3

El metal cruje al cerrarse la trampilla detrás de nosotros, tragándose la poca luz que quedaba del pasillo. Un golpe seco. Un encierro voluntario. Un túnel húmedo, silencioso, como la garganta de un monstruo que espera tragarnos.

—Cuidado con el suelo. Hay partes donde se hunde —advierte Damián en voz baja, pero firme.

Como si me importara.

Mi pierna arde. La herida, aunque pequeña, ha empezado a latir con una intensidad molesta. Algo se desgarró al caer antes. Tal vez un músculo. Tal vez mi paciencia. Pero él no sabe. No puede saberlo. Porque mostrar debilidad frente a Damián sería como dejar que un depredador huela sangre.

Y yo no sangro por nadie. No más.

Camino detrás de él, arrastrando el peso del dolor sin dejar que mi respiración lo delate. El aire es espeso, caliente. El silencio nos envuelve como una manta asfixiante. El sudor se desliza por mi nuca, mi espalda, mi pecho. Pero no me detengo. No ahora.

—¿Cuánto falta? —pregunto en un susurro, la voz más ronca de lo que quisiera.

—Depende de cuántos controles hayan movido desde ayer. Si aún no bloquearon el paso, podemos llegar a la salida del sector norte en veinte minutos.

—¿Y si sí lo bloquearon?

—Entonces improvisamos.

Claro. Improvisar. Siempre fue su especialidad. Incluso cuando me dejó varada en aquella misión maldita, confiando en que yo improvisaría mi salida.

Pero no digo nada. No ahora.

Avanzamos por una bifurcación. La luz tenue de su linterna de mano apenas rasga la oscuridad. Me concentro en no cojear. En no dejar rastro. En no permitir que el dolor se transforme en sonido. Pero cuando nos detenemos frente a una compuerta oxidada, siento que mi pierna va a traicionarme. Me recargo sutilmente en la pared. Lo suficiente para engañar a mi cuerpo. No lo suficiente para que él lo note.

—Aquí —dice, y empuja la compuerta con cuidado—. Es un almacén antiguo. Si hay movimiento, nos escondemos entre los barriles. Si está vacío, cruzamos en línea recta. ¿Entendido?

Asiento.

Él me mira. Solo un segundo. Lo suficiente para que sus ojos bajen a mis labios. A mi cuello. A la curva de mi hombro. Sabe que estoy sudando. Que respiro más rápido de lo normal. Y maldito sea… lo nota.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —respondo sin dudar.

Él alza una ceja, casi divertido.

—Siempre fuiste una pésima mentirosa.

—Y tú, un pésimo redentor.

El cruce de miradas es eléctrico. Como si estuviéramos atrapados no solo en un túnel subterráneo, sino en una vieja pelea que nunca terminó. Una que sigue respirando entre nosotros, con las mismas ganas de arder.

Cruza la puerta. Lo sigo.

Y allí están: las sombras. El polvo. El olor a metal viejo. Espacio justo para dos cuerpos. Y el sonido lejano de una radio militar. Alguien está cerca.

Damián reacciona primero. Me toma del brazo y tira de mí hacia la derecha, hacia una fila de barriles cubiertos con lonas sucias. No hay tiempo para pensar. Solo para encajar nuestros cuerpos en un rincón que huele a aceite y humedad.

Estamos tan cerca que puedo sentir cada respiración suya rozando mi pecho. Su torso contra el mío. Su mano, firme, en mi cintura. Mi espalda presionada contra el metal frío. La herida pulsa como si gritara. Y aun así, mi cuerpo se concentra en otra cosa.

En él.

En cómo su calor me invade.

En cómo su maldita presencia es tan reconocible como insoportable.

—No te muevas —murmura.

No lo haría aunque quisiera. No tengo espacio ni fuerzas. Solo rabia. Y algo más que no quiero nombrar.

La linterna de un guardia barre el lugar. Los pasos resuenan. Damián me cubre con su cuerpo. El peso de su protección me ofende tanto como me alivia.

—¿Qué haces aquí? —susurra cerca de mi oído, con un tono que no sé si es reproche o admiración.

—Sobreviviendo. ¿Y tú?

