Blair salió de la habitación de Dylan con una mezcla de sentimientos en su interior. La luz del pasillo era fría y deslumbrante, contrastando con la atmósfera cálida que había dejado atrás. A medida que sus pasos resonaban en el suelo de mármol, la preocupación se apoderó de ella. Al girar la esquina, se encontró con Massimo, quien colgaba su teléfono con una expresión sumamente grave en el rostro. La tensión era palpable, y ella sintió un escalofrío recorrer su espalda.—¿Estás bien? —preguntó Blair, tratando de descubrir la causa de su seriedad.Massimo la miró con un enfado apenas contenida, sus ojos oscuros como el acero reflejaban una tormenta interna. Había algo en su mirada que hizo que el corazón de Blair se encogiera.—No sé cómo ha sucedido —respondió él, su voz tensa—. Pero la noticia de nuestra relación se está esparciendo por todos los medios. Dicen que estamos juntos… que nos acostamos.El rostro de Blair palideció. El aire en la habitación parecía volverse irrespirable.
—¿Te has vuelto loco? —susurró Blair, sintiendo que el mundo a su alrededor se desvanecía. Eddie, con su cabello rubio, desordenado y una mirada intensa, se acercó a ella con una mezcla de determinación y diversión en sus ojos verdes. Al tiempo que el gran salón de conferencias estaba colmado de reporteros, cámaras y un aire de expectativa palpable. Las luces brillantes iluminaban a Massimo Agosti, un hombre de porte elegante y carisma indiscutible, que se encontraba en el centro de atención. Su voz resonaba en el ambiente mientras respondía a las preguntas de los medios sobre su inminente matrimonio con Lauren Morelli. La multitud de periodistas estaba ansiosa por obtener algún detalle jugoso, un rumor que alimentar, y Massimo, con su aplomo habitual, desmentía cada especulación sobre su supuesta relación con su asistente personal. Sin embargo, en un rincón apartado del salón, Blair observaba la escena con un torbellino de emociones. La luz del lugar reflejaba el brillo de su eleg
La sala de conferencias estaba sumida en un caos ensordecedor. Una multitud de reporteros, como aves de rapiña, se abalanzaba sobre Eddie y Blair, sus cámaras parpadeando con la insistencia de un enjambre de luciérnagas. Los flashes iluminaban sus rostros, mientras las preguntas se entrelazaban en un griterío incesante. Eddie, con una sonrisa nerviosa que apenas ocultaba su angustia, trataba de abrirse camino entre todos ellos. Blair, a su lado, sentía un nudo en el estómago que crecía con cada instante. —Eddie, espera… —susurró ella, su voz temblorosa apenas audible entre el tumulto.—Tranquila, todo estará bien —respondió él, aunque su mirada delataba su propia preocupación, al parecer, se le había salido todo de control, solo un poco. De repente, un par de guardias de seguridad se acercaron, firmes y decididos. Con movimientos rápidos y eficientes, comenzaron a despejar la zona. —¡Fuera del camino! —gritó uno de ellos, empujando a un grupo de periodistas que se negaba a ceder.L
Blair no podía creer lo que estaba sucediendo. El recibimiento de Ana Agosti la había dejado completamente anonadada. La mujer, de una belleza serena y una calidez que irradiaba, se acercó a ella y, sin dudarlo, la envolvió en un abrazo fraternal. Era un gesto que, aunque inesperado, le brindó una extraña sensación de confort en medio de la tensión que se palpaba en el aire. El abrazo de Ana era como un refugio, una burbuja de calidez que la alejaba momentáneamente de la frialdad del ambiente. —¡Qué alegría verte, querida! —exclamó Ana, con una sonrisa que iluminaba su rostro—. ¡Eres más hermosa de lo que pensé! Sin embargo, la atmósfera cambió drásticamente cuando Ricardo Agosti, el patriarca de la familia, intervino con su voz grave y autoritaria. —Ana, esto es una reunión familiar —dijo, su tono cortante como un cuchillo—. No creo que ella deba estar aquí. Eddie, que había estado observando la escena con una mezcla de admiración y preocupación, rodeó la cintura de Blair con un
