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Bajo las escaleras con pereza, en busca de ese embelesador olor a café recién hecho que se impone al olor a canela que siempre suele haber en casa. Entro en la cocina, donde mi madre ya está levantada y lista para irse a trabajar, o eso parece. Me sorprende gratamente que haya tenido ganas de prepararme café a pesar de que parece estar apurada.

Me acerco hasta la isleta de la cocina más alejada de la puerta y me siento en uno de los taburetes que encuentro.

—Buenos días —saludo.

Elizabeth se da la vuelta sobresaltada ante el silencio de mis pasos y me mira como si acabara de ver un fantasma de la nada. A pesar de que no tengo ganas de reírme hago el esfuerzo de sonreír a la vez que enarco una ceja.

Elizabeth se lleva la mano al pecho con dramatismo y me fulmina con la mirada de manera cómica.

—Casi me da un infarto, chiquilla —protesta poco convencida. Me pasa la taza de café que sostenía en la mano y yo la cojo con ambas manos—. ¿Estás preparada para i

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