenida, sus ojos llameaban mientras avanzaba hacia Roma, quien permanecía erguida, serena, y con una sonrisa casi burlona en los labios.Alonzo, incapaz de controlar su ira, apretó los puños y cruzó la distancia entre ellos en dos pasos, agarrándola del brazo con brusquedad.—¡¿Cómo te atreves a aparecer aquí?! —su voz era una mezcla de furia y desprecio—. ¡Eres una descarada! Lárgate ahora mismo antes de que haga que te echen a la fuerza. Si te queda algo de vergüenza, sal por tu propio pie.Roma se zafó con firmeza, sacudiéndose el brazo como si su tacto la hubiera manchado.Su sonrisa no se apagó, al contrario, se ensanchó con una peligrosa calma.—Tranquilo, señor Wang. No he venido a causar problemas. Estoy aquí para felicitar a los novios y, por supuesto, a hacerles un regalo —su voz tenía una dulzura cargada de veneno.Con un gesto, dos hombres ingresaron al salón llevando consigo un estuche negro de terciopelo.La gente en l
—¡Señor Savelli, este es un dilema familiar, no intervenga, se lo ruego! —exclamó Alonzo, su voz temblando de furia contenida.Giancarlo avanzó con una calma que parecía burlarse de la tensión en el aire.Sus pasos resonaban como un desafío.—¿Familiar? —respondió con un tono gélido—. ¿Y qué tiene de familiar humillar a una mujer delante de una multitud? Si la señora Valenti afirma tener pruebas, ¿por qué no darles el beneficio de la duda? Una simple prueba de ADN podría dar paz… no solo a ella, sino también al alma de un niño inocente.El rostro de Eugenia, la madre de Alonzo se contrajo en una máscara de ira.—¡Ese niño era un bastardo! —gritó, su voz cortando el aire como una cuchilla.Giancarlo se giró hacia ella, su mirada tan penetrante que parecía perforarla.—Señora, me pregunto… si alguien dijera lo mismo de su hijo, ¿cómo defendería su honor? ¿Cómo probaría su verdad? ¿O acaso teme lo que esa verdad podría revelar?La sala quedó en un silencio asfixiante.Eugenia abrió los oj
«Años atrásGiancarlo estaba en aquel bar, sentado junto a un socio con una copa de whisky en la mano. La conversación había terminado, y el hombre frente a él sonreía satisfecho.—Bien, señor Savelli, ha sido un placer cerrar este trato con usted. Espero que esta sea la primera de muchas colaboraciones.Giancarlo asintió con una sonrisa mínima. Cuando el hombre se marchó, tomó un último sorbo, sintiendo el ardor familiar en su garganta. Miró el reloj. Era tarde. Debería regresar a casa.Fue en ese momento que los vio. Dos hombres caminaban por el pasillo, arrastrando a una mujer. Roma Wang. Aunque apenas la conocía, su rostro era inconfundible. Había algo en su postura desmadejada, en la manera en que su cabeza colgaba, que lo detuvo.«No es mi problema», pensó Giancarlo, apretando los dientes. Pero por mucho que intentó ignorarlo, algo en su interior no lo dejó. Una furia helada comenzó a treparle por el pecho. Nadie tiene derecho a hacerle eso a una mujer, y menos frente a mí.
Al día siguiente.Roma caminaba lentamente entre las lápidas, su respiración pesada y sus ojos hinchados de tanto llorar.El aire frío del cementerio parecía atravesarle el alma, pero nada era comparable al dolor que sentía en ese momento.Frente a ella, un grupo de hombres preparaba todo para exhumar los restos de su hijo, Benjamín.Ver aquellas herramientas y cómo removían la tierra sobre la tumba que había visitado tantas veces era como arrancarle el corazón con las manos.«Lo siento, Benjamín… perdóname, hijo mío», pensó con un nudo en la garganta mientras las lágrimas rodaban por su rostro.Su pecho se contrajo, casi como si no pudiera respirar del dolor.«Pero mamá tiene que demostrar la verdad. Alonzo tiene que enfrentar sus errores. ¡Perdóname por esto! Tú no pediste venir al mundo, y mucho menos que te diera un padre como él. Fui yo… yo, quien eligió mal. Le di mi amor de un hombre que nunca debí amar».Su cuerpo temblaba, y por un momento pensó que no sería capaz de manteners