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En deuda
En deuda
Por: Jaime Garza Autor
A la mujer ni todo el amor ni todo el dinero, dijo alguien sin amor y sin dinero.

Me encuentro solo. Recién salido de una relación de diez años. Creo que puedo aportarle algo a la materia. En tiempos millennial, difícilmente un matrimonio alcanza tantas lunas y tantos soles juntos. Ni hablemos de los noviazgos.

Éste no es un libro de superación personal, sino un simple desahogo. Si alguien se entretiene con la pena, ganamos todos.

‘’…todo comenzó con el final…’’

Contrario a lo que pudiesen imaginar, esto no acabó el domingo 14 de febrero, cuando torpe -aunque necesariamente- decidimos terminar con nuestra pequeña vida de pareja. Acá hay historia, y la contaré con una buena dosis de drama para que se entretengan.

Lo peor de perdonar a alguien, es que uno lo hace sin saber si ese alguien ya se perdonó a sí mismo, y si no lo ha hecho, acabamos condenados a una relación sin control, donde bien podemos equivocarnos de lunes a domingo y no hay quién nos diga algo. ¿Suena tentador? Charlen un par de minutos con ella, y verán que cambian de opinión.

Me esfuerzo en revivir el día exacto en el que el sueño acabó. Solo recuerdo los primeros síntomas. Era 13. Seguro estoy de que nunca perderán valor esos días. ¿El mes? Hacía frío. En cualquier lugar del mundo esto me situaría en invierno, pero conociendo a mi Nuevo León lindo y querido, no dudo que aquel 13 perteneciera a marzo o abril.

Buscaba un regalo para nuestro mes y aniversario. Sí, a pesar de tanto año, nunca dejamos de celebrar aquel día tan significativo para ambos. Cierto es que cada vez era menos intenso, menos cariñoso. La rutina comenzaba a presentarse, mas ello no era problema grave. Aprendimos a divertirnos hasta cuando hacíamos las compras.

Pasé por mil tiendas, y nada me convencía. Era raro. Un día anterior visitamos los mismos sitios, y ella quedó fascinada con muchas cosas. A menos de que hayan cambiado el orden en menos de veinticuatro horas, todo seguía ahí, y yo era incapaz de recordar una sola prenda, un solo artículo. Entonces caí en cuenta de que comenzaba a distraerme en mi único rato de lucidez, de que las cosas estaban cambiando. Buscar el regalo el mismo día, confirmó mis sospechas.

No obstante, la alerta ni color tomó. Ella iba fría en esos sentidos. Compré algunos de sus dulces favoritos, el día fue lindo. Aquel fue el último gesto en un mes y aniversario.

Dicen que a la mujer se le enamora todos los días, que el hombre tiene prohibido olvidarse de los pequeños detalles si no quiere perder a quien ama. Dicen bien. Pero estoy seguro de que eso no fue lo que me pasó.

‘’…mal entendimos el amor…’'

A veces los problemas llegan a nosotros como pequeñas puertas hacia mejores mañanas, solo así damos el paso final y nos entregamos a lo desconocido. Ella y yo lo hicimos al revés.

Realmente nunca fuimos seres comunes y corrientes. Hay locos y cuerdos, y justo entre ellos vamos nosotros. Admito que esa peculiaridad no me la olvido más. Tampoco olvidaré sus pecas alarmantemente bellas ni sus ojos tan lindos como lo que decían, pero en fin. Prometo no dar más detalles, que luego dan con ella.

Fuimos errados desde el primer día. Sin embargo, si uno va enamorado hasta los errores llevan aplausos. Y aplaudiendo íbamos cuando llegó el segundo síntoma.

Nos encontrábamos en una plaza. Era de noche, la gracia de un angelito nos tenía despistados. Llevábamos tiempo sin hablar a solas, y aunque en aquel momento no éramos los únicos, nos entregamos dos minutos a esa mundo que nos recibió con asombro. Claramente no reconoció en nosotros a ese par de niños que jueves a jueves entraban y se perdían de todo, pues bajo ese árbol mal logrado, el resto valía nada.

Recuerdo que hablábamos de nuestras metas. Sí, esos bandidos sueños que de hallar exceso matan la más linda de las relaciones. Algo raro pasaba. Antes los planes giraban en torno a los dos, y aquella noche no. Ella hablaba de sus sueños y yo de los míos. 

Quizás lo leído tenga más relevancia de la brindada, pero prometo que no está ahí el síntoma del que les hablo, sino en las miradas. Había ternura y melancolía, nostalgia por lo que aún vivían pero ya no sabían cómo encenderlo. Juraría que ella me abrazó en aquella charla y yo la besé. La sentí cerca y lejos, la sentí tan sí... tan en nuestro mundo. Íbamos en deuda con lo que fuimos y con lo que aún anhelábamos ser.

