A veces, el silencio grita más fuerte que cualquier explosión.
Lo sentí en el aire, justo antes de que todo se desmoronara. Esa sensación pegajosa de que algo no encaja. Como si el mundo estuviera conteniendo el aliento, esperando el golpe.
Eran las 08:37 de la mañana cuando entré a la embajada. El sol del desierto pegaba fuerte contra los ventanales y el café que sostenía en mi mano ya estaba casi frío. Mis tacones resonaban en el mármol del pasillo, y todo parecía… normal. Demasiado normal.
—¿Otra vez tarde, Elena? —dijo Samira con una sonrisa cómplice desde su escritorio.
Mi oficina estaba igual de fría que mi café. Me senté frente al monitor, revisando los informes de rutina. Archivos, patrones de comunicación, análisis de posibles amenazas... nada nuevo. Y sin embargo, había algo. Algo que no lograba definir.
Una llamada entró. Número desconocido.
Se cortó.
Tragué saliva. Intenté devolver la llamada, pero ya no existía. Me levanté, inquieta, y recorrí el pasillo hacia el área de comunicaciones. El zumbido en mi nuca era insistente, como un presentimiento con garras.
Entonces, sonó la alarma.
Primero fue un estallido lejano, como si el mundo hubiera tocido en seco. Después, el rugido de una explosión que hizo temblar los muros. Gritos. Cristales rotos. Disparos.
Corrí. No lo pensé. Solo corrí.
Alguien me empujó por un pasillo lateral. Una mano firme en mi brazo, voz autoritaria.
—¡¿Quién eres?! —grité, luchando contra el agarre.
No lo hice. Claro que no. Pateé. Mordí. Me revolví como una fiera hasta que algo me golpeó en el costado. El dolor fue como una ola helada. Perdí el aire.
Me arrastraron al exterior, entre el caos, y me subieron a un vehículo blindado. El motor rugió, y el silencio volvió. Esa clase de silencio que antecede a la tormenta.
No sé cuánto tiempo pasó. Minutos. Horas. Días, tal vez. La capucha me robaba el oxígeno, y el miedo se pegaba a mi piel como sudor.
Hasta que el vehículo se detuvo.
Me bajaron con brusquedad. Caminamos. Escuché puertas metálicas. Ecos de botas. Y finalmente, una celda.
Cuando me quitaron la capucha, la luz me cegó por un segundo. Parpadeé, y lo vi.
Al principio, mi mente no procesó lo que veía.
Cabello oscuro. Mandíbula marcada. Cicatriz apenas visible junto a la ceja izquierda. La misma arrogancia pintada en cada rasgo.
—¿Damián…?
Él sonrió. Maldito bastardo.
—Hola, princesa.
Mi cuerpo se tensó como una cuerda lista para romperse.
Se encogió de hombros, como si estuviera hablando del clima.
Me lancé contra los barrotes. Él no se movió ni un centímetro.
Su mirada se oscureció apenas un segundo.
—¡No me salvaste nada! ¡Me arruinaste!
Su risa fue baja, rasposa, y absolutamente irritante.
Mi corazón tamborileaba como loco, pero mi voz salió afilada.
Se acercó, despacio. Apoyó una mano en los barrotes. Tan cerca que pude oler el cuero y la pólvora en su ropa.
—Quiero respuestas. Y tú eres la única que puede dármelas.
—¿Respuestas? ¿Después de todo?
—Esto no es un rescate, Elena. Esto es una cacería. Y tú eres mi única pista.
Lo odié. Con cada fibra de mi cuerpo. Lo odié por su voz, por sus palabras, por su cercanía. Por todo lo que hacía que mi estómago se enredara y mi garganta ardiera.
—Estás loco.
—Y tú… —se inclinó un poco más, su aliento rozando mi piel— sigues mintiéndote a ti misma.
Se giró para irse.
—¿A dónde crees que vas? —exigí.
Se detuvo justo en el umbral, sin volver la vista.
—¿Me extrañaste, princesa? —preguntó con una sonrisa torcida mientras cerraba la celda desde fuera.
