NARRADOR OMNISCIENTEMinerva irrumpió en la casa como un vendaval, sus tacones pisaban con furia sobre el mármol del vestíbulo. Apenas eran las ocho de la mañana, pero su rostro crispado y los labios apretados no dejaban lugar a dudas: la ira que la consumía llevaba horas acumulándose. Una joven sirvienta, que estaba acomodando un florero en la entrada, dio un respingo al verla llegar.—¿Dónde está Débora? —exigió Minerva sin preámbulos, cortante como una navaja.La muchacha, apenas más que una adolescente, bajó la mirada y comenzó a retorcerse las manos con nerviosismo. Minerva frunció el ceño al notar la mejilla derecha de la sirvienta, roja e hinchada, como si hubiera recibido una bofetada reciente.—Está... descansando, señora, en su habitación —murmuró la joven, dando un paso hacia atrás, temerosa.Minerva la observó detenidamente, su mirada dura escrutándola. Cuando la sirvienta se apresuró a alejarse, Minerva chasqueó la lengua con disgusto. No necesitaba explicaciones: sabía p
DEBBYLa estancia principal de la casa de Bryce tiene un aire solemne, casi demasiado. La luz entra por los ventanales altos, dibujando líneas claras en el suelo de madera oscura. El silencio pesa. América me dejó aquí hace unos minutos con el botiquín de emergencia y una mirada que decía más de lo que debería. Luego se fue, con su andar rápido, dejándome sola con Sebastián.Estoy frente a él, sentada en la mesa baja, mientras le limpio una herida en el pómulo. Su expresión es dura, el ceño lo mantiene fruncido. No ha dicho nada desde que América cerró la puerta. Hay un rastro de sangre seca en su labio, y sus nudillos, aunque apenas visibles, están marcados por el impacto del golpe que Rupert le propinó. Intento concentrarme en la tarea, pero la tensión entre nosotros me está matando. Nunca antes había sido así con él.—Sebastián, no puedes quedarte callado todo el tiempo —murmuro, mojando un algodón con antiséptico.Él gira apenas la cabeza, pero no me responde. Su mirada se pierde
SEBASTIÁNEl rugido del motor del coche llena el silencio, mientras acelero por el camino que lleva a mi mansión. Mis manos aprietan el volante con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos. El aire dentro del vehículo es denso, casi sofocante, como si el propio ambiente compartiera mi furia. Cada kilómetro que recorro siento cómo la rabia me consume, una ola de calor ardiente que sube desde el estómago y me nubla los pensamientos.—Maldito Jones —gruño, golpeando el volante. El eco de mi voz resuena en el interior del coche—. ¡Me quitaste lo que es mío! ¡A Debby!El solo nombre me atraviesa como un puñal. La veo en mi mente, su sonrisa, la forma en que sus ojos brillaban cuando me miraba. Pero ahora esa mirada le pertenece a otro. El traidor de Rupert Jones. Me hierve la sangre de solo pensarlo. ¿Cómo se atrevió?La mansión aparece finalmente ante mí, una sombra imponente bajo la tenue luz del sol. Frené bruscamente frente a la entrada, dejando que el rechinar de los neumátic
DEBBYEl aire del hospital es pesado, cargado de ese olor característico a desinfectante y a preocupación colectiva. Camino de un lado a otro en la sala de espera, mis pasos resuenan sobre el suelo de baldosas blancas. Mi respiración es irregular, y siento cómo mis manos tiemblan cada vez que mi mente regresa al motivo por el que estoy aquí. Un accidente. Esa fue toda la información que dieron por teléfono antes de que saliera corriendo hacia el hospital.—Rubia, siéntate —espeta Rupert, con voz grave y serena, pero con ese matiz peligroso que reconozco demasiado bien.—No puedo. Estoy nerviosa.—Si sigues caminando delante de mí, solo vas a provocar que te folle aquí mismo. —Lo dice sin vergüenza, en voz baja, pero lo suficiente para que mis pasos se detengan en seco.Me giro hacia él, y mis mejillas arden al encontrarme con su mirada intensa, directa. Está sentado, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho, como si la espera no le afectara en absoluto