El tercer síntoma pecó de evidente. Ya no nos tomábamos de la mano, ni el roce más provocador causaba algo. Pero nuestros ojos seguían con su partida.

¿Qué quedaba?

Me preguntaba una y otra vez, como quien pide cuentas del examen reprobado. Quedaba mucho. Quedaba todo. Quedaba esa ternura incomprendidamente intensa y esa palabra ahogada a lo pendejo. Perdonen la vulgaridad, pero de alguna manera debía sacar tanto reproche.

No voy molesto. ¿Cómo enojarme con tanta alegría? Lo nuestro fue un sueño redondo, bajo descuido de que uno lo veía cuadrado y la otra lo vivía en rombos. Y aquí les cuento del síntoma que encaja como cuarto, quinto o enésimo. Para entenderlo, es necesario indagar en recuerdos que mucho mal me hará desempolvar, si es que a una semana de la última sonrisa algo se puede ensuciar.

Recuerdo el calor de sus manos empapándome el rostro. Atarantaba mi voz con tal de adaptarla a la ternura, y ella decía mil cosas sin mover los labios. Poco importaba la hora ni el entorno. Eran tiempos de ella y yo.

Dicen que la verdadera anarquía es la infancia. Entonces no hay ataduras ni mandatos sin sentido. O quizás los hay, pero nadie tiene humor para frenarle la sonrisa a un niño. Nosotros nos enamoramos cuando chicos, y aunque muchos disfrutaban de nuestro amor bonito, más fueron los envidiosos que se empeñaron en destruirlo.

Nos esforzamos en ser felices como difícilmente uno se empeña a vivir sin temor a morir. Ibamos despreocupados, relajados y a la vez agobiados. Sabíamos que nuestra lucha nadie la solventaría si nos distraíamos, pero resultaba inimaginable dejar de brillar en el ring de la felicidad.

Fui su pecado deseado. Mal necesario en una vida donde todo era bueno hasta que llegó el error preciso… amigo incómodo del acierto. También les digo que nunca imaginó una vida como la que tuvo conmigo. No por esperar poco o mucho de sus días, sino por querer nada a pesar de merecerlo todo.

Los planes siempre fueron parte de lo nuestro. Para bien y para mal. Para bien, cuando ilusionados trazamos un futuro que nunca llegó. Aunque fuera en sueños, mentiras o fantasías, durante ese rato vivimos juntos y creamos familia. De esos pequeños privilegios con los que cuentan los enamorados. Para mal, cuando sin saberlo botamos a su suerte las precisas y preciosas sorpresas. Entonces ir al cine se volvió como una cena familiar, que aunque no deja de ser bonita, solo se valora cuando no se tiene.

Es verdad que los últimos días íbamos dispares; ella decía sí y yo gritaba no. Sin embargo, al final coincidíamos. Las ideas hallaban extraña comunión, nos entregábamos a la más pura de las sonrisas. Bien pudimos dormir nuestro romance, pero nunca dejamos de gozarlo. Nunca dejamos de ser felices.

Fuimos excepción a la regla desde el primer día. ¿Quién fue el idiota que apostó lo contrario para nuestra despedida? Lloramos, porque llorando vivimos nuestros mejores momentos. Sonreímos, porque de alguna manera debíamos rendir tributo a 10 años de puro gusto. Sufrimos, porque en vida no hay quién no se doblegue ante lo inesperado. Nadie nos dijo que en el amor no bastaba con quererse para quedar atados.

‘’…que siempre sea jueves…’’

Que siempre sea jueves, porque aquel día era distinto. Los soles calaban nada, ni había quien marchitara el tallo de los enamorados. Sus pétalos quedaban intactos, yo agradecía a la vida por presenciarlos. Tocarlos parecía sacrilegio. ¿Quién merece tanto privilegio?

La lluvia sonreía, la cólera de la gente nos daba risa. En jueves, todo era alegría. ¿Cómo estar enojado? Bastaba con sentarse en aquel árbol y hablar de la nada como si fuera todo para hallar sonrisa perpetua. Nos quedábamos sin respuestas ni preguntas, sin tema para pasar la tarde, pues nuestros ojos se adueñaban del escenario. Nos besábamos sin besarnos, nos abrazábamos sin abrazarnos y nos amábamos sin entender algo del amor.

Mucho se habla de la pena ajena, y el mundo calla la dicha ajena. Nosotros gozamos tal silencio. La felicidad de uno cogía vida en el suspiro del otro. Era bonito. Era hermoso. Con todo y lo poco que entendemos de feo y hermoso.

