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¿Quién se cree esa mujer?

—Alemán, pensé que nos habías extrañado… Sin embargo, veo que eres un perro desagradecido y nosotros que nos consideramos tus hadas madrinas —dice Peter, fingiendo tristeza. Mientras ingresan al comedor.

—Solo nos faltan las alitas… Pero somos unos angelitos —dice el Pequeño Juan mostrando sus dientes.

—¿Qué es este lugar? ¿Quiénes son ustedes realmente? ¿Y qué quieren de mí? —pregunta Patricio, ya que piensa «que no es coincidencia que ellos estén ahí y no ha visto ningún otro preso».

—¿Acaso no dormiste bien? ¿Qué amaneciste, muy preguntoncito?… —Lo cuestiona Peter, lanzándole una mirada desafiante. Mientras se acercan a la barra, toman las bandejas para que les sirvan el almuerzo, les acomodan una taza con una sopa de aspecto asqueroso y un puré que parece más una masa, un poco de arroz mazacotudo y patas de pollo. Patricio, al ver esa comida, siente náuseas. Sus compañeros ríen al ver su cara de asco.

—Ni se te ocurra despreciarla, ya que serás castigado por ello —le dice el Uruguayo, mientras sirve un vaso de agua. 

—Además, la vas a necesitar, ya se acabaron tus vacaciones y de holgazán no estarás… Para que veas el aprecio que te tengo, te diré que este será nuestro nuevo hogar y el lapso de estadía depende de ti, por lo tanto, más te vale portarte bien y hacer caso, porque el Pequeño Juan se altera al estar mucho tiempo en un mismo sitio—. Manifiesta Peter.

El gigante lo mira de manera intimidante, mostrándole los músculos de sus fuertes brazos, mientras dibuja una sonrisa llena de maldad en sus labios.

Patricio baja la cabeza, analizando lo dicho por el Francés, de lo cual no entiende nada. «Sin embargo, por el momento lo mejor es mantener la boca cerrada y mirar qué se traen esos malditos maleantes; cuando tenga la oportunidad, escapará y pedirá ayuda». Son sus pensamientos. Mientras intenta comer sin saborear lo que tiene en frente, pero con cada bocado siente cómo el estómago se le revuelve. Él, que tiene un chef exclusivo para preparar su comida, ahora está comiendo basura.

—¡Deja de jugar con la comida! ¿Acaso no sabes cuántos niños mueren a diario de hambre? —Lo cuestiona el Pequeño Juan, con ganas de embutirle todo lo que hay en el plato. Lo exaspera verlo jugar y revolcar la comida.

Peter, al ver la mirada asesina del Pequeño Juan, interviene.

—Alemán, como te habrás dado cuenta, esta no es una prisión común, es un lugar muy especial donde tú eres el invitado de honor y te voy a dejar claras las reglas para evitar que tu carita termine desfigurada. —Las palabras del Francés hacen que Patricio sienta un escalofrío, por lo tanto, se atreve a preguntar.

—¿No sé de qué demonios hablas? ¿Y de qué malditas reglas? —Patricio levanta la voz, mostrando su incomodidad. ¿Acaso ya fue condenado, sin un maldito juicio? Y para su desgracia, sus compañeros son esos maleantes.

—Es sencillo… Regla número: yo mando tú obedeces, si no te rompo las piernas. Regla número dos: Solo hablas si te lo pido y nunca más se te ocurra volver a levantarme la voz, si no te desfiguro el lindo rostro que tienes. Regla número tres: comes lo que se te sirve sin mostrar tu puta cara de asco, o te dejaré que el pequeño Juan te lo embuta —dice Peter mirándolo con fastidio.

Patricio, baja la cabeza y comienza a comer, no deja de maldecirse por haber salido sin escoltas.

—Buen provecho —dice el pequeño Juan sonriente, terminando de comer y retirándose.

—Ah, se me había olvidado, informarte, que hay dos formas de salir de este lugar: una cumples con lo que se te ordena y te aguantas o solo firma la cesión de la Editorial —menciona Peter, mientras continúa comiendo.

—¿Qué tiene que ver la editorial en esto? —pregunta Patricio queriendo aclarar ese punto.

— La nueva socia piensa que no tienes los huevos suficientes para seguir al frente de la editorial y quiere que le cedas el porcentaje que falta para ser la única dueña o que pases una serie de pruebas donde demuestres que está equivocada. —Peter miente, pero es una orden de su jefe. Carlo sabe la idiotez que realizó su hija al casarse con Patricio y necesita que la odie para que no le dé la más mínima posibilidad a ese matrimonio.

