II

 —Estuvo buena la fiesta de Halloween de la oficina de anoche, ¿verdad? —le dije a Córdoba en el asiento del conductor mientras nos dirigíamos a nuestro destino.

 —Decís eso porque te ligaste a la chavala con el disfraz de enfermera sexy.

 —Ah si, la secretaria del jefe. Que linda que estaba… ¿Cómo se llama?

 —Para alguien tan promiscuo como vos que se ha metido con medio Poder Judicial, no creo que podás tener más problemas ya. ¡En fin! Me gustó tu disfraz de Sherlock Holmes.

 —Gracias. A mi me encantó tu traje de Gatúbela.

 —Gracias.

 Nuestra primera parada en el proceso indagatorio de las antiguas víctimas del Padre Gustavo fue el Night Club Venus ubicado en el área de casinos, bares y otros clubes similares en el San José nocturno.

 Nos bajamos del vehículo en el área circundada por locales llenos de luces de neón y rótulos iridiscentes. Córdoba mostró su insignia al gorila que custodiaba la puerta diciéndole que sólo buscaban hablar con una persona, y el sujeto nos dejó pasar sin problemas dentro del antro hedonista. En su interior, la iluminación generaba sombras retorcidas y brillos fosforescentes, docenas de hermosas prostitutas de cuerpos voluptuosos apenas cubiertos por reveladores bikinis, minifaldas, tops y disfraces baratos de sex shop se regodeaban entre las mesas o entretenían a los clientes con sus suntuosos movimientos. En el centro del burdel una pista de baile con el tradicional tubo servía de lastimero escenario para una atractiva joven rubia que brincoteaba atléticamente y giraba con hazañosas piruetas.

 El vergel de clientes de todo tipo, edad, raza, religión y condición social denotaba la plétora de elementos masculinos unidos por una causa común. Los que no estaban demasiado borrachos observaron nerviosos a Córdoba identificándola claramente como una agente del orden. Los meseros y el encorbatado gerente, ampliamente conocedores de los procesos judiciales, sabían que nuestra presencia no respondía a una redada pues, de haberlo sido, ésta ya se habría suscitado, y sencillamente aguardaban a que nos fuéramos para dejar de inquietar a la clientela.

 —Hola, David —me sonrió una hermosa oriental llamada Viviana (si ese era su verdadero nombre) a quien reconocí de inmediato como protagonista de viejas travesías nocturnas. Le guiñé el ojo en respuesta a su cálido saludo.

 Córdoba llegó a la barra del bar y solicitó hablar con Tatiana Pérez. El barman nos llevó personalmente detrás de bastidores. En los camerinos para las muchachas las jóvenes se cambiaban la ropa y se maquillaban.

 —Hola, David —dijo una rubia colombiana que creo se hacía llamar Daysi.

 —Hola —correspondí y Córdoba miró al techo en un gesto de molestia— Ando buscando a una compañera tuya llamada Tatiana Pérez.

 —Sí, aquí se hace llamar Josselyn. Es la pelirroja que se encuentra allí al fondo, guapo. ¿Cuándo regresas? Nos tienes abandonadas…

 —Eh… luego hablamos de eso. Chao muñeca.

 —Adiós, amor.

  ¿La causa de nuestra visita? Dicen que no hay muerto malo. Pero nunca he creído tal adagio. Ciertamente al investigar el pasado de la víctima se descubrieron asuntos turbios. Veinte años antes, el Padre Gustavo fue el director de un seminario para novicias aspirantes a monjas en el Convento de Santa Soledad. Una de ellas, Cecilia María Álvarez lo acusó de violación y abuso sexual con 19 años de edad. Otras cuatro se unieron a la denuncia; Rosario Jiménez de 17 años, Eduviges García de 20, Tatiana Pérez de 18 y Natalia Valverde de 16. Se retiró la denuncia cuando la Iglesia negoció con las víctimas pagándoles indemnización y cerrando el caso. Sobraba decir que entre estas mujeres debía de estar la más probable sospechosa del espeluznante homicidio, así que mi compañera, Rosa Córdoba, y mi persona partimos de inmediato a entrevistarlas.

