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—¡Fui un maldito idiota…! —Alonzo murmuró con la voz rota, temblorosa, como si su mundo entero se estuviera desmoronando—. ¡Fui engañado, Roma! Esa mujer me mintió, nos tendió una cruel trampa.Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas, y en su mirada desesperada se reflejaba un dolor que ni siquiera él podía comprender del todo.Pero Roma no sintió compasión. No está vez.El silencio se extendió entre ellos como un abismo imposible de cruzar.Un silencio pesado, hiriente, más filoso que cualquier navaja.Roma lo miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas, con la rabia sofocándole la garganta.—No, Alonzo… —su voz fue un susurro envenenado—. No te atrevas a decir que eres inocente. Tú elegiste creer en Kristal.El hombre dio un paso hacia ella, con las manos extendidas, suplicantes.—Roma, yo…—¡No te atrevas! —lo interrumpió ella, dando un paso atrás como si él fuera un veneno mortal—. Elegiste rechazar a tu propio hijo. Cuando Benjamín estaba enfermo, cuando más te nece
Roma sintió cómo el impacto de su golpe en la entrepierna de Alonzo lo hacía desplomarse de rodillas, jadeando de dolor.La expresión de su rostro se contrajo en una mueca de agonía, mientras un gemido ahogado escapaba de sus labios.Ella se puso de pie rápidamente, con la respiración entrecortada, su pecho subiendo y bajando por la adrenalina.Su mirada era fiera, determinada, cargada de un odio que ardía con la intensidad de una llama incontrolable.—¡Alonzo, nunca te voy a perdonar! —le escupió con desprecio—. ¡Te odio! Y si alguna vez te amé, eso ha muerto para siempre. Tengo a mi único amor, pronto me casaré y esta historia entre nosotros ha terminado. ¡Acéptalo de una vez y vive con tu miseria! Y escúchame bien… —se inclinó ligeramente hacia él, con la voz convertida en un susurro venenoso—. No te atrevas a cruzarte en mi camino otra vez… porque si lo haces, juro que te destruiré.Giró sobre sus talones y salió corriendo, dejando a Alonzo retorciéndose en el suelo, su grito de de
Alonzo Wang sentía que el mundo se le venía abajo.No importó cuántas recorrió, a cuántas personas preguntó, ni cuántas veces gritó su nombre en la noche.Roma simplemente había desaparecido.Se había esfumado de su vida como un fantasma, como si su existencia junto a él nunca hubiera sido más que un sueño efímero.Regresó a casa casi al amanecer, con el rostro desencajado por la frustración y el dolor.Pero al cruzar la puerta, su cansancio se evaporó de inmediato.Allí, sentada en el sofá del salón, estaba su madre, Eugenia.Al verla, algo dentro de él se quebró aún más.Eugenia se levantó de un salto, aliviada de ver a su hijo sano y salvo, pero en cuanto notó la expresión en su rostro, su corazón dio un vuelco.Sus ojos estaban inyectados en sangre, llenos de una furia desconocida, y su respiración era errática, como si estuviera al borde de perder el control.—¡Alonzo! —exclamó ella, corriendo hacia él.Pero él no le prestó atención.Una ola de rabia lo sacudió desde las entrañas,
—¡Alonzo, detente! —gritó Eugenia desesperada, abalanzándose sobre su hijo—. ¡Está embarazada! ¡Matarás al bebé, matarás a tu propio hijo!Las palabras de su madre cayeron sobre él como un balde de agua helada.La furia que lo cegaba se disipó por un instante, y sus manos se abrieron, soltando el cuello de Kristal.Ella se desplomó en la cama, jadeando, llevándose ambas manos a la garganta mientras tosía violentamente.Alonzo dio un paso atrás, respirando agitadamente. Su corazón latía con una furia incontrolable, su pecho subía y bajaba como el de un animal salvaje a punto de atacar de nuevo.Kristal, al recuperar un poco el aire, comenzó a sollozar, sus lágrimas resbalaban por su rostro con una mezcla de rabia y desesperación.—¡Soy inocente, Alonzo! —gimió con voz entrecortada—. Yo jamás te haría daño, ¡todo esto es una trampa!La expresión del hombre se endureció.Una carcajada seca y carente de alegría salió de su garganta.—¡Cállate! —rugió con una intensidad que hizo que incluso
Alonzo condujo sin rumbo.No veía los semáforos, no distinguía los autos a su alrededor, no escuchaba nada más que el estruendo en su mente.Su corazón latía con violencia, su respiración se agitaba y sus manos, crispadas sobre el volante, temblaban de rabia y dolor.De pronto, la desesperación lo ahogó. Golpeó el volante con furia. Una vez. Dos. Tres.—¡Maldita sea! —gritó, su voz quebrada por una tormenta de emociones contenidas.El eco de su furia se perdió en el interior del auto. Inspiró hondo, tratando de calmar el temblor en su pecho, pero era inútil.Nada lo calmaría. Nada podría aliviar el peso que lo estaba aplastando.Entonces, giró el volante y aceleró. Sabía a dónde tenía que ir.***Cuando llegó al cementerio, la sensación de vacío en su pecho se intensificó.Se sintió aún más pequeño, aún más miserable.Bajó del auto con pasos vacilantes. Su cuerpo era un cascarón vacío, pero su alma… su alma gritaba en agonía.Se acercó a la entrada y le tendió unos billetes al celador.
