No conoces la decencia.

Narra Ignacia.

Él retrocedió y se alejó, bajando la mano para empuñarse el falo. Yo me revolvía nerviosa, sin poder apartar la vista de aquella habilidosa mano y de esos largos y elegantes dedos que recorrían la extensión poderosa.

A medida que la distancia entre nosotros se agrandaba, empecé a suspirar, mi cuerpo respondía a la perdida del suyo y la cálida languidez que él le había infundido con su roce se convirtió en un fuego lento, como si hubiera preparado una hoguera que hubiera sido atizada de repente.

—¿Ves algo que te apetezca? —ronroneó, masturbándose.

Asombrada de que se burlara de mí después de haberme rechazado, levanté la vista, y me quedé sin respiración.

Él también ardía, o tal vez mucho más que eso solo que no se me ocurría otra palabra para describir cómo me veía a través de sus párpados cargados, puesto que era como si quisiera comerme viva.

Se pasó la lengua despacio por la comisura de sus labios, como si estuviera saboreándome y cuando se mordió todo el labio
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