‘’…aprendimos a amar sin dejar de querernos…’’

Existe línea grande entre el amor y el cariño. Es como la vida y la muerte. En vida gozamos, en muerte sabemos. En cariño sonreímos, en amor sufrimos. Pero nosotros nunca fuimos como el resto. Nos dimos el lujo de sufrir en el cariño y de sonreír en el amor. Lo vimos como rutas del mismo tren. ¿Quién iba a decir que nos dejaría en rumbos distintos?

Quizás he faltado a la disciplina narrativa entre tanta vivencia y pensamiento. Por ahí los he perdido sin mapa cronológico. Les recuerdo que esto va de un hombre y una mujer que se enamoraron siendo niños, vivieron diez años juntos y hoy están separados.

¿Cómo le explicas al corazón que ha ido engañado?

Siempre nos han vendido la idea de que el amor lo vence todo, y no es así. Cuando ese todo amenaza con lastimar a quien más quieres, difícilmente te aferras a la adversidad. O quizás no sea así, y por eso sufrimos más de la cuenta en los últimos meses. Raro sufrimiento el nuestro, que nunca le entregamos el menor de los lamentos.

Volvamos a los días felices. Así como dijimos que ella encontró en mi lo que nunca pensó vivir, he de admitir que incluso hoy que ya no está, actúo como nunca pensé. Como a ella tanto le hubiera encantado.

Bajo insana embriaguez me he reprochado la impuntualidad del cambio. Mas de inmediato hallo consuelo, pues los tiempos de Dios son perfectos. Probablemente el cartucho se habría quemado, y hoy ni en nostalgia la tendría. Curiosa vida, que desde aquel 14 de febrero prefiero los recuerdos que los días.

Jamás comprendimos a quienes se amaban a medias con tal de no sufrir, hasta que, de alguna u otra manera, acabamos haciendo lo mismo. Nunca lo acordamos. Pensarlo sería una ofensa a lo que fuimos, a lo que aún queríamos ser. Pero el tiempo nos confundió, nos entregamos a la torpeza.

Fuimos tontos cuando bajamos la intensidad. Nadie nos dijo que era la única forma en que sabíamos amar. Hoy no sé dónde estamos parados. Sin embargo, sé que la quiero. ¿Cómo no querer a quién me acompañó durante tanto tiempo? Fue complice en los mejores años. Si la olvido o mancho su recuerdo con feos sentimientos, dañaría a aquel quinceañero rebelde que jugaba a ser Kurt Cobain hasta que botó las fachas y se subió al tren de la vida adulta antes de tiempo. Al faltarle me faltaría, y no estoy dispuesto a herirla ni a herirme.

Siempre ofrecimos una imagen rara ante la gente. Sus amigas y mis amigos entraban en debate interno y externo, pues por un lado gustaban de nuestro cariño, les parecía bendito. Pero por otro, les preocupaba tanta entrega.

¿Cómo les irá si un día terminan?

Ojalá la rutina nunca los atrape.

Cien veces dijeron eso de nosotros y cien veces nos reímos. En el fondo, quizás, la risa era de nervios. Por ahí nos daba miedo imaginar lo inimaginable. Pero era tanto el amor, eran tan bellos nuestros sueños que poca bola le dimos a los ingenuos. Ni el mundo entero es capaz de acabar con un equipo de dos cuando esos dos están enamorados.

Importa poco lo que haces o deshaces con el mal amor. Si le lloras o le ríes, si te suicidas o al fin te animas a vivir, deja sin cuidado al corazón. A él le importa que aceptes el buen amor. Con todo lo que ello implica.

Nosotros implicamos más de lo debido, pero bajo ninguna baraja lo nuestro fue un mal amor. Fue amor del bueno. Lo aceptamos desde el primer momento y hoy nos cuesta adivinar qué es lo que sigue.

Miento. Ambos sabemos qué es lo que sigue. Sigue andar. Andar como no hemos andado desde hace diez años. Andar por separado.

‘’…sencillo hubiese sido no querernos como nos quisimos, no amarnos como nos amamos. Siempre fuimos distintos ante el mundo, iguales entre nosotros. Incluyendo las infinitas diferencias que nos metieron en guión común…’’

Quizás una manera sencilla de afrontar lo que viene, es recordando la vida que tuvimos antes de aquel trece otoñal, cuando ella dijo , y yo bien pude llorar, brincar, sonreír o morir. Daba lo mismo. Seguro estaba de que aquella sería la más grande de mis alegrías.

Empezaré con ella. Antes de mi, hubo nadie. Tampoco marca un logro monumental. Miren que nos hicimos uno a los quince. Tuvo una infancia feliz. El padre viajaba mucho, pero la madre aprendió a hacerla de todo sin repelo alguno. La convivencia con sus hermanos no era muy distinta a la de cualquier hogar donde hubiese cuatro hijos de los mismos papás. Ella era la de en medio. Lo supe recién la conocí, pues reunía todos los elementos; autónoma, distinta, con hambre de tomar rumbo propio aunque la familia nunca dejará de compararla con la mayor. Ejemplo incómodo de la menor y bastante parecida al único varón.

