El silencio del palacio era distinto al de cualquier otro lugar. No era un vacío. Era una presencia antigua, que observaba desde los muros, que respiraba en las alfombras heredadas y en los cuadros dorados que decoraban los pasillos. Cada piedra del suelo contaba una historia. Zayd Al-Salim lo sabía desde niño. Lo había aprendido con disciplina, con sangre. Esa noche, sin embargo, no caminaba como príncipe, caminaba como hombre. Un hombre que había conocido a su prometida… y que no podía sacarla de la mente.Mariam, no era como la imaginó cuando era niño. No como la describen los documentos, ni las conversaciones entre reyes. Era más real, más fuerte y más herida de lo que nadie sospechaba. Ella no lo amaba, aún no, pero lo miraba como si intentara hacerlo y eso, para Zayd, era suficiente para comenzar.Entró en la sala del consejo privado. Su padre, el rey Omar Al-Salim, lo esperaba con un caftán oscuro y una túnica blanca bajo la prenda ceremonial. A su lado, como ya había acordado,
Las paredes de su habitación estaban llenas de flores frescas, bordados dorados, y telas de colores cálidos. La luna aún no salía, pero en el palacio se sentía como si todo el universo se hubiera detenido para esa noche. Mariam estaba de pie frente al espejo. Tres doncellas la rodeaban, ajustando cada detalle del vestido elegido para la ceremonia del anuncio de compromiso. No era blanco, como el de una boda. Era de un tono marfil, con detalles plateados bordados a mano, inspirado en el atuendo real que había usado su madre en su primer acto diplomático. Su cabello estaba recogido en una trenza elaborada, adornada con perlas. Su cuello desnudo brillaba con el zafiro heredado.Parecía una reina, pero dentro… todavía dolía. “Esta no soy yo”, pensaba. Y al mismo tiempo: “Esta es quien debo ser”. Las doncellas terminaron en silencio. Lamis se acercó con una caja en terciopelo y la abrió frente a ella.—Es el anillo —dijo suavemente—. El príncipe pidió que tú misma lo sostengas hasta el mo
Las luces de la mansión Lion estaban encendidas, pero dentro todo se sentía frío. El silencio era incómodo, como si la casa supiera lo que estaba por venir. Marck caminaba de un lado a otro en su oficina, con el nudo de la corbata suelto y la copa de whisky a medio vaciar sobre el escritorio. Su celular vibró. Un mensaje anónimo. Solo una frase.“Dejaste ir a la única mujer que te amó de verdad.” Y una imagen.El corazón de Marck se detuvo por un segundo. Se acercó al teléfono y amplió la foto. No, no podía ser. Era ella, Sandra. Vestida como una reina del desierto. De pie frente a un príncipe, con una corona ligera sobre su cabeza y un anillo que brillaba más que el sol sobre su dedo anular. El mismo anillo que él soñó ponerle alguna vez.“¿Mariam…?” leyó en un susurro el ruedo de la foto, sintiendo cómo el pecho le ardía. alli no se mensionaba Sandra, ella no era su asistente, la mujer con la que compartió caricias furtivas en la suite de París. Ahora la llaman Mariam y alegan que
La lluvia golpeaba con suavidad los cristales del ventanal, pero dentro de aquella suite no había lugar para la calma. Las luces estaban bajas, la habitación impregnada de un aroma especiado y cálido, como si todo el aire hubiese sido invocado por un deseo antiguo.Aurora estaba de espaldas al espejo, ajustando el tirante de una lencería negra con encaje francés. Su piel era una provocación constante. La melena dorada caía en ondas desordenadas por su espalda. Sabía que Akiro la observaba desde el borde de la cama, donde estaba sentado sin camisa, con el pantalón desabrochado y una copa de vino en la mano.—¿Vas a mirarme así toda la noche o vas a hacer algo al respecto? —dijo ella, sin darse la vuelta. Akiro bebió un sorbo. Sus ojos oscuros brillaban con esa mezcla peligrosa de lujuria e inteligencia.—A veces, observar es más poderoso que tocar —respondió con voz grave—. Pero contigo… siempre termino cayendo. —Ella giró lentamente. Se acercó como una pantera herida pero peligrosa, c
