Alejandro se encuentra sentado en el sillón de su escritorio. Aún falta unas horas para el alba, pero es la hora propicia para recibir la visita que ha estado esperando por varios días.El aire está enrarecido, no por el clima, sino por la tensión que se respira desde días atrás. En el centro de la estancia hay tres hombres encapuchados, enviados directamente desde los confines del reino. Espías. Hombres fieles a la corona, entrenados para desaparecer en las sombras y aparecer solo cuando traen noticias que podrían cambiar el curso de la historia.Alejandro les hace un gesto con la mano. Los guardias se retiran, y la puerta se cierra tras ellos con un golpe sordo.—Hablen —ordena el rey, de pie, las manos tras la espalda, el rostro endurecido.Uno de los espías se adelanta. Su voz es baja, casi un susurro, pero en la sala se escucha con nitidez.—Mi señor, los reinos del Este han sellado su alianza. El rey de Borania y la reina viuda de Lirven están uniendo sus ejércitos. Se entrenan
En el corazón del reino de Elyndor, Alejandro se prepara para una de las reuniones más importantes de su reinado. Viste su armadura ceremonial, pero no por ostentación, sino como símbolo de determinación y claridad ante el peligro inminente. A su lado está Felipe, de porte firme, su mirada afilada y alerta. Ambos saben que el día de hoy puede definir el destino de su pueblo.La sala de estrategia está llena de actividad. Algunos de los comandantes más fieles a Alejandro están presentes: hombres y mujeres que han derramado sangre por Elyndor y que darían su vida por el rey. Todos fueron escogidos con precisión, pues Alejandro ya no puede confiar ciegamente en los miembros de su corte o de su ejército. La traición se esconde entre sombras, y los espías que regresaron hace unas semanas lo confirmaron: hay alianzas enemigas fortaleciéndose y conspiraciones gestándose dentro del propio reino.Una comitiva de escoltas acompaña al rey y a Felipe en su viaje hacia la fortaleza neutral donde s
Los primeros rayos del sol apenas rozan las llanuras que rodean Elyndor cuando el sonido del cuerno retumba por tercera vez. No es un llamado de guerra todavía, sino una nueva rutina que se ha instaurado, el inicio de los entrenamientos. Cada mañana, antes del alba, hombres, mujeres, jóvenes y hasta niños se presentan en los campos habilitados al sur del palacio, donde los estandartes del reino ondean entre carpas improvisadas y estructuras de madera.El aire es fresco y húmedo, el pasto cruje bajo las botas, y una bruma ligera cubre las colinas cercanas. A pesar del cansancio de los días previos, la asistencia no ha disminuido. Al contrario, cada jornada hay más personas. La escuela que semanas atrás se llenaba de libros ahora ha extendido su propósito a estos campos, donde se enseña con espadas, escudos y estrategias.Eleonora camina entre los grupos con el porte de una reina y el corazón de una líder del pueblo. Viste ropas cómodas pero firmes: pantalones oscuros, botas altas y una
Las estrellas parpadean en un cielo despejado que no refleja, ni de lejos, la agitación que sacude el corazón del reino. En las calles, las luces parpadeantes se apagan una a una, mientras dentro del palacio la tensión se mantiene despierta, latiendo en los pasillos, palpitando entre las piedras antiguas que conocen los secretos de generaciones.Alejandro entra en los aposentos reales donde Eleonora lo espera. La encuentra de pie, de espaldas a la puerta, observando el mapa del reino desplegado sobre una gran mesa. La luz de las velas iluminan su tersa piel. Lleva puesto un camisón ligero que se amolda a su cuerpo con cada respiración. Él se detiene un instante, simplemente para mirarla.—¿Aún estás despierta? —pregunta, cerrando la puerta tras de sí.Ella se gira. Sus ojos brillan con determinación, pero también con dulzura. Se acerca a él con pasos firmes, aunque serenos.—No podía dormir —responde—. Demasiadas cosas en la cabeza. ¿Y tú, por qué tardaste tanto?—Estaba últimando alg