Su diversión era simple, pero el corazón llevaba ciertos candados. Rara vez demostraba lo que sentía, eso la hizo de pocas amigas. A pesar de los pesares, nunca fue una dejada. Se defendía y defendía a los suyos como difícilmente alguien tan noble lo hace. Es temperamental y de pronto alcance, mas nunca busca hacer el mal. Incluso prefiere ayudar a los demás antes que a sí misma.

Le molestaría que escribiese de ella sin mencionar sus defectos. Ese humor áspero e impulsivo, esa crudeza bajo la cual reacciona cuando la sacan de si. Quizás sus días lleven más corajes que carcajadas, pero pocos de ellos traen consigo sentimientos negativos. Más que todo, es producto de su modus operandi. Va ceja fruncida y echando reproche entre sus hermanos. Ora por una gracia. Ora por una desgracia.

Su entrega no tiene limite. Gusta dar más de lo que recibe, y cuando es al revés, difícilmente te vuelve a ver. Entiende mal la amistad. La abarata. Va cariñosa con quien disfruta afilar la estocada, y mientras sangra, si le piden perdón, seguro lo otorga. Se siente jueza de nadie, solo de si misma cuando la resolución es condenatoria. Si ha de perdonarse alguna falla, lo deja en manos del Creador, del vecino o del de abajo. No se siente quién para excusarse.

En pareja, sospecho que es más pasional y romántica de lo que quisiera. O al menos esa fue la versión que me ofreció. Valora muchísimo los detalles pequeños, los grandes -aunque los agradece- parecen incomodarle. Dice tanto con la mirada, que al más hablador de la clase lo deja sin palabras. Te toca el alma con cada beso, y rediseña lo que entiendes de un abrazo. Tiene la capacidad de volverse tu mundo y tú el de ella, sin que nadie se de cuenta. Pienso que sabe todo esto, pero se avergüenza. Bajo ningún concepto se acepta tan buena.

Admito que solo de imaginar que algún día ella le tocará el alma a otro hombre, y que lo hará tan dichoso como me hizo a mi durante tantos años, se me revuelve el estomago. Entonces deseo hundirme en la peor de las depresiones, esas donde uno se pierde de todo por ir aferrado a un imposible. Mi imposible sería ella, quien llegaría montada en mil recuerdos.

Sin embargo, el verdadero motivo le debe nada a los celos. Tan no va por ahí, que una parte de mí implora que eso suceda. Alguna vez dije que rompería mi corazón con tal de conservar entero el de ella, y hoy empeñaría algo parecido. La amo, y su cariño alimentará de lunes a domingo tan bronco corazón. Mas en ese amor cabe nada de egoísmo. No soy tan miserable como para privarla a ella y a otro de tan lindo placer. Quiero que se entregue como lo hizo conmigo. Quiero que sea feliz, con todo y sus tristezas.

Si me pongo mal al pensar en ello, es porque sé que en vida no habrá otro hombre capaz de enamorarse como lo hice yo. Quién llegue, seguro valorará el roble en el que se ha convertido y disfrutará cada rincón de su belleza. Pero poca bola le dará a esa parte que esconde por pena. Poca atención le prestará a su nostalgia y seguro caerá engañado con su eterno estoy bien. No dedicará tiempo a reparar las abolladuras de su corazón y vivirá como si nada hubiese pasado. Ella seguro lo agradecerá, y quizás sea más feliz de lo que fue conmigo, mas ella no merece alegrías disfrazadas. No merece que le den por su lado ni gozar a medias. Merece todo. Esa niña merece todo, y habemos pocos hombres dispuestos a darlo todo.

¿En qué momento me desvié? Hablábamos de ella y de su vida antes de mí, y mira nada más en lo que acabé. Ni hablar. Si gastaste un poco de verde a cambio de leer ésta pieza, seguro me entiendes.

Una vez echados sus defectos y virtudes, permítanme contarles de su esencia. Esa que no puede ser buena ni mala, pues radica en meras costumbres que a veces ni nosotros conocemos.

Odia la rutina y ama la aventura. El problema es que ni ella sabe de tales pasiones y aberraciones. En consecuencia, a menudo se rodea de gente opuesta a lo que quiere, y como su corazón es tan grande, le resulta imposible alejarse.

‘’…hasta que el fastidio vence a la nobleza, rompe cadenas y se anima a sonreír. Poca chance le da al trauma. Nadie se entera si estuvo un día o diez años encadenada…’’

Para albergar un alma aventurera, su felicidad pasa por cosas realmente simples. Amaría un fin de semana en el bosque más bello del mundo, ajeno a todo lo que conoce y desconoce. Sin embargo, tampoco se frustra si no hay tal. Le basta un parque bonito y un columpio que no haga tanto ruido.