—¿Montserrat Walton? —La mujer que tan solo conoció hace unos días es la culpable de las humillaciones que ha recibido. Ahora tiene el rostro y el nombre de su verdugo y jura que le devolverá una a una las humillaciones.

—Tienes alguna otra socia —niega con su cabeza—. Hay dos formas para salir de este lugar. La primera es pasar las pruebas y la segunda es firmar los papeles que están en tu celda donde le cedes los derechos… Tendrás una gran cantidad de dinero en tu cuenta bancaria y volverás a tu casa; lo puedes hacer en este instante si lo deseas. 

—¡Esa mujer está loca! Nunca venderé o cederé el legado de mis padres. Así que será mejor que me mate. — grita Patricio mientras se levanta.    —Mi jefa no es una asesina, quiere darte una oportunidad.

—¿Quién se cree esa mujer para decidir que necesito? 

—Una mujer muy inteligente, ya que en menos de una semana frente a la editorial logró frenar el desfalco que venía realizando tu abogado, Arnold Becker —menciona Peter. 

—Mientes, mi Padrino no es un ladrón, él siempre ha cuidado mis intereses —reclama furioso. Si hay algo que no tolera es que quieran ensuciar el nombre de las personas que ama.

—Aquí tienes, míralo por ti mismo, porque definitivamente no hay más ciego que aquel que no quiere ver —se levanta y le pasa su móvil dándole un puño en el abdomen. Dejando a Patricio sin aire. —No te sirve para llamar y en una hora espero tu respuesta—. Le aclara Peter, dejándolo solo.

Patricio lee el informe, donde hay fotos de su padrino en casinos y cheques por enormes cifras, dándose cuenta de que el dinero que destinó para la editorial fue utilizado para sus vicios, el juego y las mujeres. Se siente un completo idiota, a Arnold lo aprecia como a un padre, nunca desconfío de él. 

Observa que en el documento también hay correos enviados por Sarah, los cuales nunca recibió y luego aparece la foto de su ama de llaves y conductor personal recibiendo dinero de su abogado. Y como cereza del pastel, la venta del castillo. 

Ha tomado la decisión de quedarse en ese lugar, demostrarse y demostrarle al mundo que no es un imbécil. «¡El Patricio Reimann que conocieron ya no existe!» se dice.

Horas después, con la firme convicción de que no importan las pruebas que deba realizar, está en el patio junto a sus captores.

—Alemán, debemos construir este muro —entrecierra su entrecejo —. Te dije que no preguntes, solo obedece. Primero, cambia los zapatos y colócate esas botas. El pequeño Juan te enseñará a mezclar arena y cemento, ve con él —dice Peter señalando el lugar donde se encuentra su compañero.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —pregunta el Gigante.

—Sí, ¿dime qué tengo que hacer? —La mirada de Patricio se muestra sombría. 

—Sígueme —caminan unos treinta pasos donde hay un montón de arena, toman una carretilla—. La idea es llenar la carretilla y llevarla hasta donde está Peter. Mientras yo llevo los bultos de cemento, allí los mezclamos, luego tomamos los baldes y los llenamos de agua para desocuparlos sobre la mezcla… Hay algo que no entiendas, Alemán —pregunta el Pequeño Juan. Niega con su cabeza.

Comienzan la operación, el Gigante llena la carretilla a la mitad para que Patricio la pueda mover, lleva los bultos de cemento y luego los dos mezclan y agregan agua. Una rutina que repiten durante todo el día, mientras Peter pega ladrillos y acosa que están muy lentos. 

Durante un mes continúan con lo mismo, la diferencia es que ha comenzado la lluvia, agregándole un grado de dificultad mayor.

Las manos del Alemán arden, están llenas de ampollas; nunca en su vida había llevado a cabo ningún trabajo de ese tipo. Siente como si cada músculo de su cuerpo estuviese a punto de romperse, hasta parpadear requiere de un gran esfuerzo. Sus pies están lacerados, nunca pensó que usar botas fuese una tortura. Odia sentirse tan débil y aún más llorar, pero es tanta su impotencia que es lo único que puede hacer. —¿No crees que es hora de parar y dejar que se vaya a casa?—menciona el Pequeño Juan mostrando su rostro acongojado al escuchar los sollozos de Patricio, aunque trata de ahogarlos bajo el agua.

—No es nuestra decisión, solo debe rendirse, firmar y al día siguiente estará en su casa, retomando su vida… ¡Deberías sugerirle que lo haga! —manifiesta Peter Pan.

—Ya lo he hecho.

—Entonces, ¿por qué aún sigue? 

—Porque tiene un gran espíritu y una fuerza de voluntad como ninguna otra persona.

—¿Cuánto más crees que aguantará?…

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