—Buscándote.

No sé si reír o escupirle en la cara.

Los pasos se acercan.

Damián aprieta su mano en mi cintura. Sus labios casi rozan mi mejilla. El silencio entre nosotros es demasiado denso, demasiado íntimo. Y de pronto, el guardia se detiene justo frente al barril. A un metro.

Se agacha.

Nos va a ver.

El corazón me estalla en el pecho.

Pero entonces, el metal silba. Un golpe seco. Un crujido.

Y un cuerpo que cae.

Damián se mueve con la rapidez de un depredador. El cuchillo aún en su mano. El guardia, inerte, con los ojos abiertos en un último segundo de incredulidad.

Yo no grito. No puedo.

Solo lo miro. A él.

Y lo que veo me hiela más que la sangre derramada.

No fue solo la muerte.

Fue la forma. Fría. Precisa. Sin dudar. Sin titubear. Como si no fuera la primera vez. Como si ya no quedara humanidad alguna en ese hombre que una vez me hizo sentir viva.

Él me mira. Su rostro no tiene culpa. No tiene orgullo. Solo… resignación.

—Tenía que hacerlo.

—¿Siempre es así contigo? —susurro, con la garganta cerrada.

—¿El qué?

—Quitar vidas como si fueran obstáculos. Como si fueran piedras en el camino.

—No eran piedras. Era una amenaza.

—¿Y yo? —le lanzo, sin pensar—. ¿También fui una amenaza?

—Tú fuiste la única que importó.

Las palabras me sacuden como una bofetada emocional. Porque por un segundo… por un maldito segundo… quiero creerle.

Y no puedo.

—Eres un monstruo —susurro.

Él da un paso hacia mí. Su rostro está a centímetros. Su voz, más grave que nunca.

—Pensé que ya sabías lo que soy, Elena.

Su mano roza la mía. No con ternura. Con firmeza.

—Pero aún no has visto nada.

Y en sus ojos… juro por todo lo que soy… que no está mintiendo.

Me obligo a respirar, aunque el aire aquí abajo pesa como plomo. El cadáver a nuestros pies parece más presente que cualquier pensamiento que logre formular. La sangre se escurre en silencio, como si no quisiera interrumpir lo que sea que está ocurriendo entre nosotros. Y tal vez eso sea lo más jodido: que incluso con un hombre muerto frente a mí, lo que más me altera no es la muerte.

Es él.

Es la forma en la que me mira, como si pudiera ver más allá de mis palabras, más allá de mi máscara. Como si me conociera más de lo que quiero admitir.

—Muévete —le ordeno, queriendo apartarlo con un empujón. Pero mi cuerpo no reacciona. Y él lo nota. Claro que lo nota.

—Estás herida.

—No es nada.

—Estás temblando.

—Porque tú me das asco, Damián —susurro entre dientes, odiando cómo su nombre me quema en la lengua. Haciéndome sentir como si aún tuviera poder sobre mí.

Y no lo tiene.

Ya no.

Él me sostiene la mirada. Un segundo. Dos. Hasta que sus ojos bajan, lentamente, a mi pierna.

—Muéstramela.

—No.

—Elena...

—He sobrevivido cosas peores sin ti, no empieces ahora con tu maldito heroísmo.

Sus labios se tensan. Ese músculo en su mandíbula salta. Y por un momento creo que va a gritarme. O a arrastrarme. Pero lo que hace es peor. Se arrodilla.

—¿Qué estás...?

—Si no me la enseñas, voy a revisarte yo. Y sabes que lo haré.

—Eres un cerdo —escarbo en mi rabia, como si pudiera esconderme detrás de ella—. No tienes derecho a tocarme.

—No lo hago porque tenga derecho. Lo hago porque quiero que salgas de aquí viva.

Y entonces, como si sus palabras tuvieran algún tipo de conjuro maldito, mi rodilla cede.

El peso de mi cuerpo cae con un golpe seco contra la pared. Un suspiro de dolor escapa antes de que pueda contenerlo. Mi falda se rasga un poco más al doblar la pierna. Y él... él ya está ahí. Con sus manos calientes sobre mi piel.

No es una caricia.

No es deseo.