DEBBYEl cuerpo de Rupert pesa sobre mí como si todo el cielo se hubiera desplomado en un solo instante. Su calor, tan familiar, se siente extraño ahora, como si estuviera teñido de una fragilidad que nunca asocié con él. Mi cabeza late con un zumbido sordo, y los sonidos a mi alrededor parecen estar envueltos en una burbuja lejana, pero no dejo de oír las sirenas. Ambulancias. Bomberos. Gritos.El recuerdo de la explosión se reproduce en mi mente a cámara lenta: el rugido ensordecedor, las llamaradas devorando el aire, el impacto que me arrojó hacia el suelo. Rupert... él estaba justo a mi lado. Siento su peso y trato de moverme, de sacarlo de encima, pero mi cuerpo apenas responde. Hasta que levanta la mirada.—¿Estás bien? —me pregunta con una voz grave, pero hay una mezcla de molestia y preocupación en su tono que no puedo ignorar. Sus ojos, normalmente controlados, reflejan algo cercano al pánico.Asiento débilmente, aunque no estoy segura de mi respuesta. Intento hablar, pero en
DEBBYMierda. Él me ha llamado Hill, no Jones, por lo que debe estar furioso. Sus ojos siguen fijos en mí y siento que he perdido toda la capacidad para respirar. Rupert merma el espacio entre los dos, tirando de mi cabello y obligándome a verlo a la cara. —¿Es que no piensas hablar? —inquiere con la tranquilidad de un sabio, pero la rabia de una bestia embravecida. Frunzo el ceño. —¿Para qué hablar cuando ya lo sabes? —Quiero escucharlo de tu boca —espeta con dureza. Trago grueso; mi mente me lanza mil formas de las que me puedo deshacer de esto, pero estoy tan cansada de correr que, sin duda, relajo mi cuerpo, cosa que a él parece enfurecerlo más. Abro la boca para hablar y decirle todo, cuando el timbre de la casa suena con insistencia. —Llaman a la puerta —susurro. Rupert me libera y sale de la habitación. Tomo una bocanada de aire profunda, al tiempo que trato de estabilizar mi cuerpo, que ahora mismo es un manojo de nervios a punto de estallar. Reviso una vez más
RUPERTLa habitación está en penumbras, salvo por la tenue luz de la lámpara de mesa que arroja un círculo dorado sobre la cama. El aire tiene un aroma metálico, un vestigio de la tormenta que rugió hace unas horas. Allí está ella: mi esposa, Debby, tendida sobre las sábanas blancas como una muñeca de porcelana abandonada en un santuario. Tan inocente y tan ajena a las ganas que tengo de follarla ahora mismo, aseguró que besé a otra mujer, y eso tiene que pagarlo caro. ¿Cómo besar a otra cuando ella no sale de mi cabeza? Observo cómo su pecho se eleva y desciende con un ritmo lento, casi imperceptible, como si hasta el aire que respira le costara trabajo. Su rostro está sereno, una contradicción absoluta a la tormenta que sé que lleva dentro. Su piel, pálida como el mármol, parece casi translúcida bajo la luz. Los párpados, cerrados, esconden los ojos grises que tantas veces me han fulminado con su intensidad. Su nariz respingada, los pómulos altos y esos labios entreabiertos... No
NARRADOR OMNISCIENTEEl eco de los pequeños pasos resonaba por los pasillos de mármol de aquella inmensa casa, donde el lujo parecía grabado en cada detalle. Las paredes, decoradas con finos tapices y pinturas de artistas renombrados, eran un testimonio de la opulencia que habitaba en aquel lugar. Un niño de apenas cinco años corría descalzo; sus pies desnudos golpeaban el frío suelo con la libertad propia de la infancia. Su cabello castaño, desordenado por el movimiento, brillaba bajo la luz dorada que entraba por las ventanas altas. —¡Sebastián! —llamó una voz distante, pero el pequeño ignoró el sonido, concentrado en su propia aventura imaginaria. Su risa, ligera y contagiosa, llenaba el aire, resonando como un canto feliz entre las columnas de mármol. De pronto, al girar una esquina, Sebastián chocó contra algo pequeño y suave. El impacto lo hizo tambalearse, pero no cayó. Al mirar hacia abajo, encontró unos ojos grises enormes, como nubes de tormenta, que lo observaban con un