El jet aterriza con suavidad, y tan pronto como las puertas se abren, el calor seco del mediodía italiano la envuelve. El cielo está claro, de un azul brillante que contrasta con el paisaje de suaves colinas verdes y viñedos interminables.
Un automóvil negro, de cristales polarizados y aspecto sobrio, los espera en la pista privada. Alejandro no pronuncia palabra durante el resto del trayecto. Se limita a observar por la ventanilla, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Valentina, sentada a su lado, no pudo evitar pensar que ese repentino silencio tenía que ver con el mensaje que había recibido minutos antes.
La curiosidad le cosquillea por dentro, haciéndole preguntarse qué clase de noticia podía alterarlo de esa forma. ¿Quién le había escrito? ¿Qué le habrían dicho para que se encerrara en ese mutismo impenetrable?
Pero apenas se dio cuenta de en qué estaba pensando, frunce el ceño y desvía la mirada hacia la ventana.
“¿Qué me importa a mí?”, pensó con fastidio. “Que reviente si quiere.”
Después de casi una hora serpenteando entre caminos rurales, entre cipreses y olivos centenarios, el coche cruza una reja de hierro forjado y se adentra en una propiedad vasta y silenciosa. La mansión se alza al fondo, imponente. De piedra antigua y arquitectura sobria, parece sacada de otra época. Alta, elegante, con ventanales estrechos y tejados inclinados cubiertos de tejas oscuras. No hay casas cercanas, ni señales de pueblo, ni caminos transitados.
Alejandro desciende primero y, sin esperar a que ella lo siga, camina directamente hacia la entrada principal. Una vez dentro, sin dedicarle una mirada, anuncia:
—Estaré en mi despacho. Haz lo que quieras.
—Gracias por el permiso —sonríe con una mezcla de burla y rabia—. Lo único que quiero en este momento es desaparecer de este lugar, de tu presencia, de todo.
Alejandro se detiene un momento, sin girarse a mirarla, y una leve sonrisa juega en sus labios. No responde, simplemente sigue adelante. Y desaparece tras la puerta doble de madera oscura.
Valentina se queda en silencio, entra sintiéndose como una extraña en tierra ajena. Ana la sigue a poca distancia. Unos pasos suaves resuenan sobre el mármol, y un hombre de edad madura, porte impecable y mirada serena, se le acerca.
—Bienvenida, señora Ferraro —dice con un acento italiano marcado—. Soy Dante Bellini, el mayordomo. El señor me ha pedido que la acompañe a su habitación.
Valentina solo asiente.
Dante la guía por pasillos amplios, decorados con arte clásico y alfombras gruesas. Todo huele a madera antigua, a silencio acumulado durante años. La mansión no es moderna ni ostentosa, pero sí lujosa en una forma sobria, casi monástica. Cada rincón habla de poder y de historia… y también de secretos.
Suben una escalera de mármol blanco, y llegan a una habitación con puertas dobles que se abren sin esfuerzo. El interior es elegante, decorado en tonos crema y verde oliva, con una cama amplia de dosel y ventanales que dan al viñedo que se extiende hasta donde alcanza la vista.
—Sus cosas han sido colocadas en el vestidor, señora. El señor Ferraro pidió que descansara. La cena será servida a las ocho.
Valentina camina lentamente hasta la ventana, sin responder. Contempla el paisaje tranquilo y sin ruido, tan hermoso como inquietante. Está allí. Aislada. En medio de la nada. Sin testigos. Sin salidas.
Y Alejandro Ferraro es el dueño de todo lo que la rodea.
Incluyéndola a ella.
—No sirve de nada intentar escapar.
La voz la hace girar de golpe. En la entrada de la habitación, una mujer joven la observa con una expresión neutra.
—¿No sirve de nada intentar escapar? —Valentina deja escapar una risa breve, seca—. Qué entrada tan dramática... ¿Esperabas que me echara a temblar o algo así?
—Oh, qué descortés de mi parte —dice con una sonrisa ensayada—. Soy Isabela De la Croix… aunque quizá ya hayas oído hablar de mí.
—No, la verdad es que no. ¿Debería? —replica, con una ceja levemente alzada y el mismo tono cortés que se usa para rechazar una invitación molesta.
