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CAPÍTULO 39. UNA AFRENTA QUE NO PUEDO PERDONAR

Rodrigo.

Escucho el grito de Lizzie y mi primer instinto es echar mano del arma que tengo en el cajón de mi mesa de noche. Normalmente no hay un arma ahí, pero anoche llegué tan cansado que no tuve ganas de estar hurgando en la caja fuerte para meterla.

La rastrillo y me dirijo al baño en una posición defensiva, esperando encontrar a alguien atacando a mi esposa, pero todo lo que veo es a Lizzie hecha un ovillo a los pies del lavabo, con la frente apoyada en las rodillas y los brazos rodeándose las piernas, como si fuera una niña pequeña a la que acaban de gritarle severamente.

Miro a todos lados buscando quién pudo atacarla pero no hay ni un alma. Lanzo la pistola sobre la plaza de mármol y me arrodillo frente a ella, que sigue gritando.

—Lizzie… ¡Lizzie! —la llamo pero es como si estuviera sumida en la peor de las pesadillas—. ¡Lizzzi

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