Capitulo 3

Marcelo tuvo que conformarse con una taza de café mientras esperaba que Alejandra se arreglara para su cita. Por supuesto, iba a llegar tarde en su experiencia, las mujereseran incapaces de arreglarse en menos de una hora y tal vez Alejandra no se parecía a las mujeres que él conocía, pero era una mujer. No había nada más que decir, asi que se sento miró alrededor haciendo un gesto de desagrado. Él no tenía nada contra las pensiones, pero se pregunto si tendria que hablar con elpropietario al ver la mala condicion en la que se encontraba el inmueble. No tardaría mucho en decirle lo que pensaba y meterle el miedo en el cuerpo.

Estaba paseando por la habitación, haciendo una mueca de horror ante las deficiencias del alojamiento al que Alejandra se había acostumbrado durante los últimos ocho meses, cuando ella salió del agujero que hacía las veces de dormitorio.

–He terminado lo antes posible, pero no tenías que esperar. Puedo ir en el

metro.

Marcelo se dio la vuelta y, durante unos segundos, se quedo inmóvil, su expresión indescifrable... lo cual fue una desilusión.

–¿Cómo estoy? –le preguntó, intentando meter tripa.

Hija única y adorada por sus padres, que habían renunciado a la idea de tener hijos hasta que ella llegó de repente, Alejandra sabía que su figura no estaba de moda. No era lo bastante alta o lo bastante delgada para tener el tipo que se llevaba en aquel momento y su pelo rubio tampoco era liso como el de las modelos, sino rebelde.

Pero, después de que Marcelo se metiera con su ropa, se había esmerado esa noche para demostrarle que no era un desastre total.

–Te has hecho algo en el pelo –comentó él. Y tenía una bonita figura, pensó luego.¿Cómo no se había dado cuenta? El ajustado vestido negro con dibujos en plateado marcaba una cintura estrecha y unos pechos generosos que harían que los hombres se volviesen para mirarla. ¿Cuándo había crecido? ¿Cuándo había dejado de ser la adolescente tímida que no le dirigía la palabra para convertirse en la mujer deslumbrante que tenia en frente? Marc tuvo que apartar la mirada porque su cuerpo estaba reaccionando de una forma totalmente imprevista.

–Me lo he dejado suelto. Pero es tan rebelde que suelo hacerme un moño.

–Me alegra saber que tienes algo más que faldas largas y jerséis gruesos en tu armario. Un vestido de ese estilo estaría bien para ir a la oficina, aunque no tan corto –Marc señaló sus piernas. Estaba estupefacto y ése era terreno poco familiar para él.

–¿Qué le pasa? No es más corto que los que llevan otras chicas –Alejandra suspiró porque sabía a lo que se refería: corto y ajustado sólo era aceptable para las chicas que pesaban cuarenta kilos–. De todas formas, no me pondría algo tan ajustado para ir a trabajar. Es el único vestido que tengo y...

Marc estaba tomando su abrigo, intentando contener una reacción totalmente inapropiada, inexplicable y ridícula.

–¿No tienes más vestidos?

–No tenía que usar vestidos cuando uno trabaja directamente con la tierra y las plantas.

–Ah, claro. Creo recordar que llevabas un mono de color verde.

–Nunca te vi allí –dijo Alejandra

–Era un invernadero muy grande.

–Imagino que irías con tu madre, pero no me acuerdo. Daniela solía ir a

comprar semillas...

–No, te vi un día volviendo a casa con un mono verde y botas de goma.

Alejandra enrojeció al imaginarse a sí misma con el pelo revuelto y las botas

llenas de barro, que era como solía volver a casa del trabajo.

–Supongo que no conoces a muchas mujeres que usen mono de trabajo y

botas –murmuró mientras salían de la pensión.

–A ninguna –afirmó él–. Ninguna de las chicas con las que salgo se pondría

un mono para salir a la calle.

–Lo sé.

–¿Ah, sí?

–He visto a las chicas con las que sales. Y no es que me interese, pero cuando Daniela vivía con nosotros a veces ibas a casa con alguna amiga... y todas eran iguales, así que imagino que te gustan las chicas que llevan mucho maquillaje y ropa de diseño.

–¿Detecto cierto sarcasmo en ese comentario? – la miró mientras abría la puerta del coche.

–No te entiendo.