Es cuidado.

Y eso me desarma más que cualquier otra cosa.

—La bala rozó, pero dejó un desgarro profundo. Necesitamos vendar esto antes de que se infecte —murmura, sacando una tira de tela de su cinturón, improvisando.

—No necesito tu compasión.

—No te estoy ofreciendo compasión. Estoy asegurándome de que no mueras antes de que podamos seguir discutiendo.

La tensión entre nosotros es tan densa que podría incendiar el aire. Y aun así, sus dedos son increíblemente precisos. Firmes. Eficientes.

—No vas a preguntarme por qué estaba allí arriba —digo, sin mirarlo, concentrada en la sombra que su cuerpo proyecta contra la pared.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Sé que no era una trampa. Y también sé que no llegaste ahí por casualidad.

Mis ojos se clavan en los suyos.

—¿Y aún así...?

—Aún así, me metí en este maldito túnel contigo.

Silencio.

Y otra vez, ese maldito calor que sube por mi pecho.

Cuando termina de vendarme, se levanta. Su cuerpo queda frente al mío, enorme, abrumador. Su camisa está manchada de sangre. La del guardia, supongo. Pero la oscuridad hace que parezca parte de él. Como si llevara la muerte tatuada en la piel.

—Tienes que confiar en mí —dice.

—¿Como cuando me dejaste atrás en Varsovia?

—Eso fue diferente.

—Siempre lo es.

Me empuja suavemente con una mano en mi espalda, ayudándome a levantarme.

—Tenemos que movernos. No estamos seguros aquí.

Asiento, mordiéndome los labios. El dolor me golpea con cada paso, pero no me quejo. Me niego a hacerlo. Si él puede matar sin pestañear, yo puedo caminar sin cojear.

Avanzamos por otro túnel, más estrecho, más oscuro. Mis sentidos están alertas, cada sonido amplificado por la tensión. Hay algo primitivo en moverse así, escondidos, perseguidos, como animales salvajes huyendo de un cazador invisible.

Pero lo peor no es eso.

Lo peor es que a cada paso, a cada roce accidental de nuestras manos, de nuestros brazos, mi cuerpo recuerda.

Recuerda su piel. Su boca. Las noches en las que mi nombre salía de sus labios como una plegaria. Y yo odio cada recuerdo, porque en este instante, lo único que quiero es que vuelva a tocarme.

No con ira.

No con culpa.

Solo con eso que solía hacerme sentir invencible.

—¿Por qué volviste? —pregunto, de repente.

Él no responde de inmediato. Solo se detiene, gira un poco el rostro hacia mí.

—Porque no podía dejarte caer sola.

—Ya lo hiciste una vez.

—Y me lo he recordado cada día desde entonces.

Sus palabras me dejan sin aliento. No por lo que dicen, sino por cómo suenan. Como si dolieran.

Como si fueran verdad.

Doblamos por una curva. Al fondo, la luz de emergencia de una escotilla parpadea. Pero algo no está bien. Hay sombras moviéndose. Voces.

Damián se agacha de inmediato y me empuja con él hacia una cavidad lateral. Un respiradero apenas más grande que nosotros.

—Vamos a tener que quedarnos aquí un rato —murmura, su voz áspera en mi oído.

Entramos. El espacio es minúsculo. Nuestros cuerpos encajan como piezas rotas de un rompecabezas antiguo. Su pecho contra mi espalda. Su mano rozando la mía. Mis caderas atrapadas entre el metal y su cuerpo.

Y entonces, el silencio.

Los pasos afuera. Las linternas. Las órdenes por radio. Todo pasa a centímetros de nosotros. Y no nos mueven. No nos ven.

Mi corazón late tan fuerte que creo que lo oirá. Que lo sentirá. Pero él solo apoya su frente contra mi nuca. Y por un instante, solo un instante, la guerra se detiene.

Solo somos dos cuerpos. Dos historias que se niegan a morir.

—Elena... —susurra, y mi nombre en su voz suena como una disculpa, como un deseo contenido, como una maldición.

—No lo digas —respondo, temblando—. No ahora.

Pero ya es tarde.

Ya lo ha dicho todo con su silencio.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP