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—¡No, no! ¡Ariana, no!El grito de Sergio rompió el aire como un disparo.Fue un lamento primitivo, desgarrado, que heló la sangre de todos los presentes.Los oficiales, rígidos y tensos, intercambiaron miradas rápidas. Uno de ellos dio un paso al frente, incómodo.—¿Su esposa…?—¡Mi esposa iba en el auto de Lorna! —rugió Sergio con los ojos desorbitados. La desesperación le temblaba en cada músculo, la respiración desbocada, animal—. ¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde está Ariana?!El agente bajó la mirada, evitando su furia.—El auto fue arrastrado por la corriente, señor. Todavía no localizamos los cuerpos. El acceso al río es peligroso...Sergio ya no escuchaba. El silencio interno que lo envolvió era más ensordecedor que cualquier explicación.Una punzada de negación le atravesó el pecho.«No.Ariana no. No puede haberse ido»—¡Iré yo mismo! ¡Déjenme verla, déjenme…! —gritó, empujando al policía más cercano.Sus ojos estaban inyectados de rabia y miedo, como si su voz pudiera desafiar al mism
Ariana abrió los ojos de golpe.Todo era un torbellino de sensaciones.El techo blanco del hospital oscilaba sobre ella como si flotara en un mar embravecido.La luz la cegaba, y un zumbido vibraba en su cabeza como si alguien golpeara una campana dentro de su cráneo.El dolor era absoluto. Su cuerpo entero dolía como si hubiese sido arrojado a través del parabrisas de un coche en llamas. Intentó mover una mano, pero solo logró emitir un gemido gutural que le arrancó lágrimas involuntarias.Una figura se acercó.Una enfermera. Su rostro era sereno, aunque sus ojos revelaban un leve asombro. En sus manos, una jeringa lista.—Tranquila —murmuró con voz suave—. Le pondré algo para el dolor.Ariana sintió la punzada en la piel mientras el líquido entraba por la vía. Al poco tiempo, una calidez pesada se derramó por su cuerpo.No era alivio completo, pero al menos podía respirar sin que cada inhalación fuera un cuchillo.—¿Cómo se siente? —preguntó la enfermera, inclinándose un poco.Ariana
Miranda llegó al hospital jadeando, sus pulmones apenas podían llenarse de aire.Cada paso que daba parecía más pesado que el anterior, como si el pánico que la consumía la hubiera anclado al suelo.Su corazón latía con furia, golpeando su pecho como si intentara escapar.No solo por la carrera frenética desde el auto hasta la entrada del hospital, sino por el terror helado que la invadía al pensar en lo que podría encontrar al otro lado de esas puertas.—¡Necesito ver a una paciente! —exclamó, la voz quebrada, mientras agitaba una hoja arrugada en sus manos—. Tengo el número de habitación.Las enfermeras levantaron la vista, desconfiadas. Una de ellas, con el rostro severo y una mirada que no dejaba lugar a dudas, negó con la cabeza.—Debe proporcionar primero los datos completos de la paciente, señora.—¡Por favor! —rogó Miranda, con los ojos brillando de desesperación—. Solo déjenme verla un momento… después les doy todo lo que quieran. ¡Es urgente!La enfermera la miró fijamente, e
Miranda logró sacar a Ariana del hospital, aunque no fue tarea sencilla.Los médicos se negaban rotundamente, las enfermeras insistían en que debía quedarse en observación, pero Miranda sabía que no podía permitir que la situación se complicara más.Bastó un vistazo fijo a las enfermeras, la amenaza silenciosa de un abogado y el pago inmediato de la cuenta para que cedieran.No podían permitirse un escándalo.Ariana salió envuelta en una sudadera que ocultaba su brazo enyesado. Su rostro, aún pálido y marcado por la angustia, estaba casi desvanecido, y su cuerpo temblaba, apenas capaz de mantenerse en pie.—No podemos arriesgarnos a que alguien te reconozca —murmuró Miranda, mientras la ayudaba a subir al auto.La determinación en su voz era clara, pero sus ojos no podían ocultar la desesperación.El motor rugió, alejándolas del hospital, de la violencia y del miedo que las había perseguido todo ese tiempo.Durante un instante, el aire en el auto parecía más ligero. Pero, aunque el esc
