CAPÍTULO 5

Días después

Alexander decidió salir a despejar su mente. Se dirigió a un bar cercano, una vez allí, se sentó en la barra y pidió un trago. Sus ojos recorrieron el local hasta que se toparon con la figura de una mujer sentada sola en una mesa.

Alexander se acercó a ella y entabló una conversación. La mujer, claramente interesada, coqueteaba descaradamente con él. Aunque Alexander no amaba a Lauren, sentía en el fondo que estaba mal. Él no pudo evitar dejarse llevar por el momento. Conversaron durante un rato, pero antes de que la situación se descontrolara, Alexander se excusó y se marchó del bar.

Al llegar a la mansión, Alexander se encontró con Lauren, quien entrecerró los ojos al verlo. Ella había notado su ausencia y, aunque temía enfrentarlo, no pudo contener la curiosidad.

—¿Dónde has estado? —quiso saber, su voz temblando ligeramente.

Alexander la miró con desdén, sin inmutarse por la acusación implícita en su pregunta.

—Eso no es de tu incumbencia —escupió con frialdad—. Yo hago lo que quiero, cuando quiero.

Lauren sintió que la ira le quemaba por dentro. Después de todo lo que había soportado, ¿cómo se atrevía Alexander a engañarla?

—¿Cómo te atreves Alexander? —espetó, sin poder contener sus emociones—. ¿Acaso no te basta con mantenerme encerrada y hacerme tuya las veces que te venga en gana?

Alexander soltó una risa burlona, sin inmutarse por la confrontación.

—¿De qué hablas? —se mofó—. Por favor, Lauren, no seas ridícula. Yo soy el dueño de esta casa, y puedo hacer lo que se me antoje. Tú eres solo mi esposa, nada más. No tienes derecho a reclamarme nada. Fuera de mi vista.

Las palabras de Alexander cayeron sobre Lauren como un balde de agua fría. Se sintió tan impotente que se aproximó y lo enfrentó. No podía seguir soportando aquel trato de su parte.

—¡No soy tu juguete! —gritó Lauren, con lágrimas de rabia en los ojos—. ¡Merezco respeto, Alexander! ¡No puedes acostarte con quien se te cruce en el camino! Apestas a alcohol y tienes labial en la camisa, ¿por qué...

—¡Cállate! —la empujó contra la pared y ella gimió de dolor, además de estar aterrorizada por la violencia de sus movimientos —. ¿Qué quieres exactamente de mí? Me detestas, me odias y ahora me celas... no lo entiendo.

Ella iba a decir algo, pero de un arrebato aferró su nuca y la besó con fiereza. El beso sorpresa le nubló la cabeza y robó todo el aire de sus pulmones, al separarse Alexander la miró con los ojos brillantes, oscurecido por un deseo incesante.

Lauren bajó la cabeza. Él elevó su mentón de inmediato para un sostenimiento obligado en donde sus ojos batallaron.

—Tú no mereces nada, Lauren. Eres solo una insignificancia en mi vida. Nunca te amaré, nunca serás más que una carga.

—¿Por qué me odias tanto?

—No necesito una razón para aborrecerte.

Esas palabras fueron como puñaladas para Lauren.

Alexander, se perdió en sus ojos cafés, esa mirada que se rompió delante de él. No había un motivo específico para odiarla, al inicio solo la señaló como una oportunista, pero con el tiempo se dio cuenta que ella no era como las demás; a Lauren la suntuosidad no la atrapó. Después, Alexander comenzó a sentirse confuso, pensaba más de lo que debía en ella, en silencio se preocupó aunque no hizo nada para remediarlo.

Descubrir que empezaba a enamorarse de su esposa, lo enojaba, se convertía en un combustible que lo volvía contra ella, por ende la odiaba

No quería caer, no se repetiría la historia.

Sin decir una palabra más, Lauren se dio la vuelta y se encerró en su habitación, dejando a Alexander solo en el pasillo. Una vez a solas, se derrumbó sobre la cama, sollozando.

Al menos dormían en habitaciones separadas, no soportaría compartir la misma cama con un implacable hombre como él.

***

Dos meses después...

La luz del baño era tenue, apenas iluminando la pequeña caja blanca que Lauren sostenía entre sus manos temblorosas. Había pasado los últimos días sintiéndose extraña, una mezcla de náuseas y un cansancio que no podía explicar. Sus pensamientos giraban en torno a las posibilidades, cada vez más aterradoras. Finalmente, había decidido hacerse la prueba.

Con un suspiro profundo, se armó de valor y siguió las instrucciones escritas en la caja. A medida que los minutos transcurrían, el silencio se hacía más pesado. Miraba fijamente el pequeño dispositivo, como si pudiera controlar el resultado con la fuerza de su voluntad. Cuando finalmente el reloj marcó el tiempo, su corazón latía con fuerza. Se acercó al test, y sus ojos se abrieron de par en par al ver las dos líneas rosadas que confirmaban lo que más temía.

—No, no, no... —murmuró, sintiéndose desvanecer. Se apoyó en el lavabo, la realidad comenzando a hundirse en su pecho como una pesada losa. Estaba embarazada. La palabra resonaba en su mente como un eco aterrador. A su alrededor, el mundo parecía desmoronarse.

Lauren se sentó en el suelo frío del baño, el frío azotando su piel mientras su mente se llenaba de pensamientos caóticos. ¿Qué haría ahora? No podía contarle a Alexander. ¡Él no quería tener hijos!

Cerró los ojos imaginando un futuro incierto.

El miedo crecía en su interior, alimentándose de las dudas. No podía permitir que lo que ocurría la consumiera; necesitaba tiempo para pensar.

Se levantó del suelo, aún temblando, y miró su reflejo en el espejo. Ella salió del baño, su corazón aún latiendo desbocado.

No entendía como pudo fallar el dispositivo que le pusieron. Bufó. La noticia la llenó de pánico. Recordó las precauciones que siempre habían tomado y se preguntó cómo era posible que hubiera ocurrido.

Sin embargo, la idea de traer un hijo a aquel entorno tóxico le aterraba. ¿Cómo podría criar a un niño en medio de aquel matrimonio sin amor, rodeada de los muros opresivos de aquella mansión? No, no podía permitirlo. Tenía que escapar, tenía que encontrar la manera de recuperar su libertad.

Lauren miró a su alrededor, evaluando sus opciones. Sabía que Alexander nunca le permitiría irse, que haría todo lo posible por mantenerla bajo su control.

Una tarde, cuando la sirvienta entró a su habitación, Lauren la miró con una expresión decidida.

—Necesito que me ayudes —le dijo en voz baja—. Voy a escapar de aquí, y quiero que me ayudes a hacerlo. Estoy embarazada, lo sabes, no puede saberlo Alexander... seguro me pedirá qué aborte y yo no quiero quitarle la vida a un inocente.

La sirvienta la miró sorprendida, pero también con un destello de comprensión en sus ojos.

—Señora, ¿está segura de lo que está haciendo? —inquirió, con cautela—. El señor Alexander nunca se lo perdonará. La buscará hasta debajo de las piedras si es posible.

Lauren asintió con firmeza.

—Lo sé —emitió —. Pero ya no puedo seguir viviendo así. Tengo que recuperar mi libertad, debo irme de aquí lo antes posible.

La sirvienta la miró con simpatía y, después de un breve momento de duda, asintió.

—Haré lo que pueda para ayudarla —emitió en un susurro cómplice —. Pero esto es muy peligroso.

—Lo sé... gracias.

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