El beso de Massimo la estaba dejando sin aliento. Blair temía que en cualquier momento Ana o alguien pudiera tratar de entrar. —¿Por qué aceptaste estar en el juego de Eddie? —preguntó Massimo. Su voz era un susurro amenazante, pero en sus ojos había una mezcla de dolor y rabia que la desarmó. Blair tragó saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas, pero no había nada que pudiera decirle. Se sentía atrapada en una telaraña de emociones contradictorias. El deseo y el miedo luchaban en su interior. Sin embargo, su instinto le decía que debía escapar. —Ahora no, Massimo, tú tienes una prometida, por favor, déjame en paz —tomó el frasco de café que le había encargado Ana. Intentó pasar a su lado; aun así, él la detuvo con un movimiento ágil, acorralándola contra la pared. La presión de su presencia era abrumadora. —¡Déjame ir, Massimo! —exclamó, su voz temblaba con la tensión del momento. Sin previo aviso, su mano resbaló y el frasco de café que sostenía cayó al suelo, ro
El salón de la casa Agosti se encontraba envuelto en una atmósfera opresiva, densa y pesada, como si las paredes absorbieran cada susurro de furia y cada mirada cargada de reproche. Ricardo Agosti, imponente y firme en su postura, se mantenía de pie frente a sus dos hijos, los músculos de su mandíbula tensándose mientras contenía el torrente de palabras que se agolpaban en su garganta. Su cabello, salpicado de un color rubio, relucía bajo la luz dorada de la lámpara de araña, y sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ardían con un fuego que rara vez permitía ver. —¿En qué demonios estaban pensando? —gruñó, rompiendo finalmente el silencio con una voz cargada de rabia—. ¿Cómo se atreven a traer a esa cualquiera aquí? ¿Creen que no sé lo que busca? Esa mujerzuela solo está detrás de nuestro dinero, y no voy a permitir que, por tus caprichos, Eddie, la familia Agosti se vea manchada por una oportunista. Massimo, de pie junto a la ventana, sintió cómo la sangre le subía al rostro. S
Dos días pasaron como sombras veloces, mismos en los que se mantuvo escondida de Massimo, quien no dejaba de llamarle, buscarla, e incluso buscarla. Blair intentaba mantener la compostura, fingir ante el mundo una entereza que se resquebrajaba en cada segundo de soledad. La vergüenza la carcomía desde dentro. Sabía lo que Massimo debía pensar de ella, la imagen que se había formado en su mente: una cazafortunas que había cedido al juego de poder y conveniencia que envolvía a la familia Agosti. Por las noches, cuando las luces de la ciudad se desdibujaban en la ventana de su habitación, las lágrimas se deslizaban por su rostro, arrastrando consigo la esperanza de que las cosas fueran diferentes.Sintiendo que el miedo la invadía como larva, miró la prueba de embarazo que descansaba en su mano, la respuesta estaba clara, hace días que se sentía mal, y aunque solo se hizo la prueba sin ninguna expectativa, la vida le estaba dando un duro golpe; Estaba embarazada, ella estaba esperando u
Eddie se ajustó el nudo de la corbata por tercera vez en los últimos cinco minutos, un gesto que delataba su creciente incomodidad. Sentado en la primera fila de bancos de la imponente iglesia, cada segundo que marcaba su reloj de mano se le clavaba como un alfiler en la piel. Los vitrales teñían el mármol del suelo con un caleidoscopio de colores, pero la belleza del lugar se desdibujaba ante sus ojos, opacada por la tensión y la expectativa.Los murmullos de los reporteros comenzaban a alzarse, primero como un murmullo bajo, luego como una oleada creciente que retumbaba en su cabeza. Eddie sabía que para los medios esto ya no era solo una ceremonia retrasada, era un espectáculo, una historia que buscaban moldear para convertirlo en el protagonista de un fracaso. Los flashes de las cámaras eran implacables, cegándolo por instantes y volviendo a iluminar sus rasgos tensos.—¿Dónde demonios estás, Blair? —murmuró con los dientes apretados, revisando el teléfono una vez más. Nada. Ni un