Alejandro se despierta cuando aún está oscuro en la habitación, pero él ya no puede dormir. Eleonora duerme a su lado, con el rostro sereno y el cuerpo cubierto por las sábanas desordenadas. La noche anterior aún se siente sobre la piel como un eco de pasión y miedo compartido.La observa en silencio por unos segundos. Acaricia su cabello con delicadeza, temiendo despertarla, pero deseando que lo haga. Hay algo que necesita decirle, una última súplica que se aferra a su pecho como una medida desesperada.Cuando finalmente Eleonora abre los ojos, lo encuentra mirándola.—¿Has dormido? —susurra ella, acurrucándose más cerca de su cuerpo.—No lo suficiente —responde él, besando su frente.Ambos permanecen en silencio por unos segundos, hasta que Alejandro habla, esta vez más serio.—Eleonora… quiero que esta sea la última vez que hablamos de esto. Pero necesito pedirte algo. Una última vez.Ella se endereza un poco, presintiendo hacia dónde va la conversación.—En mi ausencia… —comienza
El acero silva en el aire, trazando curvas letales bajo el sol del mediodía. Eleonora se mueve con rapidez, con el cuerpo encendido por la exigencia del combate. Alejandro la sigue, atento, exigiéndole lo mismo que le exigiría a cualquier soldado, incluso más. Cada golpe, cada esquiva, cada giro que dan sobre la tierra endurecida es una danza entre el deber y el deseo.Él la presiona, la reta, pero al verla resistir sin miedo, no puede evitar que una sonrisa orgullosa se le escape.—¡Eres buena! —dice Alejandro, mientras cruzan espadas de nuevo.—No sabía que ibas a intentar matarme hoy —responde ella con una risita, esquivando un ataque.—No puedo darte trato especial, Alteza.—¿Y tampoco esta noche? —lanza ella con picardía, justo antes de sorprenderlo con un golpe que casi le derriba la espada.Alejandro se ríe, sacudiendo la cabeza. Pero antes de que pueda responderle con un contraataque, un soldado se acerca corriendo por el camino empedrado. Tiene el rostro tenso y cubierto de p
Alejandro se alza al centro de la sala, sus manos firmes sobre la mesa de roble negro, mientras los parlamentarios lo observan con una mezcla de expectación y recelo.—La evidencia es irrefutable —declara el rey, y sus ojos oscuros, cargados de furia y decepción, recorren el rostro de cada uno—. Francisco de Gálvez no solo ha traicionado mi confianza, sino a todos los que habitan este reino.Detrás de él, Eleonora permanece en silencio con su porte elegante. Uno de los parlamentarios se pone de pie, con los labios apretados.—Majestad... ¿Tiene certeza de que las pruebas no han sido manipuladas? Hablar de traición es grave...Alejandro da un paso al frente y deja caer sobre la mesa los documentos incautados y la carta que el propio Francisco dejó atrás antes de huir.—Su puño y letra —dice con amargura—. Y la confesión del emisario que traía información de Borania. El enemigo ya no está a las puertas. Vive entre nosotros.El silencio se instala en la sala. Algunos rostros palidecen,
Las primeras columnas de humo se alzan a la distancia. No están cerca, pero tampoco tan lejos como para ignorarlas. Se alzan más allá de los bosques del norte, cruzando los límites exteriores de Elyndor, en aldeas que, hasta hacía poco, no conocían el sonido del acero ni la sombra del terror. La guerra ha comenzado. En Alejandría, la noticia llega cuando los soldados aún entrenan en los campos. Un mensajero irrumpe jadeante, la ropa desgarrada y manchada de barro. Sus ojos, enloquecidos por el miedo, tropiezan con los de Eleonora, que se prepara para otro combate simulado. —¡Majestad! —grita el hombre, y cae de rodillas—. ¡Están aquí! Los ejércitos enemigos han cruzado la frontera del norte. El pueblo de Lysmar fue arrasado esta madrugada… no dejaron nada. Un silencio pesado cae sobre el campo. Se detienen los golpes de las espadas, los movimientos se congelan, el viento incluso parece contener el aliento. Alejandro, que ha vuelto del consejo de guerra hace apenas dos noches, a