Carla corrió. Aún llevaba puesto el albornoz blanco y no podía recibir a su jefe en esas fachas. Saltó al tocador, donde se vistió con un jean justo al cuerpo de color azul rey, se calzó unas botas de corte bajo de cuero negro, se soltó el cabello extra liso, pero antes, se lavó la boca, pasó una toalla húmeda por su cara y se colocó algo de base, iluminador, creyón negro en sus ojos y un labial color rosa palo mitad mate, mitad brillo. Combinó todo con un suéter pegado al cuerpo color blanco de botones al frente y de tela gruesa, prenda que quedaba justo pegada a la pretina de su pantalón. La puerta sonó con un toque y Carla se aproximó a la puerta, no sin antes corroborar su aspecto en el gran espejo del baño. Con la mano en el picaporte, dejó salir una ráfaga de aire de manera silenciosa. Estaba nerviosa, esa visita estaba sacándola de su zona de confort, no entendía muy bien qué le pasaba. Al abrir, ella pudo sentir cómo si una ráfaga de aire la golpeara con ímpetu, en su espa
La mañana del lunes amaneció inusualmente fresca en la hermosa playa privada de George J. Miller, por lo que tanto él como Lenis, después del desayuno y la aplicación del tratamiento y terapia de la pierna, planificaron pasar un rato sobre la arena, intentar nadar en las tranquilas aguas claras de aquella parte de la enorme bahía, sobre todo, hacerlo ella sin la malla protectora. Una amplia sombrilla, una gran toalla sobre la tierra, el mar azul, olas calmadas, silencio… Alguna que otra ave haciendo eco, pero George y Lenis (ella entre las piernas de él) se dedicaban a mirar ambos el horizonte, mientras él la abrazaba con su espalda recostada contra una especie de puff que transladaron hasta allí para más comodidad. La secretaria acariciaba las piernas del abogado, lentamente; piernas entrelazadas con las de ellas, con delicadeza para no herir ni molestar (aunque su recuperación iba viento en popa). Piernas gruesas las de él, haciendo contraste con las preciosas extremidades de ella.
George carraspeó con la garganta para erradicar un poco sus ganas de llorar, sintiendo un poco de vergüenza por ese sentimiento. No era la primera vez que se dejaba ver así delante de ella, pero no le gustaba, le hacía sentir débil, sobre todo entendiendo que en esos momentos debía ser todo lo fuerte que pudiese. Para él, para ella, para todos. Se separó de Lenis un momento y entrelazó su mano con la de ella, la misma que cargaba el anillo. Luego, acercó ambas palmas a su pecho. —No he sido un hombre casto, Lenis. —Con el pulgar, acarició su delicada mano—. Las mujeres han pasado por mi vida como una marea al viento, tengo que reconocerlo y no pretenderé ocultarlo. Siempre… Siempre pensé que todo era fácil, a excepción de…, ya sabes, mi padrastro. —Ella asintió, mirando al suelo—. La vida me era llana, un poco vacía, pero no lo noté de ese modo hasta que te conocí. —Él se acomodó mejor, soltándola un momento para lograrlo. Ella siguió escuchando con atención—. Cuando te vi por prime
George sonrió, incrédulo. Peter, con sus manos tras la espalda, estando de pie del otro lado del vidrio, elevó las cejas ante las palabras de la mujer. Y Maximiliano, que lo acompañaba, sentado en una silla de oficina alta, vestido con ropas relajadas y deportivas, como jean, zapatos de goma y un sueter negro cuello en V, con un brazo sobre el espaldar de la silla, un pie sobre el suelo y otro montado en una de las barras, exhaló un par de risotadas a un decibel sonoro muy bajo, como para sí mismo. Ninguno de los jefes podía creer lo que la señora Carmen Díaz estaba declarando con tanto descaro.—Carmen, te recomiendo que dejes de tomarte esto como un juego. Nos diste una dirección y no por un antiguo conocimiento, sino porque sabías que tu sobrina estaba en ese lugar junto a Jefferson Smith, aprovechando el engaño para hacer un trato con nosotros. También sabías que Turgut era dueño de esa hacienda, que el ex asesor del gobernador hacía negocios con él y que uno de esos negocios se t
