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Cuando la abogada Martínez llegó al hotel, Miranda la condujo rápidamente hacia la habitación, sin perder un segundo.—¿Recuperó su licencia? —preguntó Miranda, con la voz baja, pero con una firmeza inquebrantable.La abogada asintió, su expresión grave.Aunque su rostro mostraba la calma que intentaba proyectar, sus ojos traicionaban un leve temblor, como si todo lo que había dejado atrás la persiguiera.—Sí. Al final, la justicia prevaleció. Pero… tengo que ser honesta, aunque me cueste admitirlo, el señor Torrealba sigue siendo un poder incontrolable. Es prácticamente intocable en el Mediterráneo. Lamento mucho lo que ocurrió con la señora Torrealba. Me temo que él fue quien la llevó a esa muerte.Miranda apretó los dientes, su corazón latiendo con fuerza. No podía detenerse ahora. Ya no había vuelta atrás.—¡Tiene que ayudarme! —dijo, su tono urgente, pero cargado de una desesperación que no podía ocultar.La abogada frunció el ceño, confundida, pero cuando Miranda abrió la puerta
Ariana miró a Miranda, el miedo en sus ojos, como una tormenta oscura que la arrastraba a un abismo.Un silencio pesado llenó la habitación, más pesado que el dolor que sentía en su cuerpo. La incertidumbre la abrazaba, y un sentimiento de impotencia la ahogaba.Pero lo peor era el miedo a que alguien más arruinara su vida.—¡No! —susurró, su voz, apenas un suspiro—. No quiero que arruines tu vida por mí…Miranda la miró, con los ojos brillando de rabia contenida, pero sus palabras eran firmes, como si su mente no pudiera permitir dudas.—¡Ariana, no digas eso! —dijo con voz temblorosa, casi suplicante—. No puedo quedarme de brazos cruzados. No puedo. No puedo quedarme con alguien como él, con alguien tan cobarde que prefiere el dinero a la verdad. No puedo… no quiero vivir en este mundo de mentiras.Ariana apretó los labios, pero las palabras de Miranda eran como ecos en su mente rota.Cada frase perforaba su alma, dejándola aún más vacía. Respiró hondo, sintiendo cómo la angustia y e
Al día siguiente.En la residencia Juárez, el silencio era tan denso que parecía presagiar una tragedia. La casa, envuelta en una quietud lúgubre, parecía contener la respiración.Miranda cruzó el umbral sin quitarse el abrigo.Lo primero que vio fue a Arturo, desplomado en el sofá, con una copa de vino a medio terminar colgando de su mano.Sus ojos, rojos e hinchados, hablaban de una noche sin sueño. No hacían falta palabras.Sus miradas se encontraron: un cruce de reproches mudos, miedo y súplica. Arturo se puso de pie como si el pasado lo hubiera alcanzado de golpe.—¡Miranda! —exclamó con voz rota—. Volviste…Ella no respondió enseguida. Se limitó a observarlo. Su rostro demacrado, su cuerpo vencido, pero lo que más dolía eran sus ojos rotos.Él ya sabía. Ariana Torrealba estaba muerta. Y su regreso no era un acto de amor… sino el principio del fin.—Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad? —dijo ella, firme, aunque su interior temblaba—. No vine a quedarme. Quiero el divorcio.Arturo re
Sergio caminaba de un lado a otro como una fiera herida, con los puños apretados y los ojos inyectados de furia. Su respiración era agitada, desbocada.Se negaba a aceptar la sentencia que le repetían una y otra vez:Que Ariana estaba muerta.—¡No! ¡Eso no es verdad! —gritó, arrancándole al silencio un rugido salvaje.Estaba junto al río Blanc, donde el auto se había precipitado.Había pagado una fortuna a rescatistas de élite, expertos en rastreo y recuperación de cuerpos.Todos escarbaban la tierra, el agua, los rincones más recónditos.Pero Sergio no buscaba un cuerpo.Buscaba una esperanza. Una pista. Un milagro.Había traído a sus investigadores privados, forenses independientes, peritos en accidentes.Cualquiera que pudiera decirle que su esposa no había muerto. Que tal vez se había fugado. Que estaba escondida. Que todo era un maldito error.—Dios mío… por favor —susurró con voz rota—. No me la quites.Entonces, uno de sus hombres más cercanos apareció corriendo. Su rostro estab