Al día siguiente.Roma despertó con el cuerpo de Giancarlo rodeándola.Su respiración era pausada, tranquila, como si en sueños también la protegiera.Por instinto, su mano se deslizó hasta su rostro, delineando con la yema de los dedos la piel cálida del hombre que amaba.Él era un hombre cruel, despiadado con el mundo, pero con ella... con ella era diferente.En sus brazos se sentía protegida, amada, como si por fin hubiera encontrado ese amor que tanto soñó.Por primera vez en su vida, no tenía miedo.Giancarlo abrió los ojos, sus pupilas marrones y penetrantes se clavaron en ella con intensidad.Una sonrisa ladeada curvó sus labios antes de atraerla contra su pecho.—¿Te gusto? —preguntó con picardía.Roma rio con suavidad, disfrutando de la calidez de su abrazo.—No.Giancarlo arqueó una ceja, sorprendido.—¿No?—No —repitió ella con un tono juguetón.Giancarlo resopló, indignado, y se incorporó sobre un codo para mirarla fijamente.—Ah, pero anoche no se notaba que no te gusto...
Roma sentía una rabia tan profunda que sus venas parecían arder con cada latido de su corazón.El dolor de la traición la consumía, pero la furia, la furia era lo único que la mantenía en pie.No podía soportar la presencia de ese hombre, el hombre al que alguna vez amo, y luego la envió al más terrible infierno junto a su hijo.—¡Qué venga seguridad! —su voz era un rugido lleno de desdén.Entró en la oficina, y ahí estaba él, Alonzo Wang.Se levantó, pero Roma no pudo evitar mirarlo con una mezcla de incredulidad y asco.Él parecía una sombra de lo que alguna vez fue: deshecho, sucio, como si la vida lo hubiera escupido y recién ahora estuviera tratando de recobrar lo que pudo haber sido. Su traje arrugado, sus cabellos desordenados, y húmedos como si hubiese estado bajo la lluvia.Lo que más la confundía era que no podía dejar de mirarlo.¿Cómo había llegado a este punto?¿Cómo ese hombre que una vez fue su mundo ahora se veía como una sombra de su propio fracaso?—¿Qué? ¿Vienes del
Roma llegó a casa después de un largo día, su mente todavía a mil por hora, pero al cruzar la puerta, encontró a Giancarlo esperándola.No fue necesario hablar para saber que algo no estaba bien. Ella le contó todo.Sus ojos, normalmente llenos de vida, ahora reflejaban una severidad inesperada.—¿Estás molesto? —preguntó Roma, su voz suave, pero con una pizca de preocupación.Giancarlo negó con la cabeza, pero el gesto no pudo ocultar la angustia que se cernía sobre él.—Tengo miedo de perderte, Roma —confesó, su tono grave, cargado de una vulnerabilidad rara en él.Roma, lo miraré—Giancarlo Savelli —dijo, su voz firme, pero con una dulzura que solo él podía despertar en ella—, en esta vida jamás volveré a amar a Alonzo Wang. No solo por el daño que le hizo a mi hijo ni por lo que me hizo a mí en el pasado, sino porque ahora... mi corazón es solo tuyo.Giancarlo sonrió con una mezcla de alivio y deseo. Sin previo aviso, la levantó en brazos, cruzando el umbral de la intimidad con un