 Sin mediar palabra, Córdoba y yo llegamos al tocador del fondo donde Tatiana Pérez alias Josselyn se maquillaba. Tenía un hermoso cabello largo hasta la espalda teñido de rojo brillante, su piel era muy clara y sus ojos azules, la nariz era aguileña, sus rebosantes pechos emergían apretados del sostén verde escarchado, reforzada su curvilínea complexión por el corsé rojo y con una tanga que le cubría el pubis dejando poco a la imaginación. Las carnosas piernas estaban cubiertas hasta la pantorrilla por unas botas de buen tacón. Para ser una mujer de más de treinta años estaba muy conservada y parecía de veinticinco.

 —¿Tatiana Pérez? —preguntó Córdoba mostrándole la insignia

 —Sí —dijo ella mientras se pintaba los labios.

 —¿Usted fue monja? —la consulta de Córdoba sonaba más a una atónita sorpresa que a una indagación judicial. Tatiana Pérez fijó la vista en ella sonriente y dijo:

 —Sí. ¿No lo cree?

 —¿Conoce a un sacerdote llamado Gustavo Martínez?

 La sonrisa se le borró del rostro y dejó de ver a mi compañera para retomar el maquillaje frente al espejo.

 —Si lo conozco. Era el director del seminario donde pasé mi noviciado.

 —¿Ha sabido algo de él últimamente?

 —No. Ni me interesa…

 —¿Por qué no?

 —Soy bailarina pero no soy estúpida, señora. Si están aquí preguntando por él es porque saben que él malparido me violó hace muchos años, y seguramente están investigando alguna acusación por violación contra él.

 —Pues no. El Padre Gustavo murió asesinado hace unos días.

 Tatiana se giró de nuevo y nos observó fijamente con sus bellos ojos. Su expresión parecía ser de sorpresa mezclada con celebración.

 —Para serles honesta me alegra mucho.

 —Si la violó —pregunté— ¿por qué usted y sus compañeras desistieron de la denuncia?

 —Hace veinte años era diferente. No era como ahora que a cada rato surgen escándalos por abusos sexuales de sacerdotes. En aquella época ir en contra de la Iglesia era impensable y el que un sacerdote violara a una monja o novicia era tabú.

 —¿Le guardaba mucho rencor? —preguntó Córdoba.

 —¿A usted alguna vez la han violado? —Córdoba negó con la cabeza— pues es algo que nunca se olvida. Después de un tiempo fui incapaz de vivir con la hipocresía —pronunció la última palabra como escupiendo— y colgué los hábitos. En alguna medida debo agradecerle al viejo sátiro. Ya no soy una monja que vive en la pobreza recluida en algún convento…

 —¿Esto le parece mejor? —comentó secamente Córdoba.

 —Sí. Soy prostituta, es verdad. Ganó mucho más dinero que usted y no estoy haciendo nada malo ni lastimo a nadie. No robo ni estafo con lo que hago y vivo excelentemente bien. No me avergüenza mi profesión.

 —¿Dónde estuvo la noche del jueves 31 de octubre pasado? —preguntó Córdoba.

 —Con un cliente. Él podrá corroborar que estaba conmigo pasándola muy bien. Pero por discreción preferiría que sólo se lo pregunten de ser absolutamente necesario. Ahora, si me disculpan, tengo que ir a trabajar.

 Tatiana Pérez se levantó y se fue. Unos instantes después Córdoba y yo salimos de los vestidores.

 —Espera un momento —le dije a Córdoba y me dirigí hacia donde estaba otra conocida mía llamada Cristina.

 —¡Hola! ¿Cómo estás David? —me saludó. Era una morena de voluptuoso cuerpo.

 —Bien gracias ¿y vos? Pensé que estabas trabajando en el “Muñecas”.

 —No, ahora trabajo aquí, pagan mejor.

 —Cristina, necesito preguntarte algo. ¿Conoces a tu compañera Josselyn?

 —Sí.

 —Aquí entre nos, y te juro que será absolutamente secreto, ¿sabes si tiene algún nexo especial con clientes digamos… peligrosos?

 —¿Cómo de la mafia?

 —Ajá.

 —Ella es la preferida de Eddy el Dominicano… pero no puedo decir más.

 —Es suficiente. Gracias mi amor.

 —Llamame, perdido.

 —Lo haré. Chao.

 Córdoba me miraba con reproche, así que me expliqué:

 —Antes de que me juzgues, estaba extrayendo información importante. Tatiana Pérez tiene una relación cercana, probablemente de amante, con Eddy el Dominicano, un reconocido mafioso de San José. Esas son las ventajas de tener buena amistad en ciertos círculos.

 Córdoba no respondió, sencillamente se limitó a cruzarse de brazos.

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