—Trabajo en la mansión desde hace años —comienza con tono pausado—. Me encargo de ciertos asuntos delicados para la familia. Podría decirse que soy algo así…
—Mira, no sé qué papel estás interpretando aquí —la interrumpió con una sonrisa cargada de ironía—, pero no tengo tiempo para juegos ni advertencias teatrales. Así que, por favor, ahórrate la profecía… y todo lo que quieras decir, porque, sinceramente, no te voy a escuchar.
Y sin esperar respuesta, alza la voz con calma, pero con una autoridad que corta el aire.
—Ana, ¿puedes venir un momento?
Isabela no se inmuta. Ni una ceja se le mueve. Camina un poco más dentro de la habitación, como si fuera ella la dueña del espacio, no Valentina.
—No esperaba que temblaras —responde con voz suave, pero afilada como una navaja escondida en terciopelo—. Pero siento curiosidad por saber con quién se ha casado Alejandro… —continúa, dejando que su voz se arrastre con deliberada lentitud al pronunciar su nombre. Una sonrisa se dibuja en sus labios, tan sutil como venenosa—. Ahora lo sé: la típica que cree que con un poco de orgullo y sarcasmo puede esconder lo perdida que está.
Se detiene frente a la ventana, junto a Valentina, sin mirarla directamente.
—Yo soy quien hace que las cosas funcionen aquí, Valen...
—Señora de Ferraro —la interrumpe,nuevamente, aunque no sabe por qué lo hace—. ¿Qué quieres?
La mujer avanza un paso. Está parada frente a ella con una seguridad que desborda. Es imposible no mirarla. Es joven, hermosa, de esas mujeres que parecen saber exactamente el efecto que causan. Tiene curvas marcadas, piel dorada y unos labios gruesos pintados de rojo intenso que contrastan con su cabello oscuro y perfectamente alisado.
Lleva un vestido ajustado, tan ceñido que parece pintado sobre su cuerpo, y el escote es más profundo de lo necesario, como si estuviera diseñado exclusivamente para provocar.
—Solo decirte que aquí las cosas no funcionan como en el mundo exterior. Y que deberías tener cuidado.
—¿Cuidado? ¿De qué hablas?
Los labios de Isabela se presionan en una línea tensa.
—De él.
La inquietud que ya sentía Valentina se intensifica. Pero lo disimula con maestría. Endereza los hombros, alza el mentón y suelta una carcajada.
—¡Ja, ja, ja! Eso sí que no me lo esperaba.
Isabela la observa, como si evaluara si decir algo más o no. Finalmente, se gira y camina hacia la puerta. Antes de salir, deja una última advertencia:
—Nos veremos con mucha frecuencia, señora Ferraro. Bienvenida a la mansión.
Abre la puerta y se detiene un instante, como si se hubiera olvidado de algo. Gira apenas el rostro y le clava la mirada.
—No deberías tomarte tan a pecho el apellido —dice con una sonrisa ladeada—. Aquí las cosas cambian rápido.
—¿Eso es una advertencia o una amenaza? —responde Valentina, cruzando los brazos.
—Un consejo —musita Isabela, sin perder la sonrisa—. Alejandro es... cambiante. Intenso. No suele apegarse a nada ni a nadie. Salvo a su trabajo. Y a ciertas… costumbres.
—¿Y tú eres una de esas costumbres?
Isabela ríe, un sonido suave, casi musical.
—Digamos que tengo un lugar bien ganado en su vida. Lo conozco mejor que nadie. Sus horarios, sus preferencias… sus límites.
—Qué conveniente —dice Valentina, fingiendo una sonrisa—. Aunque ahora está casado.
—Sí, bueno... —la voz de Isabela se torna más fría, cortante—. Hay matrimonios y hay relaciones reales. Supongo que lo descubrirás pronto.
—¿Y tú siempre visitas las habitaciones de las esposas nuevas, o soy un caso especial?
—Eres especial, claro. Alejandro nunca había traído a alguien así aquí. Pero no te emociones. No todo lo que brilla es oro… a veces solo es una jaula dorada, ¿no crees?
Valentina no responde. Isabela la observa un segundo más, como si quisiera asegurarse de que sus palabras hicieran efecto. Luego asiente, satisfecha, y abre la puerta.
—Descansa, Valentina.
Y entonces se va. Esta vez sí.