El sol del mediodía se filtraba a través de las hojas de las palmas datileras, proyectando sombras danzantes sobre las alfombras tejidas que cubrían la arena. Una carpa tradicional había sido montada en medio del oasis, adornada con cojines de terciopelo, faroles tallados a mano y bandejas de plata con frutos secos, dulces y jarras de agua de rosas. La brisa caliente olía a azafrán, café recién hecho y tierra viva.Zayd llegó primero, vestido con una thobe blanca impecable, sin capa ni corona, como si ese día no fuera un príncipe, sino solo un hombre. Le sonrió a Mariam cuando la vio llegar acompañada por su abuelo.Ella llevaba un vestido tradicional en tonos crema con detalles dorados. Su cabello estaba cubierto con un pañuelo de seda sujeto por una delicada cadena dorada. Se veía sencilla, serena, bella como una promesa.—Estás hermosa —le dijo Zayd al acercarse, con esa voz suya que siempre parecía esconder una nota de ternura no dicha.—Y tú demasiado formal para un pasadía —resp
El vestíbulo del palacio resonaba con pasos suaves, perfumes florales y el eco lejano de conversaciones diplomáticas. Pero cuando Akiro Yamada cruzó sus puertas, fue como si el silencio se impusiera. Su presencia era un golpe visual: impecable en un traje de lino negro, camisa abierta en el cuello, sin corbata. Ojos oscuros que lo escaneaban todo como si ya conociera los secretos mejor guardados de ese lugar.No pidió permiso para entrar. Lo escoltaba un mayordomo nervioso, pero Akiro caminaba con paso firme, directo al corazón del castillo. Los guardias lo observaron sin intervenir; su nombre había sido aprobado por protocolo, gracias a alguna llamada hecha desde Bruselas. Pero nadie esperaba que se presentara tan pronto. Ni que viniera tan preparado.—El jeque Haifa está en reunión, señor Yamada —dijo el mayordomo—. Puede esperarlo en el salón de té o…—No vine a ver al jeque, vine a verla a ella. —El mayordomo palideció.—¿La princesa Mariam? —Akiro no respondió, solo caminó hacia
Zayd caminaba por los pasillos del ala norte del palacio, con una expresión más dura de lo habitual. Había salido de su estudio tras recibir un informe discreto de parte de uno de los jefes de seguridad privada. El nombre “Akiro Yamada” brillaba en rojo sobre la hoja.El hombre japonés no solo había entrado sin anunciar su verdadera intención, sino que había buscado a Mariam directamente. Sin pasar por Haifa. Sin pasar por él. Sin pasar por respeto.—¿Cuánto tiempo estuvo con ella? —preguntó en voz baja, deteniéndose frente a una de las columnas de mármol.—No más de veinte minutos, señor —respondió el escolta—. No parecía agresivo, pero tampoco era una visita casual. Se presentó con documentos, pero no permitió que fueran revisados.Zayd apretó los puños.—Aumenta la vigilancia de su habitación. Discreta, pero constante. Quiero informes, horarios y si vuelve a poner un pie en este palacio sin autorización directa mía, quiero que se le niegue la entrada aunque traiga una carta del mis
Sintió que el corazón le daba un vuelco. Caminó con prisa hasta la puerta y la abrió. Él estaba allí. Impecable. Su thobe blanca lo hacía parecer una extensión de la luz que entraba por el pasillo. Pero su rostro… su rostro estaba serio, demasiado.—Iba a salir —dijo ella, sin saber por qué se justificaba.—Lo sé —respondió él, sin suavidad. Mariam frunció el ceño.—¿Lo sabes? —Zayd asintió y entró sin esperar invitación. Miró las rosas sobre el tocador, la caja abierta, la carta. Todo estaba a la vista.—No te iba a decir nada aún —dijo ella, bajando la mirada.—Y aún así ibas a ir. —El silencio entre ellos fue tenso. Como una cuerda estirada al borde del colapso.—No confío en él —admitió Mariam—. Pero… parte de mí necesitaba saber qué tanto puede ver desde afuera. Qué tanto sabe. Qué tanto finge. —Zayd se acercó. No como quien reclama, sino como quien está tratando de entender.—¿Y si eso te lastima más?—Entonces lo enfrentaré. No quiero construir una vida contigo, Zayd, con part