Blair no podía creer lo que estaba sucediendo. El recibimiento de Ana Agosti la había dejado completamente anonadada. La mujer, de una belleza serena y una calidez que irradiaba, se acercó a ella y, sin dudarlo, la envolvió en un abrazo fraternal. Era un gesto que, aunque inesperado, le brindó una extraña sensación de confort en medio de la tensión que se palpaba en el aire. El abrazo de Ana era como un refugio, una burbuja de calidez que la alejaba momentáneamente de la frialdad del ambiente. —¡Qué alegría verte, querida! —exclamó Ana, con una sonrisa que iluminaba su rostro—. ¡Eres más hermosa de lo que pensé! Sin embargo, la atmósfera cambió drásticamente cuando Ricardo Agosti, el patriarca de la familia, intervino con su voz grave y autoritaria. —Ana, esto es una reunión familiar —dijo, su tono cortante como un cuchillo—. No creo que ella deba estar aquí. Eddie, que había estado observando la escena con una mezcla de admiración y preocupación, rodeó la cintura de Blair con un
El beso de Massimo la estaba dejando sin aliento. Blair temía que en cualquier momento Ana o alguien pudiera tratar de entrar. —¿Por qué aceptaste estar en el juego de Eddie? —preguntó Massimo. Su voz era un susurro amenazante, pero en sus ojos había una mezcla de dolor y rabia que la desarmó. Blair tragó saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas, pero no había nada que pudiera decirle. Se sentía atrapada en una telaraña de emociones contradictorias. El deseo y el miedo luchaban en su interior. Sin embargo, su instinto le decía que debía escapar. —Ahora no, Massimo, tú tienes una prometida, por favor, déjame en paz —tomó el frasco de café que le había encargado Ana. Intentó pasar a su lado; aun así, él la detuvo con un movimiento ágil, acorralándola contra la pared. La presión de su presencia era abrumadora. —¡Déjame ir, Massimo! —exclamó, su voz temblaba con la tensión del momento. Sin previo aviso, su mano resbaló y el frasco de café que sostenía cayó al suelo, ro
El salón de la casa Agosti se encontraba envuelto en una atmósfera opresiva, densa y pesada, como si las paredes absorbieran cada susurro de furia y cada mirada cargada de reproche. Ricardo Agosti, imponente y firme en su postura, se mantenía de pie frente a sus dos hijos, los músculos de su mandíbula tensándose mientras contenía el torrente de palabras que se agolpaban en su garganta. Su cabello, salpicado de un color rubio, relucía bajo la luz dorada de la lámpara de araña, y sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ardían con un fuego que rara vez permitía ver. —¿En qué demonios estaban pensando? —gruñó, rompiendo finalmente el silencio con una voz cargada de rabia—. ¿Cómo se atreven a traer a esa cualquiera aquí? ¿Creen que no sé lo que busca? Esa mujerzuela solo está detrás de nuestro dinero, y no voy a permitir que, por tus caprichos, Eddie, la familia Agosti se vea manchada por una oportunista. Massimo, de pie junto a la ventana, sintió cómo la sangre le subía al rostro. S
Dos días pasaron como sombras veloces, mismos en los que se mantuvo escondida de Massimo, quien no dejaba de llamarle, buscarla, e incluso buscarla. Blair intentaba mantener la compostura, fingir ante el mundo una entereza que se resquebrajaba en cada segundo de soledad. La vergüenza la carcomía desde dentro. Sabía lo que Massimo debía pensar de ella, la imagen que se había formado en su mente: una cazafortunas que había cedido al juego de poder y conveniencia que envolvía a la familia Agosti. Por las noches, cuando las luces de la ciudad se desdibujaban en la ventana de su habitación, las lágrimas se deslizaban por su rostro, arrastrando consigo la esperanza de que las cosas fueran diferentes.Sintiendo que el miedo la invadía como larva, miró la prueba de embarazo que descansaba en su mano, la respuesta estaba clara, hace días que se sentía mal, y aunque solo se hizo la prueba sin ninguna expectativa, la vida le estaba dando un duro golpe; Estaba embarazada, ella estaba esperando u
