Eddie se ajustó el nudo de la corbata por tercera vez en los últimos cinco minutos, un gesto que delataba su creciente incomodidad. Sentado en la primera fila de bancos de la imponente iglesia, cada segundo que marcaba su reloj de mano se le clavaba como un alfiler en la piel. Los vitrales teñían el mármol del suelo con un caleidoscopio de colores, pero la belleza del lugar se desdibujaba ante sus ojos, opacada por la tensión y la expectativa.Los murmullos de los reporteros comenzaban a alzarse, primero como un murmullo bajo, luego como una oleada creciente que retumbaba en su cabeza. Eddie sabía que para los medios esto ya no era solo una ceremonia retrasada, era un espectáculo, una historia que buscaban moldear para convertirlo en el protagonista de un fracaso. Los flashes de las cámaras eran implacables, cegándolo por instantes y volviendo a iluminar sus rasgos tensos.—¿Dónde demonios estás, Blair? —murmuró con los dientes apretados, revisando el teléfono una vez más. Nada. Ni un
La noche se asentaba densa y silenciosa sobre la ciudad, como un velo negro cubierto de incertidumbre. Las luces tenues de los edificios parpadeaban a lo lejos, pero en el despacho de Massimo Agosti, la penumbra era la única testigo de su inquietud. El aroma del cuero de los muebles y el leve olor a madera vieja impregnaban el aire, mezclándose con el humo del cigarro que había dejado consumir en el cenicero.Massimo, con los codos apoyados sobre el escritorio y las manos entrelazadas en un gesto de frustración, sentía que el peso de los últimos días se había convertido en una losa imposible de levantar. Eddie había cruzado un límite peligroso y, desde la tarde, su rastro se había esfumado junto con Blair.La última vez que alguien los vio fue cuando Eddie salió de la iglesia con una expresión que Massimo solo había visto una vez, el día en que su padre lo marcó como la oveja negra de la familia. Ricardo, su padre, enfurecido y cansado, le había reprochado cada uno de sus errores como
El silencio en el despacho de Massimo Agosti era tan denso que apenas se oía el leve tic-tac del reloj antiguo, un eco que amplificaba su frustración. Las cortinas gruesas filtraban la luz de la tarde en tenues franjas doradas que apenas tocaban las superficies pulidas de la habitación. Massimo se pasó una mano por el cabello oscuro, desordenándolo más de lo que ya estaba, y exhaló un suspiro entre dientes. Dos días. Dos largos días desde que Blair desapareció sin dejar rastro. Había agotado todas sus conexiones, sus influencias, y, aun así, nada.Un golpe seco en la puerta lo devolvió a la realidad. Antes de que pudiera responder, Ricardo Agosti, su padre, entró con paso firme y ceño fruncido. Su figura imponente, vestida de traje gris oscuro, llenó el espacio con una autoridad que no admitía réplica.—¿Te importaría explicar por qué no te presentaste a la junta directiva de hoy? —espetó Ricardo, clavando en él una mirada de acero.Massimo levantó los ojos de los documentos dispersos
DOS AÑOS DESPUÉS.El aroma a café recién hecho llenaba la cocina amplia y luminosa de la casa Vitali. Las primeras luces del día entraban por las ventanas altas, tiñendo las paredes con un dorado suave. Blair, sentada en un taburete de la isla central, contemplaba la taza entre sus manos, los dedos acariciando el borde de la porcelana mientras tomaba el último sorbo. Su mirada, serena y concentrada, reflejaba el pensamiento constante sobre los nuevos planos que debía presentar ese día. Desde que había comenzado a trabajar como arquitecta, su vida había adquirido un ritmo frenético pero gratificante.El sonido claro y agudo de un llanto interrumpió el silencio matutino. Blair dejó la taza sobre la encimera y se dirigió apresurada al piso superior, donde la habitación de sus hijos estaba bañada por la luz del amanecer. Tres cunas de madera blanca se alineaban en la estancia, cada una cuidadosamente decorada con detalles únicos: estrellas y lunas para Arturo, barcos y olas para Dominic,
