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Laura fue llevada por la policía, su rostro pálido reflejaba el miedo de haber caído en sus propias mentiras.El peso de lo que había hecho comenzaba a hundirla, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.Mientras la arrastraban por los pasillos de la comisaría, las puertas de la familia Savelli se cerraban tras ellos, sellando un destino irreversible.Mateo y Beth se acercaron rápidamente a Giancarlo y Roma, sus ojos llenos de pánico y preocupación.—Papá, mamá… ¡Debemos ir al hospital! Matías se puso mal, ¡es grave! —dijo Mateo, con la voz entrecortada, como si cada palabra le costara salir.Roma sintió un estremecimiento, recorrer su cuerpo, un terror incontrolable se apoderó de ella. El corazón de la madre latía de manera violenta, como si quisiera salir disparado de su pecho.—¡Giancarlo, mi hijo! —gritó Roma, casi perdiendo el aliento.Giancarlo, con los ojos tan oscuros como la desesperación misma, la contuvo con firmeza. Su mano, tan sólida y protectora, la sostuvo.—Nuestr
Giancarlo llegó a la comisaría con una determinación helada.Las pruebas estaban en sus manos, y aunque su rostro permanecía impasible, su interior hervía con una furia contenida.La mujer que había causado tanto daño a su familia debía pagar, y él no descansaría hasta que lo hiciera.Su único pensamiento era verla allí, frente a él, para que entendiera el precio de sus acciones.Cuando lo dejaron entrar a la sala de visitas, el aire estaba cargado de tensión.La puerta se cerró detrás de él con un estrépito seco que pareció resonar en el fondo de su alma.Su mirada era fija, como si todo lo que importara fuera esa mujer, la responsable de que su hijo estuviera al borde de la muerte.Mientras tanto, Laura, sentada en su celda, comenzaba a pensar que, tal vez, pronto podría salir.Creía que las circunstancias cambiarían a su favor. Pero la puerta de su celda se abrió con una brusquedad que la sacó de su ensueño.—Tienes una visita —dijo el guardia sin más explicaciones.El corazón de La
Días después.Beth y Matías estaban en el consultorio del doctor, esperando los últimos resultados. La atmósfera estaba cargada de ansiedad. El tic-tac del reloj en la pared parecía ralentizarse, como si cada segundo se alargara a propósito para atormentarla.El doctor hojeó los papeles con un gesto serio antes de levantar la mirada.—Todo está en orden. Nos vemos el lunes a las seis de la mañana, Beth. A las diez en punto inicia la operación.Beth asintió con un nudo en la garganta. Apretó las manos sobre su regazo, sintiendo cómo el miedo le oprimía el pecho. ¿Sería este el final? ¿O solo un nuevo comienzo?Mateo tomó su mano con firmeza, transmitiéndole un calor reconfortante. Ella lo miró, buscando en sus ojos una certeza que nadie podía darle.Salieron del hospital en silencio. El sol de la tarde pintaba el cielo de tonos dorados, pero Beth solo podía pensar en la oscuridad que la acechaba.Subió al auto y fijó la vista en el paisaje. Su reflejo en la ventana le devolvió la imagen
Al día siguiente, volvieron a la ciudad.El viaje de regreso fue silencioso, con un aire de melancolía que flotaba sobre ellos como una tormenta a punto de estallar.Beth miraba por la ventanilla, pero su mente estaba en otra parte. El peso de la verdad recién descubierta y el miedo a la cirugía que la esperaba al día siguiente le hacían sentir como si estuviera caminando en la cuerda floja entre la vida y la muerte.Cuando llegaron a la mansión Savelli, Beth intentó calmarse, pero su pecho latía con fuerza.Se dirigió al salón para tomar aire, pero un presentimiento oscuro la invadió cuando vio a un hombre esperándola. Su piel se erizó. Lo reconoció de inmediato.Su padre.Se detuvo en seco, sus ojos clavándose en los de él, esperando una razón para estar allí.—¿Qué quieres? —preguntó con voz firme, aunque por dentro temblaba.El hombre dio un paso adelante y tomó sus manos con una suavidad que resultó inquietante.—¿De verdad estás muriendo? —preguntó con un tono difícil de descifra