Y el eco de su voz fue lo único que quedó en la oscuridad.
El sonido metálico de la puerta cerrándose me atravesó como un disparo.
El bastardo había tenido la osadía de preguntarme si lo había extrañado.
Con un “princesa” incluido, como si aún tuviera el derecho de pronunciar esa palabra con esa voz suya, grave, densa, rasgada por el humo y los secretos.
No respondí. No porque no tuviera qué decir, sino porque si abría la boca, iba a gritar. Y no iba a darle el gusto.
En lugar de eso, di media vuelta en la celda estrecha y respiré hondo. Las paredes eran de concreto, el techo bajo, apenas una bombilla colgando desde el centro como un ojo que todo lo ve. No había cama, solo una colchoneta sucia en un rincón. Sin ventanas. Solo una rejilla en lo alto de la puerta, de donde fluía un aire tibio con olor a arena y metal.
No sabía dónde estaba, pero por el calor y la sequedad del ambiente, apostaría lo que me quedaba de dignidad a que seguía en algún rincón olvidado del desierto. Medio Oriente, probablemente.
Me abracé a mí misma, no por frío —hacía un calor asfixiante—, sino por instinto. Una forma de mantener mis pedazos juntos.
Damián Kane.
No era un nombre cualquiera en mi vida.
Había sido el hombre en quien más confié durante una operación en Siria, tres años atrás. Mi contacto encubierto. Mi sombra silenciosa. El que me susurraba coordenadas en la oscuridad y me protegía sin que nadie lo supiera. Hasta que no lo hizo. Hasta que se vendió al mejor postor, desapareció en el momento crítico y dejó que el operativo se fuera al infierno.
El informe oficial decía que había muerto en una emboscada.
Idiota.
Y ahora estaba ahí. Vivo. Burlón. Y claramente con algún plan torcido en marcha.
Di vueltas en la celda como una fiera encerrada, cada paso aumentando mi rabia, cada recuerdo escarbando más profundo.
No podía perder el control. Eso era lo que él quería. Provocarme, hacerme perder la cabeza. No le iba a dar esa ventaja.
Me acerqué a la puerta, pegué la oreja contra el metal. Nada. Ni voces, ni pasos. Solo ese zumbido molesto de la luz y mi respiración acelerada.
Pensé en Samira. En los gritos, en las bombas. ¿Estaría viva? ¿Los demás…?
Me obligué a dejar de pensar. Necesitaba centrarme. Observar. Analizar.
Como me entrenaron.
Una rendija cerca del piso dejaba pasar un hilo de aire más fresco. Un sistema de ventilación antiguo, tal vez. Demasiado estrecho para escapar, pero lo suficiente para que pasara el sonido. Me tumbé boca abajo, aguzando el oído.
—¿Sabías que tienes la costumbre de fruncir el ceño cuando piensas demasiado?
Me incorporé de golpe, con el corazón desbocado.
Su voz.
Damián.
—¿Estás espiándome ahora? —espeté, buscando la dirección del sonido.
—No necesito espiarte. Esta celda tiene micrófonos. Y cámaras. Básicamente, me estás dando un show gratis.
—¿Siempre fuiste tan asquerosamente arrogante o lo perfeccionaste en el infierno?
Rió. Esa risa baja, oscura, que me daba ganas de arrancarle la garganta y besarle la boca al mismo tiempo.
—Te extrañé, Elena. Tu veneno. Tus insultos con filo.
—Y yo no extrañé tu traición.
Silencio. Solo por un segundo. Pero lo suficiente para que supiera que la palabra lo había tocado. Aunque fuera una fibra pequeña y oxidada.
—No fue una traición —dijo finalmente, con un tono más seco—. Fue supervivencia.
—Lo que tú llames. Para mí fue el momento exacto en que decidí que si te volvía a ver, te escupiría en la cara.
—Apunta bien entonces. Estaré esperándolo.
Mordí mi labio para no gritar. O llorar. O ambas.