Eddie se ajustó el nudo de la corbata por tercera vez en los últimos cinco minutos, un gesto que delataba su creciente incomodidad. Sentado en la primera fila de bancos de la imponente iglesia, cada segundo que marcaba su reloj de mano se le clavaba como un alfiler en la piel. Los vitrales teñían el mármol del suelo con un caleidoscopio de colores, pero la belleza del lugar se desdibujaba ante sus ojos, opacada por la tensión y la expectativa.Los murmullos de los reporteros comenzaban a alzarse, primero como un murmullo bajo, luego como una oleada creciente que retumbaba en su cabeza. Eddie sabía que para los medios esto ya no era solo una ceremonia retrasada, era un espectáculo, una historia que buscaban moldear para convertirlo en el protagonista de un fracaso. Los flashes de las cámaras eran implacables, cegándolo por instantes y volviendo a iluminar sus rasgos tensos.—¿Dónde demonios estás, Blair? —murmuró con los dientes apretados, revisando el teléfono una vez más. Nada. Ni un
La noche se asentaba densa y silenciosa sobre la ciudad, como un velo negro cubierto de incertidumbre. Las luces tenues de los edificios parpadeaban a lo lejos, pero en el despacho de Massimo Agosti, la penumbra era la única testigo de su inquietud. El aroma del cuero de los muebles y el leve olor a madera vieja impregnaban el aire, mezclándose con el humo del cigarro que había dejado consumir en el cenicero.Massimo, con los codos apoyados sobre el escritorio y las manos entrelazadas en un gesto de frustración, sentía que el peso de los últimos días se había convertido en una losa imposible de levantar. Eddie había cruzado un límite peligroso y, desde la tarde, su rastro se había esfumado junto con Blair.La última vez que alguien los vio fue cuando Eddie salió de la iglesia con una expresión que Massimo solo había visto una vez, el día en que su padre lo marcó como la oveja negra de la familia. Ricardo, su padre, enfurecido y cansado, le había reprochado cada uno de sus errores como
El silencio en el despacho de Massimo Agosti era tan denso que apenas se oía el leve tic-tac del reloj antiguo, un eco que amplificaba su frustración. Las cortinas gruesas filtraban la luz de la tarde en tenues franjas doradas que apenas tocaban las superficies pulidas de la habitación. Massimo se pasó una mano por el cabello oscuro, desordenándolo más de lo que ya estaba, y exhaló un suspiro entre dientes. Dos días. Dos largos días desde que Blair desapareció sin dejar rastro. Había agotado todas sus conexiones, sus influencias, y, aun así, nada.Un golpe seco en la puerta lo devolvió a la realidad. Antes de que pudiera responder, Ricardo Agosti, su padre, entró con paso firme y ceño fruncido. Su figura imponente, vestida de traje gris oscuro, llenó el espacio con una autoridad que no admitía réplica.—¿Te importaría explicar por qué no te presentaste a la junta directiva de hoy? —espetó Ricardo, clavando en él una mirada de acero.Massimo levantó los ojos de los documentos dispersos
DOS AÑOS DESPUÉS.El aroma a café recién hecho llenaba la cocina amplia y luminosa de la casa Vitali. Las primeras luces del día entraban por las ventanas altas, tiñendo las paredes con un dorado suave. Blair, sentada en un taburete de la isla central, contemplaba la taza entre sus manos, los dedos acariciando el borde de la porcelana mientras tomaba el último sorbo. Su mirada, serena y concentrada, reflejaba el pensamiento constante sobre los nuevos planos que debía presentar ese día. Desde que había comenzado a trabajar como arquitecta, su vida había adquirido un ritmo frenético pero gratificante.El sonido claro y agudo de un llanto interrumpió el silencio matutino. Blair dejó la taza sobre la encimera y se dirigió apresurada al piso superior, donde la habitación de sus hijos estaba bañada por la luz del amanecer. Tres cunas de madera blanca se alineaban en la estancia, cada una cuidadosamente decorada con detalles únicos: estrellas y lunas para Arturo, barcos y olas para Dominic,