La piedra se cerró con un golpe seco. No había rastro. No había huellas. Nada más que el eco de un poder que no les pertenecía. Los hombres de Selene, exhaustos y frustrados, emergieron uno por uno de la entrada de la cueva, cubiertos de polvo y con los ojos aún irritados por la energía que impregnaba el lugar. —No están. —gruñó uno de ellos, apretando los dientes—. Es como si la cueva se los hubiera tragado. —¿O los hubiera protegido? —dijo otro, más bajo, como si el solo pensarlo le diera escalofríos. Esperaban un castigo inmediato. Una descarga de magia, un aullido, un grito, pero lo que encontraron fue peor. Silencio. Y luego, el aroma. El aire se llenó de un perfume metálico, dulce y violento. Un viento que cortaba como cuchilla, que anunciaba que ella se acercaba. Selene apareció entre los árboles como una sombra que no tocaba el suelo. Su cabello oscuro flotaba tras ella como una cortina de humo, y sus ojos —una mezcla de violeta y negro— ardían con furia contenida. Los hom
El aire cambió en cuanto salieron de la cueva. El bosque los recibió con un silencio denso, húmedo, como si supiera lo que había ocurrido en su interior. Como si la energía de Ulva ya no pudiera ocultarse de nada ni de nadie. Ulva levantó la mirada. La luz del mediodía atravesaba las hojas como lanzas doradas. Sentía el cuerpo más liviano, pero el alma… más pesada. Las palabras del libro, el espejo, la vibración de su pecho… todo comenzaba a entrelazarse en su mente como piezas de un rompecabezas que apenas había empezado a comprender. —Hay más que tenemos que encontrar —murmuró—. Pistas, fragmentos, esto no se trata solo de una profecía… es un camino trazado.—Fenrir caminaba a su lado, en silencio. Su mirada no abandonaba los árboles, atento, protector, pero había algo más. Algo en la forma en que la observaba de reojo. En cómo sus dedos la rozaban cuando creía que ella no lo notaba. El celo no había cedido. Si algo, estaba empeorando. Las pulsaciones de Ulva se volvían erráticas cua
Las mazmorras estaban ocultas bajo la antigua fortaleza del norte, donde las piedras respiraban humedad, y el eco de los lamentos se mezclaba con el goteo constante del agua cayendo por las grietas. Nadie bajaba allí sin orden directa de Selene. Y nadie que bajaba, salía con el alma intacta.La puerta de hierro se abrió con un chillido largo.Selene descendió los escalones lentamente, vestida de negro, con una capa que arrastraba sombras a su paso. No llevaba guardias. No los necesitaba.El aire estaba impregnado de un olor metálico, mezcla de sangre seca y magia dormida.—Vaya, vaya… aún estás vivo —murmuró con sorna.En la celda más profunda, encadenado por los brazos y el cuello con grilletes encantados, estaba él: Darian, el último Alfa del norte. El padre de Ulva.Sus ojos, antes dorados y llenos de liderazgo, eran ahora más oscuros, más cansados. Pero seguían teniendo brillo. La locura que fingía había desaparecido desde la última luna llena, y con ella, el velo del hechizo que
La noche había caído con furia tras la emboscada. Ulva y Fenrir encontraron refugio en una gruta oculta entre rocas antiguas, donde el viento no podía alcanzarlos y la magia de Selene no penetraba. El lugar olía a piedra, a musgo y a tiempo. Era un escondite olvidado… o quizá uno que los esperaba. El cuerpo de Ulva temblaba aún por la batalla. No de miedo. De exceso de energía contenida, de necesidad. Fenrir colocó su abrigo sobre ella, y luego se sentó a su lado, sin decir nada. El silencio entre ambos era denso.—Pudo habernos matado —dijo él, al fin—. Si realmente lo quería, Selene habría ido en persona.—Quería que supiera que sabe —respondió Ulva, con la voz baja—. Y que no tenemos escapatoria. —Fenrir la miró.—Pero la tenemos. Porque seguimos vivos. —Ulva giró el rostro hacia él. La luz de la luna, filtrándose entre las ramas, delineaba su rostro cansado, marcado por la tierra, el sudor y la sangre seca. Y aún así… era hermoso, feroz… suyo.—¿Cómo lo haces? —murmuró ella—. ¿Cóm
