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Capítulo treinta y siete.

Los rayos del sol son los que me obligan a abrir los ojos la mañana siguiente.

Mi ceño se frunce al primer contacto de la luz con mis ojos y tengo que parpadear unas cuantas veces para acostumbrarme mejor. El cuerpo se siente pesado, sobre todo las piernas, y en cuanto imágenes de la noche anterior aparecen en mi cabeza, un leve estremecimiento recorre mi piel.

Escondo una sonrisa tonta contra la almohada.

El colchón del otro lado se siente vacio y lo compruebo cuando me doy la vuelta. Así que tomo el móvil que dejé en la mesita de noche para mirar la hora; las nueve de la mañana.

Lo primero que hago es estirar el cuerpo sobre la cama, removiendo las sábanas un poco más y después de bostezar, consigo sentarme.

El clima afuera está estupendo teniendo en cuenta que ayer afuera era un barrial por donde quisieras pasar, el sol está fuerte e ilumina los demás edificios de una manera cálida. Me entretengo unos minutos con esos pequeños rayitos dándome en el rostro y sintiendo como cada uno
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