Hay mucho veneno alrededor del amor propio. Seguido sentimos lástima por quien va solo por el mundo, sin saber que solo es más feliz que muchos acompañados. Hablamos del egoísmo como el peor de los defectos, siendo que a veces precisamos de ello para seguir viviendo.

Ella no entendía éstas palabras. Cuando estábamos juntos, lo repetía una y otra vez hasta molestarla. Entonces me detenía y mandaba el tema por otro sitio. No quería que siguiera enojada, pero hoy importa nada. O importa todo, pero como tengo nada por perder, la apuesta me sale barata.

Creo que se ha perdido de mil alegrías por ir siempre de solidaria y generosa con la gente. Ha caído en pecado y error bajo dicha bondad. Sé que se culpa. Sé que le duele. Si tan solo fuera la mitad de narcisista de lo que soy, seguro no durábamos tantos años juntos. Hubiese corrido en busca de la felicidad desde hace mucho tiempo. Por ahí la acompañaba, por ahí me quedaba. Pero iría gozoso, sabedor de que al fin viviría como debía.

En tema de comunicación, hacíamos buen equipo. Decía lo que yo hablaba. Ella en silencio, yo parlando hasta el hartazgo. ¿Imaginan cuan aburrido sería si hubiésemos estado en la misma sintonía? Alguna idea nos daremos mientras les platico como le iba en la materia hasta antes de conocerme.

Era un micrófono apagado. Lo digo sin orgullo ni reproche. Sin orgullo, porque igual sonreía mucho e iba sin gran animo de ser escuchada. Sin reproche, porque en mí halló voz, poco a poco se encariñó de ella.

Guardaba para sí lo mejor de cada libro, de cada momento. Disfrutaba hablarse de a tú con el viento y secreteaba con sus adentros. Ofrecía un entusiasmo que, quizás, ni en mí encontró.

De dulce sonrisa y palabras alborotadas. De apariencia descuidada a mano humana, pero agraciada por la naturaleza. Bonita como ella misma. Modesta hasta le médula. Siempre demostró miedo al error. Más por no querer salpicar a los demás, que por dañar tan diminuto ego. Llevaba respuestas y consejos para todos, pero rara vez te pedía uno. No le gustaba molestar a la gente. ¿A quién le gusta? A todos. Menos a ella.

Alguna vez la vi llorar sin tener licencia para abrazarla y apaciguar su pena. Fue tan difícil, como difícil es pensar que volverá a sufrir y ya no estaré más para consolarla. De esos ojitos saltaban lágrimas regordetas, y su pecho temblaba como el de una niña pequeña. Sospecho que dentro de ella siempre habrá algo de infancia. Si no, no entiendo, no me explico de dónde sale tanta inocencia. Quizás tenga que ver con su lado espiritual. Habla de Él sin el escepticismo del mayor de los creyentes. Ella no cree. Ella sabe. He ahí la diferencia. Va queriendo a quienes entendemos más de odio que de cariño. No para hasta contagiarnos.

Siempre quiso ser doctora, con todo y lo cobarde que es frente al problema del tercero, pero la vida no se lo permitió. En venganza, desde su nuevo rol, halló la manera de ayudar a la gente. Pienso que hasta de criminal hubiese encontrado forma de delinquir sin lastimar.

Seguro me juzgas de exagerado. No ha pasado ni un mes de que nos dejamos, lógicamente el cariño pudiese influenciar. No obstante, quien se ha enamorado de verdad sabe que el amor pasa más por los defectos que por las virtudes. Yo amo su carácter explosivo y su torpe manera de reaccionar al calor de la impaciencia. Su excesiva solidaridad y afecto por el prójimo ha llegado a molestarme, pero ya importa nada. Solo queda describirla como es: bondadosa con todos, menos consigo.

Creo que pocas cosas he olvidado. En verdad fue corta su vida antes de mí. Bien pude narrar sus salidas al cine con las amigas de la secundaria, o las veces que lloró por erratas jamás cometidas. Pude decir que es un clon del padre en materia de carácter, y que es idéntica a la abuela que se fue a la otra vida pensando que siempre viviría junto a su nieta.

Es momento de dar vuelta página. Prometí drama para entretenerlos y ahorrarme sufrimiento, y hasta ahora solo les he otorgado miel caducada. Soy una persona que sufre por amor. Siempre he pensado que las penas no marchitan, ni te olvidan ni las olvidas. Son más fieles que cualquiera de las alegrías. Se quedan para recordarte lo que ya no tienes o lo que nunca tuviste. Extraño privilegio el mío, que si ya no tengo a quien quiero, es porque no quiero. No queremos.