El castillo del norte emerge entre la niebla como un monstruo dormido. Sus torres recortan el cielo gris, y las murallas respiraban un silencio tan pesado que ni los pájaros se atrevían a sobrevolarlo. Allí, entre la raíz de la torre más antigua, una losa de piedra esperaba. Lúgubre, sellada por siglos, hasta ahora. Ulva se agachó frente a la entrada oculta. La marca en su palma comenzó a arder.—Aquí es —susurró.Karsen sacó una pequeña piedra envuelta en tela. Al desenrollarla, reveló una runa tallada en obsidiana. Fenrir permanecía de pie detrás de ellos, cubriendo la retaguardia con los sentidos aguzados.—¿Estás segura? —preguntó Karsen.Ulva asintió. Con decisión, apretó su palma sangrante contra la piedra. La runa brilló al unísono. Un leve crujido resonó bajo tierra.La losa comenzó a moverse.Un susurro de aire viciado emergió del interior, arrastrando con él el olor a magia vieja… y a muerte.Fenrir arrugó la nariz.—Hermoso lugar. ¿Podemos entrar ya? ─Ulva le lanzó una mira
El humo de la pira aún flotaba sobre el claro, como un velo de ceniza que se resistía a desaparecer. La manada se había dispersado, algunos en silencio, otros con lágrimas secas en los ojos. Solo quedaban unos pocos reunidos en el antiguo salón del consejo, una estructura semiderruida entre los árboles, donde los alfas se reunían antes de la caída del norte.Ulva se mantuvo de pie en el centro. No tomó asiento. Su abrigo blanco seguía cubriéndola, pero ya no por respeto al duelo, sino como símbolo del poder que ahora llevaba sobre los hombros.—Tenemos que actuar antes de que Selene nos encierre con una sonrisa y una daga por la espalda —dijo con voz firme. Sus ojos recorrieron a los presentes—. El juramento no es solo mío. Es de todos los que aún creen en el legado de la luna. ─Karsen se acomodó el abrigo de cuero y se inclinó levemente hacia adelante.—Con tu permiso, Alfa. Ya he comenzado a mover algunos contactos. Los clanes errantes del este aún nos deben favores. Y los exiliados
El viento aullaba con una intensidad inusual aquella noche, como si la misma luna llorara por lo que estaba a punto de suceder. En lo profundo del bosque, la Gran Manada de Silvermoon se reunía en un círculo solemne, sus miradas cargadas de tensión y expectativa. Al frente, de rodillas sobre la fría tierra, estaba Ulva Aldebarán, la legítima heredera del trono de los licántropos. Su vestido de ceremonia, ahora rasgado y cubierto de barro, contrastaba con la majestuosidad de su presencia.Los ojos dorados de Ulva brillaban con rabia y desconcierto. Jamás habría imaginado que la noche en la que ascendería como Alfa sería también la noche de su sentencia de muerte.Alrededor de ella, la manada la observaba en un silencio sepulcral. Rostros conocidos y desconocidos, algunos con temor, otros con desprecio. Un escalofrío recorrió su espalda cuando sus ojos se cruzaron con los de Darian, su padre, el Alfa Supremo. Su expresión era impasible, pero en su mirada había algo peor que la furia: de
La oscuridad la envolvía como un manto helado. El sonido del agua corriendo fue lo primero que percibió antes de sentir el frío abrasador en su piel. Ulva abrió los ojos de golpe, su cuerpo sacudido por un espasmo de dolor. Su garganta ardía, su cabeza latía con fuerza y cada fibra de su ser gritaba por el daño recibido.Estaba en un río.El agua helada la rodeaba, arrastrándola suavemente entre las rocas. Se obligó a moverse, a luchar contra la corriente, pero su cuerpo no respondía de inmediato. Sus extremidades se sentían pesadas, entumecidas. La sangre se mezclaba con el agua, tiñendo la corriente de un rojo oscuro.Entonces, los recuerdos la golpearon como una embestida feroz.Cael. Selene. La traición.Un dolor punzante en su abdomen la hizo jadear. Intentó moverse, y la agonía la envolvió. Su costado estaba desgarrado, su piel ardía con una herida profunda. La verdad se reveló en su mente con brutal claridad: Cael la había herido gravemente y la habían lanzado al río, esperando