—¡Mienten! —rugió Sergio, la voz quebrada como la de una bestia herida, un lamento profundo que parecía nacer desde su alma—. ¡Ariana no está muerta! ¡NO LO ESTÁ!Sus ojos, desorbitados, se clavaron en Miranda, quien por un segundo titubeó. La rabia del hombre era tan intensa, tan palpable, que un escalofrío le recorrió la nuca.«No se rendirá… ¡Este hombre no se rendirá jamás!», pensó Miranda, tragando saliva con dificultad. «Espero que esto funcione. Que lo rompa. Que valga la pena el riesgo.»—Entonces entra —dijo, fingiendo una voz temblorosa, como si estuviera a punto de desmayarse—. Ve tú mismo el cadáver de Ariana Torrealba. Atrévete… si tienes el valor.Los ojos de Sergio se humedecieron al instante, un temblor recorrió su cuerpo.Había miedo en su mirada, sí, pero también una esperanza desesperada. Como si, en lo más profundo, aún creyera que todo esto era una farsa… o una pesadilla.Miranda lo vio cruzar la puerta de la morgue, acompañado por el fiscal.Su corazón latía tan f
Ariana estaba en esa clínica.Alejada de la ciudad, oculta entre caminos, que ningún transeúnte pisaría por accidente, como si hubiera sido construida para borrar huellas, para esconder secretos.El lugar olía a silencio, a confidencialidad blindada por millones. No cualquiera podía entrar allí: modelos, políticos, celebridades que querían ocultar el paso del bisturí, o peor aún, un pasado.La luz blanca de los pasillos tenía una claridad casi agresiva, quirúrgica, como si fuera diseñada para no dejar sombras donde esconder culpas.Ariana apretó los brazos contra el pecho.A su lado, la abogada Martínez hojeaba su carpeta con una expresión que intentaba ser neutra, pero su mirada de reojo delataba preocupación.—Señorita Cisneros —dijo una asistente, con un tono suave, casi reverencial—. Es su turno.Ariana tragó saliva. Sus piernas la llevaron hasta la puerta casi por inercia.La sala era amplia, pulcra, tan perfecta que intimidaba. Cada superficie brillaba como si no quisiera recorda
La abogada Martínez se detuvo frente a Ariana… o más bien, frente a la nueva identidad que ahora debía abrazar: Marfil.La observó con una mezcla amarga de tristeza, culpa y una chispa de admiración.El rostro de Ariana aún llevaba las huellas recientes del infierno vivido: una leve hinchazón en la mejilla izquierda, sombras violetas bajo los ojos, como cicatrices del alma que se asomaban a la piel.Su cabello, antes de un rubio dorado que capturaba el sol, había sido teñido de un castaño oscuro, tan profundo que parecía absorber la luz.Ahora lo llevaba lacio, disciplinado, sin rastro de su anterior volumen ni rebeldía.Sus ojos, antes celestes y chispeantes como el hielo bajo el sol, se ocultaban tras lentillas marrones.Nadie la reconocería. Nadie imaginaría que alguna vez fue Ariana.La abogada le extendió un sobre manila.Dentro, el boleto de avión que la llevaría lejos: lejos de su dolor, de su prisión… de Sergio.—Aquí está —susurró con voz contenida, como si una emoción vieja l
El murmullo constante del aeropuerto no era suficiente para opacar el rugido silencioso que se gestaba en el pecho de Miranda. Su respiración se cortó al verlo.Sergio Torrealba.Su figura imponente emergía entre la multitud como una sombra indeseada, fuera de lugar, como un mal presagio.Caminaba a paso firme, con el rostro desencajado, los ojos encendidos de tormenta. La estaba buscando. La estaba olfateando como un animal herido rastrea al culpable de su herida. Como si pudiera oler el miedo que dejaba a su paso.Miranda sintió que el alma se le despegaba del cuerpo.—¡¿Qué demonios haces tú aquí?! —exclamó, intentando sonar firme, furiosa. Pero su voz se quebró, como su valentía.Sergio se detuvo frente a ella. Su mirada no era la de un hombre cuerdo. Estaba al borde del abismo, y parecía dispuesto a arrastrarla con él.—¡No te irás con mi esposa! —vociferó, descontrolado—. ¡¿Dónde está Ariana?! ¡Sé que no está muerta! ¡No me puedes engañar! ¡Devuélvemela!Las palabras fueron un di