Valentina se queda mirando la puerta cerrada, con el corazón latiendo con fuerza, sabiendo que aquella mujer no vino solo a darle la bienvenida… vino a dejar claro que esto ya era una guerra. Como si a ella le importara Alejandro. Allá Isabela, con su aire de dueña del mundo. Podía quedarse con él, envolverlo, manipularlo. A Valentina no le quitaba el sueño.
La cena está servida a las ocho en punto. Ana entra en la habitación de Valentina, que aún se encuentra frente al espejo, revisando su reflejo. Con una mirada fija en ella, Ana no necesita decir mucho.—Le sugiero que se apresure. Alejandro no tolera los retrasos.—Ana, te agradecería que me trataras de tú.—Señora Ferraro, no me está permitido hacerlo.—Yo te lo permito —respondió con tono suave—. Si voy a estar aquí sola, prefiero sentir que tengo alguien cercano a mí —Valentina la mira en silencio, un destello de sinceridad brilla en sus ojos.Si ya está allí, en ese lugar apartado y lleno de secretos, tal vez podría aprovecharlo. Si Alejandro tiene intenciones oscuras, ella también puede hacerlo. En lugar de vestirse con algo convencional, opta por algo que deje claro que no es una mujer común.Se deshace de la bata que la cubre y elige un vestido rojo profundo, de seda. El escote pronunciado deja ver más de lo que muestra, y la falda ceñida se extiende hasta sus muslos. El diseño
La cena terminó en un silencio denso, espeso como el vino que aún descansaba a medias en las copas. Valentina es la primera en levantarse, ignorando las miradas punzantes de Isabela y la contenida intensidad de Alejandro. Sus pasos firmes resuenan por el mármol como una declaración: no es una invitada, es la dueña del lugar… aunque todavía no tuviera las llaves.En su habitación, se quita el vestido con una lentitud casi ceremonial.Se sienta en el borde de la cama, con la espalda recta y la respiración aún contenida en el pecho. La tela de su ropa interior acaricia su piel como un susurro cómplice, y por un instante, se sintió satisfecha. Había movido una pieza importante en ese tablero de miradas, silencios y poder. Lo había hecho bien. Pero esa sensación no duró.La satisfacción se desvaneció tan rápido como había llegado, como un perfume que se pierde en el aire. Un peso desconocido comenzó a formarse en su pecho, lento pero firme, como si la habitación se hiciera más pequeña, com
La ducha caliente no logró calmar el torbellino en su pecho. Todo lo contrario. Valentina se recuesta en la enorme cama, aún con el cabello húmedo, y mira el techo con los ojos bien abiertos. El reloj marca las 11:23 p.m. y el silencio de la mansión es casi inquietante.Suspira, se sienta y finalmente se levanta. Se pone unos jeans ajustados, botas oscuras y una camisa blanca que resalta su figura sin proponérselo. Rebusca entre sus pertenencias y saca su cámara fotográfica. Antes de salir, corre la cortina de la ventana y se detiene por un segundo: una luna creciente cuelga brillante sobre el cielo despejado. La noche está perfecta para una caminata, para capturar luces y sombras… o para alejar pensamientos incómodos.—Si hay algo seguro aquí, es que nadie me verá salir. Si hay tres o cuatro almas en esta mansión , es mucho —se dice a sí misma.Sale de la habitación con cuidado, sin encender las luces. La casa es un laberinto de mármol, madera y ecos. Mientras recorre el pasillo, pas
Valentina mira a su alrededor, la belleza del paisaje la envuelve con tal intensidad que la preocupación empieza a desvanecerse. Sus ojos se distraen con cada detalle, como si el lugar la invitara a quedarse un poco más, se agacha frente a una flor silvestre que ha brotado entre las raíces de un roble antiguo. El flash de su cámara ilumina por un instante el contorno delicado de los pétalos, y el chasquido del obturador se mezcla con el susurro del viento. Ha perdido la noción del tiempo. Solo la acompaña el silencio, interrumpido por el canto lejano de un ave nocturna.Pero algo cambia.El aire, antes sereno, se vuelve denso. Pesado. Un escalofrío le recorre la espalda justo cuando un trueno suena en la distancia. Valentina levanta la vista. Las nubes se han arremolinado sobre su cabeza, ocultando la luna por completo. El cielo se ha teñido de un gris profundo, como si la noche hubiera decidido cerrarse aún más sobre el mundo.—Tengo que volver —murmura, pero no está segura de en qu