–Ya, lamentablemente no me entiendes.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Que la sinceridad está muy bien, pero en Londres es mejor ser un poco más espabilado. El propietario de la pensión te está robando, pequeña Alejandra. ¿Cuánto pagas por ese agujero al que él llama habitación?

–No es un agujero.

–Ese hombre debió de pensar que le había tocado la lotería cuando apareciste. Quince minutos en esa habitación y he visto suficientes goteras como para denunciarlo a las autoridades sanitarias.

–Es más cómoda en verano.

–Sí, claro –Luc hizo una mueca–. En verano no tendrás que rezar todas las noches para que el tiempo mejore. Es una vergüenza.

–El señor Teodoro me prometió que arreglaría las humedades y cambiaría el marco de la ventana. Se lo he dicho varias veces, pero su madre está en el hospital y el pobre no ha tenido tiempo.

Mmarcelo soltó una carcajada de incredulidad.

–Así que la madre del pobre señor Teodoro está en el hospital y por eso no ha tenido tiempo de arreglar las goteras, cambiar el marco de las ventanas o reemplazar esa moqueta apestosa. Me pregunto qué diría «el pobre señor Teodoro» si recibiese una carta de mi abogado mañana.

–¡No tienes por qué hacer nada!

–Ese hombre es un sinvergüenza que se está aprovechando de ti.

Yo no soy supersticioso, pero estoy empezando a pensar que esa llamada de mi madre ha sido cosa del destino porque otro mes en ese agujero y acabarías en el hospital con una neumonía. Ahora entiendo que lleves diez capas de ropa a la oficina, seguramente te has acostumbrado a vestir así para no pasar frío.

–No llevo diez capas de ropa a la oficina –protestó ella.

–No estás preparada para la vida en Londres –insistió –. Creciste en una iglesia y tu único trabajo ha consistido en regar plantas en un invernadero. No me gusta tener que cuidar de nadie, pero empiezo a entender por qué mi madre está tan preocupada por ti.

–Eso es lo más horrible que puedes decirme.

–¿Por qué?

–Porque... –Alejandra no terminó la frase. No quería que la viese como una pueblerina que necesitaba ayuda. Quería que la viese como una mujer. Pero ni siquiera se había fijado en su vestido, al menos de un modo que pudiera ser considerado un halago. Claro lo que estaba pensando no lo dijo en voz alta.

–No tengo por costumbre hacer buenas obras, pero estoy dispuesto a hacerlo por ti. Deberías sentirte halagada.

–No puede halagarme que pienses que soy demasiado tonta como para cuidar de mí misma –replicó Alejandra. Pero debía recordar que estaba a punto de cenar en un restaurante carísimo con un hombre que no la habría invitado si pensara que era tan patética.

–Yo creo que lo mejor en esta vida es ser realista –insistió él–. Cuando volví a casa tras la muerte de mi padre y vi lo que había pasado con la fortuna familiar supe que podía hacer dos cosas: la primera, quedarme de brazos cruzados lamentándome y convirtiéndome en un amargado o ponerme a trabajar para recuperar lo que se había perdido.

–No te imagino cruzado de brazos ni amargado.

–No dejo que las cosas negativas me influyan.

–Ojalá yo pudiera tener esa fortaleza – suspiró, pensando en las dudas que había tenido siempre a pesar de haber crecido en un ambiente feliz.

Cuando sus amigas empezaron a experimentar con el maquillaje para parecerse a las modelos de las revistas, ella se había negado porque pensaba que lo importante era la belleza interior y que aspirar a la vida de otra persona era una pérdida de tiempo.

Por supuesto, en Londres esa convicción sobre la belleza interior había empezado a tambalearse. Se sentía como pez fuera del agua cuando salía con sus compañeras de la oficina, que habían desarrollado una increíble capacidad para transformarse en cinco minutos con un poco de maquillaje y unos zapatos de tacón.

–¿Crees que tengo fortaleza? –le preguntó él, burlón.

–Estás muy seguro de ti mismo. Te fijas un objetivo y vas a por él, como un sabueso.

–Bonita comparación.

–¿Nunca te preguntas si estás haciendo lo que debes?

–Nunca –respondió él. Cuando quedaban cinco minutos para llegar a Knight, Marcelo decidió que era el momento de interrogarla sobre el tal David Pirez porque cada vez estaba más convencido de que era una ingenua a merced de un oportunista–. Bueno, háblame de David...

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