¿Quién es tan cara dura para llamarme bobo? Bobo por no avergonzarme del sufrimiento. Bobo por renunciar al olvido. Bobo por no sacar un clavo con otro. Bobo por no vengarme de lo nunca sufrido. Bobo por salir adelante sin gozar de la revancha. Bobo por enamorarme y seguir enamorado aún y cuando ya hay nada. Bobo tú, que eres incapaz de entender que el amor nunca acaba, ni marchita, ni te olvida ni lo olvidas. Es como el sufrimiento. Por eso llegan en combo. Que lance la primera piedra quien no ha sufrido en el amor.

He detectado un crudo fallo en mis letras. Les hablo de cariño y describo como un ángel a quién no está más en mis días, sin antes adentrarlos al mundo del romance y la idiotez, que no son más que miembros de una sola familia.

Perdón. La pena del corazón tiende a volvernos más egoístas de lo que somos. A palma abierta les digo que enamorarse es la locura más sensata que hallarás en el medio. Es entregar a hombro ajeno tus sueños e ilusiones, condenarte a caer si ella cae, y levantarte si vas mal. Nunca querrás dejarla en el suelo. No importa si la desgraciada negó lo suyo para entregarse a las caricias del vecino, o si la muy ingrata permitió que la penetraras por mero pasa tiempo. Poco interesa fingir ante los colegas que nunca la quisiste con tal de que nadie manche su imagen. Que nadie nuble su recuerdo, salva hasta las pesadillas que lleva dentro.

Enamorarse es suicidarse y querer seguir con vida. Sabes que una cosa es enemiga de la otra. Condenas tus ojos a eterno nado contra la esperanza de una última sonrisa, te entregas al vacío anhelándolo todo. Eres pendejo y celebras tan crudo complejo.

El amor es así, pero… ¿quién nos obliga a enamorarnos? A mi nadie me forzó cuando solté el primer disparo. Lo evadió. Sin embargo, en sus adentros tenía un judas que sembró en ella la loca idea de probar suerte en el romance, y bien sufrió, pero también sonrió. Seguro voy de que nunca hallará arrepentimiento. Me dijo , y desde entonces los trece de cada mes saben diferente.

Ahora que voy sin ella, he descubierto algo nuevo del amor. Es otra soledad. Una soledad de dos. Es ir igual de triste, enojado o alegre por el mundo, pero con alguien al lado. Es oscuridad y no ceguera, que aunque se ve igual, es diferente. Al ciego no le queda de otra más que aferrarse a lo negro. En cambio, la oscuridad es una decisión, no una ‘’caricia’’ de la vida. Es no querer prender la lampara por temor a gastarla, o andar unos cuantos metros por la calle sin disfrutar los faros eléctricos. Así es el amor. Un estado de indefensa automedicado.

Si el amor es oscuridad, ¿qué es la ceguera? Desearía no saberlo, pero no solo lo sé, sino que la vivo. Cuando duermo y también cuando despierto. Está en la ducha matutina y en el café que sustituye el desayuno y el almuerzo. Va en el trabajo, mientras comparto con mis muchachos algo que medianamente sé, y que ellos medianamente entienden. Sigue en la tarde, en ese guiso de mi madre que me salva de otra comida chatarra. En los entrenamientos con los chicos, en las lecturas y en mis escritos también aparece. Despistado o atento, siempre voy ciego. Porque la ceguera es el infalible recuerdo de la oscuridad. De aquellos días en los que decidimos no prender la lampara por temor a gastarla, y hoy extrañamos su brillo pues ya no jala. De los andares fugitivos de toda luz, y de esa soledad acompañada. En la ceguera estamos solos en verdad. No en bellas y falsas soledades. Ahí, no tenemos de otra. No hay opción. No hay quién atestigüe nuestra tristeza, enojo o alegría.

Mi madre dice que si alguien le hubiese advertido sobre cuanto se le quiere a los hijos, yo nunca habría nacido. Suena a chicana, pero es verdad. La entiendo, comparto su sentimiento. Tener hijos te condena a otro tipo de ceguera. Mucho más intensa, mucho más honesta. Mas no es igual a la mía.

Mi ceguera es un sordo lamento dedicado a esos días en los que la tentación me hizo encender la lampara y caminar bajo el faro más grande. Es un crudo reproche a no haber vivido la oscuridad elegida. Es no haber gozado el amor a plenitud por ir siempre encariñado del cariño. Sospecho que ella siente lo mismo, pues pocas parejas se aferran al romance bonito. Casi siempre cuelgan la bandera, se rinden y entregan a la rutina aburrida. Nosotros luchamos hasta que se volvió inevitable, y aún ahí intentamos sobrellevarla. Nos devoró. Acabamos condenados a la ceguera, que bien puede entenderse como duelo al amor.

