Capítulo 6
—Si algo grave le pasa a Isabel, ¡tendrás que responder por ello! —me advirtió Antonio con su rostro sombrío antes de marcharse apresurado con ella en brazos.

Me quedé inmóvil durante un largo rato, con su expresión de furia grabada en mi mente. Todas aquellas promesas de amor eterno se volvían ahora especialmente irónicas... ¿Cuándo había cambiado sus sentimientos? No me había dado cuenta en lo absoluto.

Estaba hundida en un abismo de dolor hasta que Rosa entró, preguntándome preocupada si estaba bien. Como despertando de un sueño, me sacudí del dolor. No valía la pena sufrir por un desagradecido de esa manera. Me concentré en el trabajo.

Cerca del mediodía, sonó mi teléfono. Era Carmen. Colgué sin contestar. Poco después, volvió a sonar. Esta vez era mi padre. Dudé por un momento, pensando si acaso Isabel no habría resistido... ¿estaría muerta? Después de unos segundos de vacilación, contesté.

Apenas puse el teléfono en mi oído, el grito de mi padre casi me revienta el tímpano:

—¡María! ¡Eres una desalmada! ¡Isabel ya estaba débil y tú la golpeas y la tiras al suelo!

Aparté el teléfono hasta que terminó de gritar enloquecido, y respondí con calma:

—Hay cámaras de seguridad en mi oficina. Pueden ver lo que realmente pasó.

Aunque sabía que incluso con las pruebas, seguirían culpándome. Como era de esperarse, mi padre respondió indignado:

—¿Importa acaso la verdad? ¡Lo importante es que tu hermana tiene una enfermedad terminal y tú no tienes ni un mínimo de compasión ni consideración!

No me molesté en defenderme. Era inútil. Al ver que no respondía, mi padre se calmó un poco:

—Bueno, Isabel quiere que seas la testigo en su boda. De todos modos, no tienes nada que hacer ese día, ayúdala con esto.

—Iré, si no les preocupa que arruine su boda.

Mi padre guardó silencio por un momento:

—¿Quieres las acciones de la empresa? Si cumples con ser la testigo como es debido, te transferiré las acciones que pertenecían a tu madre.

Me sorprendió su cambio. Durante años había intentado por todos los medios conseguir esas acciones sin éxito alguno. ¿Y ahora estaba dispuesto a dármelas todas?

—Transfiere la mitad a mi nombre ahora mismo, y el resto después de la boda —exigí, temiendo algún truco de su parte.

—...De acuerdo —aceptó tras una pausa repentina, y añadió molesto—: Eres igual de interesada que tu madre.

—Mejor eso que ser un desalmado como tú —contesté sin intimidarme.

La caída de Isabel había empeorado su ya débil condición. Hasta el día de la boda apenas podía caminar. El vestido de novia que yo había elaborado estaba hecho a mi medida. Isabel había adelgazado tanto por la enfermedad que le quedaba grande en el pecho y la cintura.

—Que habilidad tan grandiosa la de María —se quejó Carmen mirando el vestido en su hija—. Tanto presumir de premios internacionales y ni siquiera puede hacer un vestido que ajuste bien.

—Está hecho a mi medida —respondí con burla—. Si roban cosas ajenas, no deberían ser tan exigentes.

—¡Aun te atreves...!

—Mamá... —Isabel la detuvo suavemente—. No culpes a María. Está bien que sea grande, así es más cómodo.

Me dirigió una dulce sonrisa:

—María, gracias por hacer mi sueño realidad.

Me dieron náuseas y quise salir a tomar aire, pero en la puerta me encontré con Antonio. Elegante en su traje hecho a medida, parecía un príncipe. Los invitados volteaban a mirarlo. Ese traje de novio también lo había diseñado y elaborado yo. Verlo lucir ese traje era como una puñalada en el pecho.

—María... —murmuró al verme.

Lo ignoré y estaba por esquivarlo cuando mi padre habló:

—¿Adónde vas? La ceremonia va a empezar. Tu hermana está débil, ayúdala a salir.

Me volví incrédula:

—¿Yo, ayudarla?

—Eres la testigo y su hermana mayor, ¿qué tiene de malo? —respondió Carmen.

Furiosa, iba a responder cuando Antonio intervino:

—María, desde que la empujaste su salud ha empeorado de manera considerable. El vestido es muy largo y pesado, ella...

No pude soportar su desvergüenza. Sin dejarlo terminar, volví junto a Isabel. Ella levantó el brazo esperando, como si fuera una emperatriz y yo su vil sirvienta.

—Gracias María... —sonrió al apoyarse en mí. Me pareció ver un destello de triunfo en su sonrisa.

¡Que presuma! Total, la muerte ya la rondaba. Me lo tomaría como una buena acción para mi karma. ¡Me decía una y otra vez, paciencia!

La ceremonia comenzó. La solemne marcha nupcial resonó en el salón dorado. Las enormes puertas se abrieron lentamente y los enormes focos nos iluminaron a Isabel y a mí.

Apreté los dientes con tanta fuerza que me dolía la mandíbula, mientras sentía que el peso del mundo me aplastaba el pecho, robándome el aliento por completo.

Bajo todas las miradas, sostuve a Isabel mientras avanzábamos por la alfombra roja. En cuanto aparecimos, sentí la conmoción general. Los invitados, asombrados, murmuraban entre sí:

—¿Qué está pasando? ¿No era María la novia? ¿Por qué Isabel lleva el vestido?

—¡Sí! ¿Tal vez, se equivocaron de novia?

—¿La novia se volvió dama de honor? ¿Qué broma es esta de los Navarro?

Aguantando la cruel humillación y la rabia, seguí guiando a Isabel hacia el otro extremo de la alfombra. Allí esperaba Antonio, elegante y noble, con el rostro radiante y... ¿lágrimas de emoción en los ojos?

Ni siquiera me miró. Sus ojos brillantes estaban fijos en Isabel.

El dolor estalló de nuevo en mi pecho, como una niebla venenosa que invadía por completo mis entrañas. No podía creer que este fuera el hombre al que había amado y por quien lo había dado todo durante más de ocho años.

Decía que solo quería cumplir el último deseo de Isabel antes de morir, pero... ¿por qué sentía que ella era realmente a quien quería desposar, a quien verdaderamente amaba?

Las lágrimas nublaron mi visión. Por instinto, entregué la mano de Isabel. Antonio la tomó con ternura, la abrazó con suavidad, y ambos se miraron con amor mientras subían al altar.

Me di la vuelta y ocupé mi lugar en la primera fila. Creía que mi corazón ya estaba dormido, que podría ver esta boda como una simple espectadora, pero me equivocaba. Era débil y el dolor sobrepasaba los límites.

Una mano elegante apareció a mi lado ofreciéndome un pañuelo. Su dueño no dijo ni una sola palabra, y yo tampoco tenía ánimos de mirar quién era. Tomé el pañuelo con un tono de voz afónica:

—Muchas gracias...

—No hay de qué —respondió una voz profunda y agradable que cortó el bullicio como una brisa fría—. Si no pudo casarse contigo, es porque no merecía tanta fortuna.

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