—¿Qué es esto, Damián? ¿Por qué estoy aquí? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué papel juegas tú?
Nada. Por un momento pensé que se había ido.
Entonces la rendija se iluminó. Una sombra proyectada desde el otro lado. Estaba allí, del otro lado de la puerta. Lo sabía. Lo sentía.
—No eres una prisionera, Elena. No como crees.
—¿Ah, no? ¿Y esta celda qué es? ¿Una suite de hotel con estilo minimalista postapocalíptico?
—Estás aquí porque alguien te quiere muerta. Y yo soy la única razón por la que sigues respirando.
El estómago se me contrajo.
—¿Quién? ¿Quién me quiere muerta?
—Eso es lo que vamos a averiguar.
—¿“Vamos”? —repetí, con el sarcasmo cargado como un cuchillo—. No hay ningún “vamos”, Kane.
—No tienes otra opción, princesa. Aquí fuera todos quieren tu cabeza. Y yo… soy el diablo que conoces.
Se fue. Lo supe por el eco de sus pasos alejándose.
Me dejé caer contra la pared. El calor se me había metido en los huesos, pero no era por el clima. Era rabia. Confusión. Miedo.
Y algo más.
Algo que no debería estar ahí.
Ese estremecimiento involuntario cuando su voz rozaba la parte de mí que creía muerta.
Él me había traicionado. Yo lo odiaba. Pero aún así… aún así…
Mi mente volvió a esa última noche. A sus labios en mi cuello, sus dedos deslizándose por mi espalda mientras las sombras nos cubrían. A su voz prometiéndome que todo iba a salir bien.
Mentiras.
Me dejé caer en la colchoneta, con los puños apretados, los ojos abiertos, la respiración temblorosa.
El silencio volvió. Ese maldito eco del silencio.
Pero esta vez, no estaba sola.
Y eso lo hacía aún más peligroso.
El miedo no tiene sabor. No huele, no duele. Pero se instala en el pecho como un huésped indeseado que no piensa irse. No pienso cederle espacio. No a él. No ahora.La puerta metálica se cierra tras Damián Kane y mi cuerpo se tensa como si fuera cuerda de arco. Cada músculo recuerda lo que él me hizo. Cada pensamiento se activa con una rabia que grita venganza. Pero no grito. No me muevo. Solo lo miro.Él camina con esa seguridad endiablada, esa arrogancia que siempre usó como escudo. Las sombras del cuarto lo abrazan, lo visten mejor que cualquier traje. Y en su mirada… no hay burla. Ni culpa. Solo esa maldita calma de asesino profesional que siempre me irritó.—¿Tú? —mi voz suena como un latigazo.—Yo —responde con esa maldita sonrisa ladeada que tanto odié. Y que, en alguna versión más joven y estúpida de mí, una vez me atrajo.Marruecos. 2017. La misión tenía un objetivo claro: extraer a un activo doble antes de que los rusos lo hicieran desaparecer. Damián y yo éramos parte del m
El metal cruje al cerrarse la trampilla detrás de nosotros, tragándose la poca luz que quedaba del pasillo. Un golpe seco. Un encierro voluntario. Un túnel húmedo, silencioso, como la garganta de un monstruo que espera tragarnos.—Cuidado con el suelo. Hay partes donde se hunde —advierte Damián en voz baja, pero firme.Como si me importara.Mi pierna arde. La herida, aunque pequeña, ha empezado a latir con una intensidad molesta. Algo se desgarró al caer antes. Tal vez un músculo. Tal vez mi paciencia. Pero él no sabe. No puede saberlo. Porque mostrar debilidad frente a Damián sería como dejar que un depredador huela sangre.Y yo no sangro por nadie. No más.Camino detrás de él, arrastrando el peso del dolor sin dejar que mi respiración lo delate. El aire es espeso, caliente. El silencio nos envuelve como una manta asfixiante. El sudor se desliza por mi nuca, mi espalda, mi pecho. Pero no me detengo. No ahora.—¿Cuánto falta? —pregunto en un susurro, la voz más ronca de lo que quisier