Lenis salió de la ducha en la tarde del martes. Ya podía darse un baño sin el protector de la pierna, la herida sanaba veloz.Con una toalla en la cabeza y otra alrededor de su cuerpo, entró a la habitación y se dirigió hacia el armario, para quedarse casi literalmente congelada delante de las puertas abiertas y de madera pintada de blanco.El armario estaba vacío, a excepción de un solo gancho, el cual tenía colgado una prenda misteriosa.Lenis miró alrededor de la habitación, sin moverse, extrañadísima por no encontrar nada. No quiso armar revuelo de inmediato y tampoco salir corriendo a preguntare a George el por qué de todo aquello, sin antes ella misma revisar bien la recámara.Las gavetas contaban la misma historia: nada de ropa, a excepción de una caja blanca con un lazo negro, dorado y plateado encima.Lenis alzó las cejas y se quedó mirando aquel regalo.Sus labios se separaron, frunció el ceño y miró hacia la puerta principal, como si con eso lograra ver a George desde allí;
Donald Smith llevaba puesto su braga gris y zapatos de goma blancos al momento de ingresar a la cárcel para políticos.Jefferson, su tío, a pesar de ya no tener poder ni incidencias de ningún tipo ni en política ni en negocios, logró una gran hazaña: que su familiar le acompañara dentro de aquel recinto penitenciario donde ambos pasarían una buena temporada de sus vidas.No fue fácil, pero Andam Coney consiguió desligarse de ser el abogado de Smith, y para no meterse en más problemas con “ese tipo de personas”, como él mismo le había dicho una vez a George J. Miller, dejó que otro colega representara los intereses de el ex asesor, por lo que éste nuevo abogado logró el traslado, moviendo hilos fuertes, amarras gruesas, que le otorgaban a Donald un cargo político de menor escala, el mismo que le permitió la osadía de ser trasladado a una cárcel distinta a la que le correspondía.Dentro de la correccional, Donald y Jefferson se dieron un gran abrazo. El rubio se disculpó con su sobrino
George, después de escuchar aquellas palabras, tomó la mano de Lenis y besó su dorso.Agradeciendo al frío por haberlos hecho meterse en casa, los novios, ahora completamente solos, contemplaban la torrencial lluvia que caía una hora después de la cena y el brindis, permanenciendo de pie frente a las puertas de vidrio.George la abrazaba desde atrás, Lenis acariciaba aquellos fuertes brazos que la sostenían.Se escuchaban las gotas caer, sobre todo encima de la tela protectora que unos hombres de seguridad (los mismos que pernoctaban en la casa del frente y vigilaban la calle) habían ayudado a colocar sobre la alberca.Lenis entrelazó los dedos de sus manos con la izquierda de George y miró su anillo. El abogado y ella compartían el diseño: un anillo de oro liso para cada quien, con la diferencia de ella llevar el de compromiso en la derecha y el de casada en la izquierda.Caricias, besos castos, respiros de pieles y suspiros, Lenis no dejó de contemplar la lluvia.—Ahora que estamos
—¡La guantera! —gritó George, maniobrando con el vehículo—. ¡Saca el arma!Lenis, en medio del estupor en el que se encontraban, con movimientos desordenados y dificultosos, abrió el compartimiento mencionado, encontrándose con una pistola anclada en la parte superior del mismo.—¡Empújala hacia arriba y atráela hacia tu cuerpo!—¡George, por Dios! ¡Ahhh!Cuatro motorizados los rodeaban en plena autopista y no paraban de amedrentar el vehículo con una variedad de objetos pesados, lo que George suponía eran bates, palos o bastones de golf.El abogado apretó el acelerador y en medio del estallido de vidrios y del resto de la carrocería, más el asecho, intentaba maniobrar el carro, mirando el retrovisor central, intentando procesar que minutos atrás habían dejado la camioneta de seguridad que los seguía, viéndola chocar y volcarse estrepitosamente.—¡Peter! ¡Maldición! —Golpeó el volante cuando se dio cuenta que había tumbado el celular.Lenis gritaba, al igual que Pilar. No dejaban de m