Quizás nuestro error fue fincar las bases en tiempos de pura ilusión y eterna esperanza. Cuando niños. Cuando ingenuos. Montamos una pequeña casa en el árbol con más de lo necesario para llevarla bien. Funcionó durante algunos años, nunca se descompuso, simplemente crecimos y necesitamos más cosas para sobrevivir.

De adultos no basta con llevarla bien. Necesitamos llevarla mal, como la llevamos al despertar, yendo a un trabajo que en el mejor de los casos toleramos, y en ratos de bendita perfección disfrutamos. Pero igual echamos lamento al quitarnos la cobija, dar el primer paso y esperar cosas distintas, sabiendo que mientras más adultos nos volvemos más iguales son los días.

Crisis de los veintitantos, llaman a ésta edad bandida que te deja muy grande para vivirla como chico y muy chico para gozar de lo grande. Somos obreros de la ambición y de los sueños. Somos cada día más gigantes pero menos personas. Menos felices.

Tardamos demasiado en entenderlo. Empeñamos varios años pensando que con chispas dulces nos alcanzaría para sobrevivir, aunque en el fondo sospecho que nunca fuimos del todo engañados. O quizás sí, pero no por el mundo y su extraña manera de funcionar, sino por nosotros mismos.

Lo supimos en aquellas miradas nostálgicas y rara diversión en tiendas aburridas. En el infaltable pretexto de no andar solos por el parque, centros comerciales o cines. El miedo a descubrirnos ajenos siendo propios, era terrible.

Dentro de todo lo bueno y lo malo que hemos pasado, debemos sentirnos agradecidos porque la bomba al fin explotó. En verdad duele que el amor eterno no haya sido eterno, pero dolía más saber que pasaría y no saber cuándo. Ya llegó el cuándo. Ahora podemos llorar, gritar y patalear. Odiarnos y aferrarnos a esa piel que siempre besaremos así sea en insanas memorias. Pero antes de eso, hemos de jugar a ser amigos. Amigos sin el privilegio de mirarse a los ojos y decirse cuanto se aman. Amigos condenados a quererse y más nada. ¿Por qué habríamos de quejarnos? ¿Podemos evitarlo?

Olvidar o mal recordar lo que vivimos, sería acabar con parte de nuestra niñez y ensuciar la adolescencia. No hay tropiezo juvenil o ilusión infantil que nos ponga en carriles distintos. Tropezamos con la misma piedra y tuvimos un solo consuelo. Soñamos y despertamos en la misma cama, sufrimos y gozamos, gritamos y callamos. Fuimos uno solo durante diez años. ¿Cómo mierda seguimos de pie ahora que vamos separados?

Hablemos de mí. De niño era más idiota y lunático de lo que soy ahora. Siempre temí que mis padres se separaran, eran muchas las historias donde el niño se veía obligado a escoger entre el padre y la madre, y eso me preocupaba. Digo que soy idiota, porque mis padres se separaron incluso antes de que naciera tal miedo. Era como temerle al monstruo del clóset mientras reposabas entre sus piernas.

Desde entonces delataba cuan distraído sería. Alguna vez un amigo fue a buscarme a casa, y, al abrir la puerta, respondí como si estuviese atendiendo una llamada telefónica. A quién siempre vi como padre, rió bajo dolor de su barriga. Más adelante les cuento de él.

A mi defensa, admito que es difícil ir atento con tantas cosas en la cabeza. Por eso digo que fui lunático. Siempre hay historias raras, guiones distintos a los reales que desencadenan en mil escenarios. Por ejemplo, un día cenábamos en un restaurante de Cancún, Quintana Roo, o Mazatlán -no recuerdo bien- cuando a mi madrina se le cayó la cartera sin que alguien se diera cuenta. Yo me percaté desde el primer momento, pero por alguna absurda razón creí que lo había hecho a propósito. Ya nos íbamos del lugar, y se me hizo fácil preguntarle por qué había tirado la cartera. Casi me cargaron en hombros por salvar la situación, entonces comprendí que a veces convenía voltear las interpretaciones de mi lado idiota.

De regreso al hotel me puse a imaginar qué hubiera pasado si hubiese ahogado la pregunta. En verdad dudé en hacerla, pues creía que la había tirado con tanta cautela para que nadie se diera cuenta. Seguro se hubiese armado un rodeo de lo lindo. Ahí había tarjetas de todo tipo, la reservación del hotel en tiempos donde el sistema se limitaba a un papel, pasaportes, boletos de avión, etcétera. Nos imaginé a todos atrapados en esa playa durante más días o semanas, sin un cuarto donde pasar la noche por ser temporada alta. Luego visualicé caer de los cielos el avión perdido. Entonces el descuido nos habría salvado la vida, y mi lado idiota quedaría como héroe. Me sentía orgulloso de la fantasía cuando llegamos al hotel y me eché a dormir.

