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Al día siguiente.En la residencia Juárez, el silencio era tan denso que parecía presagiar una tragedia. La casa, envuelta en una quietud lúgubre, parecía contener la respiración.Miranda cruzó el umbral sin quitarse el abrigo.Lo primero que vio fue a Arturo, desplomado en el sofá, con una copa de vino a medio terminar colgando de su mano.Sus ojos, rojos e hinchados, hablaban de una noche sin sueño. No hacían falta palabras.Sus miradas se encontraron: un cruce de reproches mudos, miedo y súplica. Arturo se puso de pie como si el pasado lo hubiera alcanzado de golpe.—¡Miranda! —exclamó con voz rota—. Volviste…Ella no respondió enseguida. Se limitó a observarlo. Su rostro demacrado, su cuerpo vencido, pero lo que más dolía eran sus ojos rotos.Él ya sabía. Ariana Torrealba estaba muerta. Y su regreso no era un acto de amor… sino el principio del fin.—Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad? —dijo ella, firme, aunque su interior temblaba—. No vine a quedarme. Quiero el divorcio.Arturo re
Sergio caminaba de un lado a otro como una fiera herida, con los puños apretados y los ojos inyectados de furia. Su respiración era agitada, desbocada.Se negaba a aceptar la sentencia que le repetían una y otra vez:Que Ariana estaba muerta.—¡No! ¡Eso no es verdad! —gritó, arrancándole al silencio un rugido salvaje.Estaba junto al río Blanc, donde el auto se había precipitado.Había pagado una fortuna a rescatistas de élite, expertos en rastreo y recuperación de cuerpos.Todos escarbaban la tierra, el agua, los rincones más recónditos.Pero Sergio no buscaba un cuerpo.Buscaba una esperanza. Una pista. Un milagro.Había traído a sus investigadores privados, forenses independientes, peritos en accidentes.Cualquiera que pudiera decirle que su esposa no había muerto. Que tal vez se había fugado. Que estaba escondida. Que todo era un maldito error.—Dios mío… por favor —susurró con voz rota—. No me la quites.Entonces, uno de sus hombres más cercanos apareció corriendo. Su rostro estab
—¡Mienten! —rugió Sergio, la voz quebrada como la de una bestia herida, un lamento profundo que parecía nacer desde su alma—. ¡Ariana no está muerta! ¡NO LO ESTÁ!Sus ojos, desorbitados, se clavaron en Miranda, quien por un segundo titubeó. La rabia del hombre era tan intensa, tan palpable, que un escalofrío le recorrió la nuca.«No se rendirá… ¡Este hombre no se rendirá jamás!», pensó Miranda, tragando saliva con dificultad. «Espero que esto funcione. Que lo rompa. Que valga la pena el riesgo.»—Entonces entra —dijo, fingiendo una voz temblorosa, como si estuviera a punto de desmayarse—. Ve tú mismo el cadáver de Ariana Torrealba. Atrévete… si tienes el valor.Los ojos de Sergio se humedecieron al instante, un temblor recorrió su cuerpo.Había miedo en su mirada, sí, pero también una esperanza desesperada. Como si, en lo más profundo, aún creyera que todo esto era una farsa… o una pesadilla.Miranda lo vio cruzar la puerta de la morgue, acompañado por el fiscal.Su corazón latía tan f
Ariana estaba en esa clínica.Alejada de la ciudad, oculta entre caminos, que ningún transeúnte pisaría por accidente, como si hubiera sido construida para borrar huellas, para esconder secretos.El lugar olía a silencio, a confidencialidad blindada por millones. No cualquiera podía entrar allí: modelos, políticos, celebridades que querían ocultar el paso del bisturí, o peor aún, un pasado.La luz blanca de los pasillos tenía una claridad casi agresiva, quirúrgica, como si fuera diseñada para no dejar sombras donde esconder culpas.Ariana apretó los brazos contra el pecho.A su lado, la abogada Martínez hojeaba su carpeta con una expresión que intentaba ser neutra, pero su mirada de reojo delataba preocupación.—Señorita Cisneros —dijo una asistente, con un tono suave, casi reverencial—. Es su turno.Ariana tragó saliva. Sus piernas la llevaron hasta la puerta casi por inercia.La sala era amplia, pulcra, tan perfecta que intimidaba. Cada superficie brillaba como si no quisiera recorda