El eco de las voces resonaba en la sala de conferencias, rebotando entre las paredes revestidas de madera oscura y cristal. Las luces empotradas en el techo proyectaban un resplandor cálido, difuso, que no lograba arrancar a Massimo Agosti de su ensoñación. Las palabras de sus arquitectos, los gestos precisos al señalar los planos de la nueva plaza tecnológica, apenas lograban penetrar la barrera de sus pensamientos. Se encontraba atrapado en un bucle insidioso, alimentado por un recuerdo que nunca lo había soltado del todo: Blair. Dos años. Dos años de incertidumbre, de noches insomnes repasando cada detalle del momento en que ella desapareció, sin dejar rastro, como si la tierra la hubiera devorado. Los informes de sus investigadores, siempre igual de vacíos, le dolían tanto como la primera vez. “No se encuentra nada, señor Agosti. Es como si nunca hubiera existido”, le repetían, y él sentía que una parte de su alma se desvanecía con cada afirmación. —¿Qué opina del proyecto, Mass
El brillo de la luna se colaba por la ventana de la habitación, proyectando destellos plateados sobre las cunas de Arturo, Dominic y Elizabeth. El suave ritmo de la respiración de los tres bebés era un bálsamo para el corazón de Blair, un recordatorio de todo lo que había construido y de lo que estaba dispuesta a proteger. Sus ojos, cansados, pero llenos de ternura, recorrían los pequeños rostros que dormían plácidamente. Arturo, el mayor por unos minutos, fruncía el ceño en sueños como si resolviera un problema complicado; Dominic, con su cabello rubio, dormía con las manos en alto, y Elizabeth, la pequeña, tenía la expresión serena de quien conoce solo la paz.Un suspiro escapó de sus labios mientras retiraba suavemente una manta que se había deslizado por la barandilla de la cuna de Elizabeth. Era tarde y el agotamiento le pesaba en los hombros, pero el deber aún no había terminado. Con un último vistazo, Blair salió de la habitación a paso lento, cerrando la puerta con delicadeza
El aire de la sala era denso, cargado con el murmullo de voces elegantes, risas contenidas y el tintineo de copas de cristal que se alzaban en brindis discretos. Las luces del salón, cálidas y doradas, iluminaban la opulencia del lugar, reflejándose en las prendas y joyas de los asistentes, como si cada persona se esforzara por brillar más que la otra. Pero, para Massimo Agosti, el mundo había dejado de girar en cuanto la vio.Blair. El nombre que había repetido en su mente durante dos años como una oración desesperada, un anhelo doloroso, se materializaba ahora frente a él, envuelto en el halo de incredulidad y asombro que lo paralizaba. Observó con detalle cada centímetro de su figura: el vestido azul de seda se ceñía a sus curvas con una perfección casi insultante, y el escote, más pronunciado de lo que recordaba, le hizo pensar que el tiempo había pasado sin tenerla entre sus brazos. Notó, con una punzada de asombro, que incluso sus pechos parecían más generosos. Pero, ¿era posibl
—Señor Agosti, este es el baño de damas, ¿acaso no lo sabe? —dijo Blair, tratando de mantener su tono neutral y distante, aunque un leve temblor traicionaba su aparente calma.Massimo no respondió de inmediato. Dio un paso hacia delante, con sus ojos verdes e intensos clavándose en los de ella como si intentaran desentrañar un secreto largamente oculto. Blair sintió que el aire se volvía más pesado, cada respiración un esfuerzo consciente. Había rabia en sus ojos, sí, pero también un destello de algo más, algo que parecía rozar el borde del alivio. La dualidad en su mirada era tan penetrante que, por un segundo, Blair casi se sintió desarmada.—¿Cuánto tiempo piensas seguir con este juego, Blair? —La voz de Massimo, baja y cargada de una emoción indescifrable, se propagó en el silencio del baño—. Estamos a solas. Ya no necesitas fingir.Blair sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Enderezó la postura, como si un hilo invisible la obligara a mantenerse firme. Tenía que recordarse