Valentina Baeza está sentada al borde de la cama, rodeada por el silencio opresivo de una habitación lujosa en un hotel. Lleva puesto un vestido blanco que pesa más de lo que debería. Frente a ella, el espejo le devuelve la imagen de una mujer que no reconoce: ojos apagados, labios tensos y un corazón golpeando con fuerza en el pecho.La puerta se abre de golpe. No necesita girarse para saber quién ha entrado. Su presencia llena el espacio como una tormenta: Alejandro Ferraro. Su fragancia, una mezcla de alcohol y perfume caro, llega antes que él. Cuando se acerca, Valentina siente el calor de su cuerpo y la tensión densa en el aire.—Valentina... o mejor te llamo Señora de Ferraro —dice él con una voz burlona y cínica.Ella levanta la vista para encontrarse con la suya. Sus ojos marrones la escudriñan con una intensidad que la hace desear desvanecerse en la nada. Hay algo en él que la aterra y la atrae al mismo tiempo.Él se tambalea ligeramente al acercarse más; su aliento delata qu
***Flashback***Una semana atrásValentina llegó a casa con una sonrisa tenue en los labios y la cámara colgando del hombro. Aún le costaba asimilar que, por fin, era fotógrafa profesional; no porque dudara de su capacidad para lograrlo, sino porque el tiempo había pasado muy rápido. Aquel debía ser un día para celebrar… pero algo en el aire la puso en alerta apenas cruzó la puerta.Su padre estaba en el sillón del comedor, con la mirada perdida y un fajo de papeles en las manos. No los leía, solo los sostenía, como si su peso fuera abrumador.Dejó la mochila en la entrada y colocó con cuidado la cámara sobre la mesita, pero sus movimientos se volvieron lentos, casi automáticos, al notar el silencio tenso que llenaba la casa.—¿Papá? —dijo, acercándose—. ¿Estás bien?Andrés Baeza alzó la vista. Tenía los ojos hundidos, como si llevara días sin dormir. Dudó antes de hablar, pero al final soltó un suspiro largo y tembloroso.—Valentina, siéntate, por favor. Necesito hablar contigo.Ella
Dos días antes del matrimonio.El aire en el lujoso edificio del Grupo Ferraro estaba cargado de una tensión palpable cuando Valentina cruzó el umbral de la puerta principal. El brillo de las paredes de cristal reflejaba su figura, iluminando su presencia como si cada paso que daba fuera una sentencia. Su cabello, un marrón claro que caía con suavidad sobre sus hombros, brillaba bajo las luces del lugar. Su silueta dejaba entrever la gracia con la que se movía, cada curva de su cuerpo resaltada por el ajuste perfecto de su vestido. La suavidad de su piel blanca, casi etérea, contrastaba con la dureza del lugar.Alejandro estaba allí, esperándola, con una mirada fría y calculadora. Sus ojos recorrían su figura con la calma de quien ya ha ganado una batalla y ahora disfruta del espectáculo. Cada paso de Valentina parecía acercarla más a su destino, y él lo sabía. Podía casi saborear la victoria en el aire, como si hubiera encontrado finalmente la pieza que le permitiría cobrar su veng
El sol se cuela tímidamente por las cortinas cuando ella abre los ojos. Por un momento, permanece inmóvil, tratando de recordar dónde está… y entonces la realidad la golpea con la misma fuerza que la noche anterior. Ya no está en su habitación, en su casa, en la vida que conocía. Está en la cama de un lujoso hotel. Es la esposa de Alejandro Ferraro.Se incorpora con lentitud, sintiendo el peso de la noche en los músculos y en la mente. A pesar de todo, ha logrado dormir unas pocas horas, aunque el sueño ha sido ligero y plagado de pensamientos confusos. Se gira hacia el otro lado de la cama, donde él había estado, pero el espacio está vacío. Mucho mejor.Un suave toque en la puerta la sobresalta.—¿Puedo pasar, señora? Soy Ana. Estaré a su servicio de ahora en adelante —dice una voz firme pero amable.Durante un instante, ella no sabe qué responder. No quiere ver a nadie, no quiere hablar, no quiere fingir que todo está bien cuando en realidad su mundo se ha derrumbado.—No necesito n