Cuando la abogada Martínez llegó al hotel, Miranda la condujo rápidamente hacia la habitación, sin perder un segundo.—¿Recuperó su licencia? —preguntó Miranda, con la voz baja, pero con una firmeza inquebrantable.La abogada asintió, su expresión grave.Aunque su rostro mostraba la calma que intentaba proyectar, sus ojos traicionaban un leve temblor, como si todo lo que había dejado atrás la persiguiera.—Sí. Al final, la justicia prevaleció. Pero… tengo que ser honesta, aunque me cueste admitirlo, el señor Torrealba sigue siendo un poder incontrolable. Es prácticamente intocable en el Mediterráneo. Lamento mucho lo que ocurrió con la señora Torrealba. Me temo que él fue quien la llevó a esa muerte.Miranda apretó los dientes, su corazón latiendo con fuerza. No podía detenerse ahora. Ya no había vuelta atrás.—¡Tiene que ayudarme! —dijo, su tono urgente, pero cargado de una desesperación que no podía ocultar.La abogada frunció el ceño, confundida, pero cuando Miranda abrió la puerta
Ariana miró a Miranda, el miedo en sus ojos, como una tormenta oscura que la arrastraba a un abismo.Un silencio pesado llenó la habitación, más pesado que el dolor que sentía en su cuerpo. La incertidumbre la abrazaba, y un sentimiento de impotencia la ahogaba.Pero lo peor era el miedo a que alguien más arruinara su vida.—¡No! —susurró, su voz, apenas un suspiro—. No quiero que arruines tu vida por mí…Miranda la miró, con los ojos brillando de rabia contenida, pero sus palabras eran firmes, como si su mente no pudiera permitir dudas.—¡Ariana, no digas eso! —dijo con voz temblorosa, casi suplicante—. No puedo quedarme de brazos cruzados. No puedo. No puedo quedarme con alguien como él, con alguien tan cobarde que prefiere el dinero a la verdad. No puedo… no quiero vivir en este mundo de mentiras.Ariana apretó los labios, pero las palabras de Miranda eran como ecos en su mente rota.Cada frase perforaba su alma, dejándola aún más vacía. Respiró hondo, sintiendo cómo la angustia y e
Al día siguiente.En la residencia Juárez, el silencio era tan denso que parecía presagiar una tragedia. La casa, envuelta en una quietud lúgubre, parecía contener la respiración.Miranda cruzó el umbral sin quitarse el abrigo.Lo primero que vio fue a Arturo, desplomado en el sofá, con una copa de vino a medio terminar colgando de su mano.Sus ojos, rojos e hinchados, hablaban de una noche sin sueño. No hacían falta palabras.Sus miradas se encontraron: un cruce de reproches mudos, miedo y súplica. Arturo se puso de pie como si el pasado lo hubiera alcanzado de golpe.—¡Miranda! —exclamó con voz rota—. Volviste…Ella no respondió enseguida. Se limitó a observarlo. Su rostro demacrado, su cuerpo vencido, pero lo que más dolía eran sus ojos rotos.Él ya sabía. Ariana Torrealba estaba muerta. Y su regreso no era un acto de amor… sino el principio del fin.—Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad? —dijo ella, firme, aunque su interior temblaba—. No vine a quedarme. Quiero el divorcio.Arturo re
Sergio caminaba de un lado a otro como una fiera herida, con los puños apretados y los ojos inyectados de furia. Su respiración era agitada, desbocada.Se negaba a aceptar la sentencia que le repetían una y otra vez:Que Ariana estaba muerta.—¡No! ¡Eso no es verdad! —gritó, arrancándole al silencio un rugido salvaje.Estaba junto al río Blanc, donde el auto se había precipitado.Había pagado una fortuna a rescatistas de élite, expertos en rastreo y recuperación de cuerpos.Todos escarbaban la tierra, el agua, los rincones más recónditos.Pero Sergio no buscaba un cuerpo.Buscaba una esperanza. Una pista. Un milagro.Había traído a sus investigadores privados, forenses independientes, peritos en accidentes.Cualquiera que pudiera decirle que su esposa no había muerto. Que tal vez se había fugado. Que estaba escondida. Que todo era un maldito error.—Dios mío… por favor —susurró con voz rota—. No me la quites.Entonces, uno de sus hombres más cercanos apareció corriendo. Su rostro estab