—¡Déjame! —gritó Fernanda, la voz quebrada, mientras su cuerpo se tambaleaba, luchando por encontrar estabilidad.
La habitación giraba a su alrededor, una danza borrosa de luces y sombras que la hacía sentir perdida en un laberinto sin salida.
El alcohol en su sistema la dejaba vulnerable, una sensación de estar flotando, de no tener control.
Y él, Matías, ahí a su lado, tan cercano, tan imponente, solo intensificaba esa fragilidad que sentía. El peso de su cercanía, la oprimía, la ahogaba.
De repente, cayeron sobre la cama, su respiración entrecortada como si su pecho intentara escapar de algo que la ahogaba más allá de lo físico.
Los brazos de Matías, firmes y decididos, la sujetaron con una fuerza inquebrantable.
Intentó empujarlo, pero la torpeza de sus movimientos solo la hacía sentir más indefensa.
Él no cedió, como si supiera que sus luchas no tenían ninguna fuerza real contra él.
Sus miradas se encontraron en medio de aquella batalla de voluntades, dos fuerzas opuestas que choc