Victoria llamó a sus padres, su corazón palpitaba en su pecho mientras el teléfono sonaba.—¿Ya ha comenzado la operación? —La voz de su madre, Roma, resonó al otro lado de la línea. La preocupación en sus palabras era palpable, como una sombra que se cernía sobre el alma de Victoria.—Sí, hija, pero debes venir para apoyar a tu hermano —continuó Roma, con un tono que reflejaba la gravedad de la situación.Victoria apretó los dientes, tratando de calmarse. Respiró hondo, sabiendo que debía ser fuerte.—Ya estoy en camino, madre —respondió, pero en su interior sabía que mentía, que la angustia la estaba ahogando.Dejó el teléfono en su bolsillo y, en un impulso, su mirada buscó entre la multitud de la cafetería. Estaba en la universidad, entre pasillos y rostros ajenos, pero su mente no podía centrarse en nada más que en una sola persona: Humberto.Lo necesitaba cerca, como siempre. Su corazón le decía que debía llevarlo consigo, que debía estar con su hermana en este momento tan crític
Mateo no podía más.Estaba completamente desesperado, como si todo su mundo se estuviera desmoronando a su alrededor. Caminaba de un lado a otro en la sala del hospital, sin poder quedarse quieto ni un segundo. El sudor frío recorría su frente, y su corazón latía de manera errática, a punto de explotar. Cada vez que pensaba en Beth, sentía que la angustia lo ahogaba más. El miedo lo consumía por completo.En su mente solo rondaba una pregunta: ¿Cómo estaba ella?Cada segundo que pasaba sin respuestas lo volvía más loco. El ruido en sus oídos se intensificaba, y aunque sus pensamientos trataban de calmarse, la ansiedad se apoderaba de él con cada respiración.Fue entonces cuando el doctor apareció, con su expresión grave y serena, como si estuviera tratando de disimular la tormenta de malas noticias que se venía.—¿Cómo está, Beth? —preguntó Mateo, con la voz quebrada, su garganta cerrada por la presión de la angustia. Necesitaba escuchar algo, cualquier cosa que aliviara su dolor.El d
—¿De qué estás hablando, papá? —preguntó Humberto, entrecerrando los ojos con desconfianza.Su padre esbozó una sonrisa fría, llena de codicia.—Humberto, tendremos mucho dinero —sentenció con voz grave—. Solo debemos amenazar a los Savelli. Voy a traer un abogado y exigirles una fortuna por no desconectar a Beth.Humberto frunció el ceño, procesando las palabras con lentitud.—¿Desconectarla?—Esa idiota de tu hermana está en coma, Humberto. Es una carga inútil para nosotros... pero si fingimos que vamos a desconectarla, los Savelli estarán dispuestos a pagar lo que sea. Nos van a rogar. Y cuando tengamos ese dinero, podremos vivir la vida que siempre hemos querido.Por un segundo, el silencio se apoderó de la habitación. Entonces, Humberto rompió en carcajadas.—¡Mira nada más! Mi hermana por fin sirve de algo —dijo con una sonrisa maliciosa—. Papá, ¡vamos a hacerlo!Sin más, ambos salieron con prisa, ansiosos por encontrar un abogado que los ayudara a ejecutar su plan.***Siete día
Giancarlo y Mateo salieron de la oficina con la sangre hirviendo en las venas. Mateo apretaba los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en la piel. Su mandíbula temblaba de pura rabia.—¡Los odio! —bramó, con la voz rota por la impotencia—. Si pudiera matarlos con mis propias manos, lo haría sin dudarlo, padre.Giancarlo le puso una mano en el hombro, firme, intentando contenerlo.—Tranquilo, hijo. La venganza es un plato que se sirve frío. Confía en mí, ese dinero nunca lo disfrutarán.El señor Ramos los alcanzó con una sonrisa petulante en el rostro. No se molestó en disimular su avaricia.—Mañana, el dinero —exigió con voz soberbia—. Lo quiero en efectivo. Lo entregarán aquí mismo en el hospital.Giancarlo clavó sus ojos oscuros en él con un desprecio que habría hecho temblar a cualquiera. Sin embargo, el otro hombre solo se relamió los labios con ansia.—Lo tendrás —dijo con un tono gélido—, pero a cambio, firmarás un documento en el que cedes el cuidado de Beth y de m