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7 El nuevo director

Capítulo 7

El Nuevo Director

El primer día de clases con Gabriel Ferrer como nuevo director llegó acompañado de una atmósfera tensa en la escuela. Apenas pasaban de las siete de la mañana cuando el portón se abrió y la figura de un hombre alto y serio cruzó la entrada. Su rostro era severo, como si las dificultades no hubieran hecho más que reforzar su determinación. Sin embargo, aquellos que observaban con atención podían notar algo de tristeza en sus ojos, una sombra que parecía colarse en su mirada.

Las auxiliares, reunidas en el pasillo, murmuraban entre ellas. No sabían mucho de Gabriel Ferrer, solo que venía a ocupar el puesto que había dejado Ricardo y que, por alguna razón, su llegada había despertado curiosidad en el pueblo. Entre los susurros surgió una duda: ¿por qué el nuevo director no se alojaría en la casa destinada al cargo, como siempre había sido?

Gabriel avanzó por los pasillos, recorriendo cada rincón en silencio. Su expresión permanecía impasible, pero sus ojos captaban cada detalle: los dibujos en las paredes, el patio lleno de hojas otoñales y el aula donde pasarían gran parte de sus días.

En un momento, Sonia, una de las auxiliares, se le acercó con cierta cautela. Su curiosidad era evidente, pero también había respeto en su actitud.

—Director Ferrer —le dijo con amabilidad—, disculpe la pregunta, pero... ¿usted ha venido solo?

Gabriel la miró, sorprendido . Se tomó un segundo antes de responder, y luego, con voz profunda y un aire de tristeza en su tono, explicó:

—En realidad, no estoy solo. Mi hija vendrá conmigo, aunque no llegará hasta el próximo fin de semana. Tiene un año y medio y necesitaré armar su cuna en una habitación adecuada para ella. No planeo quedarme en la casa del director, pero, si es posible, me gustaría que prepararan un espacio. Solo algo sencillo, lo necesario para que ella esté bien.

Sonia asintió, sorprendida. No esperaba esa respuesta, ni el tono melancólico que parecía asomar en sus palabras. Las demás auxiliares, que habían estado pendientes, intercambiaron miradas de comprensión. Sabían lo que implicaba para un padre traer a su hija pequeña en esas circunstancias, y de inmediato comenzaron a pensar en cómo podían ayudar a adecuar un espacio.

—No se preocupe, director Ferrer —respondió Sonia—, haremos lo posible para que tengan un lugar adecuado. Nos encargaremos de que la habitación esté lista antes de su llegada.

Gabriel asintió en agradecimiento. Aunque su rostro seguía serio, sus ojos dejaron ver una leve señal de alivio. Miró la escuela una vez más, como si intentara reconocerse en un espacio que aún le resultaba extraño. Luego, se perdió en sus pensamientos, como si cargara con un peso invisible.

Para las auxiliares y otros presentes, era evidente que Gabriel Ferrer traía una historia que contar.

Gabriel Ferrer, de unos 35 años, llegó al pequeño pueblo cargando un duelo que le pesaba en cada fibra. Sus ojos verdes, tan profundos como tristes, escondían una historia que pocos conocían. La pérdida de su esposa, Andrea, había dejado un vacío en su vida que nada parecía poder llenar, salvo tal vez su hija, Florencia. Pero incluso ella le había sido arrebatada.

Todo ocurrió el día en que nació Florencia, un día que Gabriel pensaba que sería el comienzo de una vida más plena y feliz. Andrea y él habían estado esperando a su hija con ansias y la llegada de Florencia llenó la habitación de luz y alegría. La pequeña, con sus ojos celestes como los de su madre, le parecía un milagro.

Sin embargo, unas horas después del parto, la alegría se transformó en tragedia. Gabriel sostenía a su hija en brazos, observando cómo Andrea descansaba. Creyó que dormía profundamente, exhausta tras el esfuerzo y la llamó suavemente: “Andy, mi amor, Flor tiene hambre… ¿vas a darle de tu leche?” Andrea no respondió. Sorprendido, Gabriel se acercó y le acarició el rostro, pero ella seguía sin moverse. “Andy”, repitió, esta vez en un susurro angustiado, mientras la sacudía suavemente. Al no obtener respuesta, su corazón comenzó a acelerarse. El miedo se hizo presente y en pánico, llamó a los médicos, quienes llegaron de inmediato. Hicieron todo lo posible, intentaron reanimarla, pero Andrea no se despertó.

La autopsia reveló que había sufrido una hemorragia interna que nadie detectó a tiempo. Para Gabriel, aquel fue el peor día de su vida. No sabía que se podía llorar tanto, que el dolor pudiera consumirlo de esa forma. La que había sido su compañera de vida, su amor, la madre de su hija, se había ido sin despedirse y el vacío que dejó parecía imposible de llenar.

Y como si eso no fuera suficiente, su suegra, Rosa Saavedra, aprovechó la vulnerabilidad de Gabriel para luchar por la custodia de Florencia. Rosa era una mujer poderosa, de gran influencia ,recursos y desde siempre había considerado que Gabriel no era suficiente para Andrea. Así, apenas semanas después del entierro, Rosa usó abogados, jueces y cualquier medio a su disposición para arrebatarle a Florencia, a quien Gabriel llamaba su “Florcita”. Con pocas opciones, terminó por ceder, destrozado al tener que entregar a su hija, la última conexión que tenía con Andrea. La única concesión que consiguió fue la posibilidad de ver a Florencia dos fines de semana al mes y durante las vacaciones y feriados.

Desde entonces, cada encuentro con Florencia le recordaba su amor por Andrea y lo que había perdido. Pero también reforzaba su determinación de pelear por su hija. Decidió contratar al mejor abogado posible para intentar recuperar la custodia. Sin embargo, el abogado le explicó que su situación solo podría mejorar si Gabriel demostraba estabilidad, e idealmente, si lograba rehacer su vida, incluso con una pareja, para dar a Florencia un hogar estructurado. Aquella sugerencia, aunque difícil de aceptar, encendió en Gabriel una chispa de esperanza.

Así, cuando le ofrecieron el puesto de director en la escuela del pueblo, Gabriel no lo pensó dos veces. Necesitaba comenzar de nuevo, lejos de la ciudad y de la opresiva presencia de Rosa, quien controlaba cada aspecto de su vida desde la distancia. Al llegar al pueblo, sintió que la vida le daba una oportunidad de encontrar la paz que tanto anhelaba, de reconstruir su estabilidad y quizás, demostrarle al juez que era capaz de criar a su hija.

El primer día que entró a la escuela, algo en el ambiente lo reconfortó. Sintió una calma y una calidez que hacía tiempo no experimentaba. Observó a los niños corriendo por los pasillos, las maestras que lo saludaban con una amabilidad genuina y un sentimiento que creía perdido comenzó a surgir: esperanza.

Esa noche, mientras se acomodaba en su nueva casa y miraba la cuna vacía que había preparado para Florencia, Gabriel supo que había tomado la decisión correcta. Ahora tenía un motivo para seguir adelante, un objetivo claro: recuperar a su hija y darle la vida que Andrea habría querido para ella. Por lo menos sentía que en el pueblo , lejos de la presión de la ciudad, podría trabajar en reconstruir su vida. La distancia también lo ayudaría a evitar la tentación de pasar las noches afuera de la mansión de Rosa, en un intento de sentirse cerca de su hija, aunque fuera desde el otro lado de la verja.

Sin embargo, los fines de semana que pasaba con Florencia le recordaban que la lucha por ella no podía detenerse.

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