Ese era yo. Una mezcla entre soñador y distraído. Muchas broncas me ha traído tales cualidades, pero les estoy eternamente agradecido. En verdad no podría escribir como escribo si fuese atento y realista.

En algún momento la mente hizo un espacio para que me diera cuenta de la realidad. Tenía 8 años, lo recuerdo bien, cuando en un día del padre me percaté de que el mío llevaba años lejos de casa. No hubo tristeza. Nunca la ha habido por ese tema. En parte porque mi madre supo hacerla por dos, y en otra porque mi padrino se encargó de enseñarme los rasgos típicos del hombre. Más adelante les cuento de él.

Aquello me dejó una cosa bien clara: La gente se puede dejar de querer, y ni tu como hijo, hermano, padre o amante pueden evitarlo. Sí, a los ocho años ya sabía lo que era un amante. O creía saber, como creía saber que novia y esposa eran lo mismo, o que cuando alguien decía que se la cantaría a la chica del colegio se refería a una canción. Creía que amante significaba amar, y solo era otro mote para el noviazgo y el matrimonio.

Siempre me consideré un niño adelantado a su edad. En Kinder la linea entre hombre y mujer es tan marcada como la de un policía y un ladrón. No para mí. O quizás sí, pero desde otro ángulo. Para mi la mujer siempre fue el ladrón que mantiene al policía con ganas de seguir trabajando. El mal necesario para que este circulo verde/azul no sea tan aburrido.

La primera flecha fue lanzada por Alma. En tercer grado del Kinder. Me enamoré con pocas diferencias a como lo hice diez años después. Intenso, soñador y distraído. Sobre todo lo último, pues tarde me enteré de que ella era el ladrón necesario para todos los policías del salón.

Luego de reponerme del primer fracaso amoroso, me enamoré de Gloria en primer grado, de Claudia en segundo, de Jessica en tercero, de Silvia, Gaby y Mariel en cuarto, de Chantal en quinto, sexto y primero de secundaria, de Alejandra en segundo y de otras dos Gabys en tercero. En el trance hubo más, pero solo ellas tocaron mi corazón. Claro que ninguna con la veracidad de ella, quién me flechó desde primero de preparatoria y se quedó durante toda mi carrera. Estuvo ahí en los primeros dos empleos, prácticamente le regalé mi primer vida.

Dicen que hay penas que no se las deseas ni al peor de tus enemigos. La que viví en abril de 2008, es una de ellas. Luto grande por no haber luto, tristeza terrible por no ir triste. Dolor insoportable que no dolía, miedo descomunal a no temer.

Sé que aquel día perdí más que a un padre o a un tío. Perdí el tacto por la vida. Mas no hubo preguntas al cielo ni reproches al viento. Entendí el verdadero ciclo de éste mundo del que esperamos mucho y recibimos poco. Lo digo sin nostalgia, que quede grabado, pero también callado. Que nadie lea ni escuche a éste pequeño adulto que cada día escribe más como un anciano.

La muerte de mi padrino marcó un antes y un después. A los ocho años entendí que la gente podía dejarse de querer sin un factor propio o ajeno, y a los catorce supe que solo éramos dueños de nuestras decisiones, no de las consecuencias. Hay alguien arriba que dictamina nuestros pasos, y si una buena mañana de abril decide dejarte sin ellos, te vas sin más. Sin nada. Sin todo.

Pude entrar en depresión y forjar una personalidad típica del adolescente que muy chico halló golpes en la vida. No fue así. Incluso me volví más frío e indiferente. Más como el resto de la gente.

Dejé el fútbol y tomé la guitarra, solo para entender que lo mío no era una cosa ni la otra. La parte divertida de lo segundo era escribir malogradas canciones y jugarle a la estrella de rock sin querer serlo. Mataba el aburrimiento, y sin saberlo encontré una nueva forma de mentir. Porque un civil miente y queda mal frente a todos, pero la cosa cambia si es escritor, compositor o cualquier cosa que tenga que ver con la creación de contenido. Entonces la mentira se convierte en cuento o novela, y acaba embellecida. Fue así como me adentré en el mundo de las letras y la fantasía.

A todo lo escrito le debo un agradecimiento perpetuo. Directa -o indirectamente- hicieron posible que me acercará a ella y le vendiese una buena versión de mí. Buena para ella, cabe decir, no para todos. Poco importaba. En ese momento ella era mi todo.

Hasta aquí llega lo que fui antes de ella. Me faltó contarles de la abuela que se me fue cuando muy niño, del abuelo que me conoció antes de que siquiera me supiera vivo -al que le debo mi gen creativo- del tremendo parecido con mi padre y el raro temor a no formar una familia. Grandes o pequeños rasgos que creía al margen de nuestro juego. Ahora que los leo, detecto un error del que me apeno tanto que prefiero no contarlo. Allá ustedes y su ojo atento.

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