La abogada Martínez se detuvo frente a Ariana… o más bien, frente a la nueva identidad que ahora debía abrazar: Marfil.La observó con una mezcla amarga de tristeza, culpa y una chispa de admiración.El rostro de Ariana aún llevaba las huellas recientes del infierno vivido: una leve hinchazón en la mejilla izquierda, sombras violetas bajo los ojos, como cicatrices del alma que se asomaban a la piel.Su cabello, antes de un rubio dorado que capturaba el sol, había sido teñido de un castaño oscuro, tan profundo que parecía absorber la luz.Ahora lo llevaba lacio, disciplinado, sin rastro de su anterior volumen ni rebeldía.Sus ojos, antes celestes y chispeantes como el hielo bajo el sol, se ocultaban tras lentillas marrones.Nadie la reconocería. Nadie imaginaría que alguna vez fue Ariana.La abogada le extendió un sobre manila.Dentro, el boleto de avión que la llevaría lejos: lejos de su dolor, de su prisión… de Sergio.—Aquí está —susurró con voz contenida, como si una emoción vieja l
El murmullo constante del aeropuerto no era suficiente para opacar el rugido silencioso que se gestaba en el pecho de Miranda. Su respiración se cortó al verlo.Sergio Torrealba.Su figura imponente emergía entre la multitud como una sombra indeseada, fuera de lugar, como un mal presagio.Caminaba a paso firme, con el rostro desencajado, los ojos encendidos de tormenta. La estaba buscando. La estaba olfateando como un animal herido rastrea al culpable de su herida. Como si pudiera oler el miedo que dejaba a su paso.Miranda sintió que el alma se le despegaba del cuerpo.—¡¿Qué demonios haces tú aquí?! —exclamó, intentando sonar firme, furiosa. Pero su voz se quebró, como su valentía.Sergio se detuvo frente a ella. Su mirada no era la de un hombre cuerdo. Estaba al borde del abismo, y parecía dispuesto a arrastrarla con él.—¡No te irás con mi esposa! —vociferó, descontrolado—. ¡¿Dónde está Ariana?! ¡Sé que no está muerta! ¡No me puedes engañar! ¡Devuélvemela!Las palabras fueron un di
Marfil se quitó las gafas con lentitud, como si cada movimiento cargara con años de dolor. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos —oscuros y húmedos— eran una tormenta al borde de estallar.Lo miró directamente, sin vacilar.—Señor… me está confundiendo. Yo no me llamo Ariana —dijo con voz firme, marcada por un acento extranjero que la envolvía como un escudo recién forjado.Sergio la miró. Por fin, la miró de verdad.Y su mente, lenta, tardó en aceptar lo que sus ojos ya sabían.La soltó de inmediato, como si hubiese tocado una llama viva.¡Esa mujer no era Ariana! No… no para él.Ariana había sido perfecta. Su diosa de porcelana. Cabellos dorados que brillaban bajo la luz. Ojos claros como el amanecer.Una sonrisa tímida que solo le pertenecía a él. Era frágil. Sumisa. Hermosa.Era suya.Pero esta mujer…Tenía el cabello oscuro, recogido en un moño descuidado.El rostro hinchado, tal vez pensó por enfermedad o fiestas… o por noches enteras de ansiedad.Sus ojos marrones lo atravesaba
Lorna terminó el livestream con las manos temblorosas y una sonrisa de victoria en los labios. Los comentarios no paraban de llegar:“¡Monstruo!”“¡Justicia para Ariana y Lorna!”“¡Torrealba, podrido en dinero, pero vacío de alma!”Cerró el celular con un suspiro entrecortado. Y entonces, las lágrimas brotaron sin permiso.—Ahora tendrás lo que mereces, Sergio... —sollozó—. Por haber matado a nuestro hijo.Pero su momento de alivio duró poco.Un golpe seco en la puerta la hizo incorporarse de golpe. Su corazón dio un vuelco. No esperaba visitas. No ahora.Y antes de que pudiera moverse, la puerta se abrió.Alguien conocía el código.Dos hombres entraron. Sus rostros eran de hielo. Sus intenciones, peores.Lorna quiso correr, gritar, defenderse. Pero una mano calló su voz. Y otra la inmovilizó.—El señor Sergio le manda un mensaje, señora —susurró uno.Y sin más, la arrastraron fuera.***MANSIÓN TORREALBASergio caminaba por su estudio como una fiera enjaulada.El livestream había es