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CAPÍTULO 5. En el umbral de la Mansión.

El jet aterriza con suavidad, y tan pronto como las puertas se abren, el calor seco del mediodía italiano la envuelve. El cielo está claro, de un azul brillante que contrasta con el paisaje de suaves colinas verdes y viñedos interminables.

Un automóvil negro, de cristales polarizados y aspecto sobrio, los espera en la pista privada. Alejandro no pronuncia palabra durante el resto del trayecto. Se limita a observar por la ventanilla, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Valentina, sentada a su lado, no pudo evitar pensar que ese repentino silencio tenía que ver con el mensaje que había recibido minutos antes.

La curiosidad le cosquillea por dentro, haciéndole preguntarse qué clase de noticia podía alterarlo de esa forma. ¿Quién le había escrito? ¿Qué le habrían dicho para que se encerrara en ese mutismo impenetrable?

Pero apenas se dio cuenta de en qué estaba pensando, frunce el ceño y desvía la mirada hacia la ventana.

“¿Qué me importa a mí?”, pensó con fastidio. “Que reviente si quiere.”

Después de casi una hora serpenteando entre caminos rurales, entre cipreses y olivos centenarios, el coche cruza una reja de hierro forjado y se adentra en una propiedad vasta y silenciosa. La mansión se alza al fondo, imponente. De piedra antigua y arquitectura sobria, parece sacada de otra época. Alta, elegante, con ventanales estrechos y tejados inclinados cubiertos de tejas oscuras. No hay casas cercanas, ni señales de pueblo, ni caminos transitados. 

Alejandro desciende primero y, sin esperar a que ella lo siga, camina directamente hacia la entrada principal. Una vez dentro, sin dedicarle una mirada, anuncia:

—Estaré en mi despacho. Haz lo que quieras.

—Gracias por el permiso —sonríe con una mezcla de burla y rabia—. Lo único que quiero en este momento es desaparecer de este lugar, de tu presencia, de todo.

Alejandro se detiene un momento, sin girarse a mirarla, y una leve sonrisa juega en sus labios. No responde, simplemente sigue adelante. Y desaparece tras la puerta doble de madera oscura.

Valentina se queda en silencio, entra sintiéndose como una extraña en tierra ajena. Ana la sigue a poca distancia. Unos pasos suaves resuenan sobre el mármol, y un hombre de edad madura,  porte impecable y mirada serena, se le acerca.

—Bienvenida, señora Ferraro —dice con un acento italiano marcado—. Soy Dante Bellini, el mayordomo. El señor me ha pedido que la acompañe a su habitación.

Valentina solo asiente.

Dante la guía por pasillos amplios, decorados con arte clásico y alfombras gruesas. Todo huele a madera antigua, a silencio acumulado durante años. La mansión no es moderna ni ostentosa, pero sí lujosa en una forma sobria, casi monástica. Cada rincón habla de poder y de historia… y también de secretos.

Suben una escalera de mármol blanco, y llegan a una habitación con puertas dobles que se abren sin esfuerzo. El interior es elegante, decorado en tonos crema y verde oliva, con una cama amplia de dosel y ventanales que dan al viñedo que se extiende hasta donde alcanza la vista.

—Sus cosas han sido colocadas en el vestidor, señora. El señor Ferraro pidió que descansara. La cena será servida a las ocho.

Valentina camina lentamente hasta la ventana, sin responder. Contempla el paisaje tranquilo y sin ruido, tan hermoso como inquietante. Está allí. Aislada. En medio de la nada. Sin testigos. Sin salidas.

Y Alejandro Ferraro es el dueño de todo lo que la rodea.

Incluyéndola a ella.

—No sirve de nada intentar escapar.

La voz la hace girar de golpe. En la entrada de la habitación, una mujer joven la observa con una expresión neutra.

—¿No sirve de nada intentar escapar? —Valentina deja escapar una risa breve, seca—. Qué entrada tan dramática... ¿Esperabas que me echara a temblar o algo así? 

—Oh, qué descortés de mi parte —dice con una sonrisa ensayada—. Soy Isabela De la Croix… aunque quizá ya hayas oído hablar de mí.

—No, la verdad es que no. ¿Debería? —replica, con una ceja levemente alzada y el mismo tono cortés que se usa para rechazar una invitación molesta.

—Trabajo en la mansión desde hace años —comienza con tono pausado—. Me encargo de ciertos asuntos delicados para la familia. Podría decirse que soy algo así…

—Mira, no sé qué papel estás interpretando aquí —la interrumpió con una sonrisa cargada de ironía—, pero no tengo tiempo para juegos ni advertencias teatrales. Así que, por favor, ahórrate la profecía… y todo lo que quieras decir, porque, sinceramente, no te voy a escuchar.

Y sin esperar respuesta, alza la voz con calma, pero con una autoridad que corta el aire.

—Ana, ¿puedes venir un momento?

Isabela no se inmuta. Ni una ceja se le mueve. Camina un poco más dentro de la habitación, como si fuera ella la dueña del espacio, no Valentina.

—No esperaba que temblaras —responde con voz suave, pero afilada como una navaja escondida en terciopelo—. Pero siento curiosidad por saber con quién se ha casado Alejandro… —continúa, dejando que su voz se arrastre con deliberada lentitud al pronunciar su nombre. Una sonrisa se dibuja en sus labios, tan sutil como venenosa—. Ahora lo sé: la típica que cree que con un poco de orgullo y sarcasmo puede esconder lo perdida que está.

Se detiene frente a la ventana, junto a Valentina, sin mirarla directamente.

—Yo soy quien hace que las cosas funcionen aquí, Valen...

—Señora de Ferraro —la interrumpe,nuevamente, aunque no sabe por qué lo hace—. ¿Qué quieres?

La mujer avanza un paso. Está parada frente a ella con una seguridad que desborda. Es imposible no mirarla. Es joven, hermosa, de esas mujeres que parecen saber exactamente el efecto que causan. Tiene curvas marcadas, piel dorada y unos labios gruesos pintados de rojo intenso que contrastan con su cabello oscuro y perfectamente alisado.

Lleva un vestido ajustado, tan ceñido que parece pintado sobre su cuerpo, y el escote es más profundo de lo necesario, como si estuviera diseñado exclusivamente para provocar. 

—Solo decirte que aquí las cosas no funcionan como en el mundo exterior. Y que deberías tener cuidado.

—¿Cuidado? ¿De qué hablas?

Los labios de Isabela se presionan en una línea tensa.

—De él.

La inquietud que ya sentía Valentina se intensifica. Pero lo disimula con maestría. Endereza los hombros, alza el mentón y suelta una carcajada.

—¡Ja, ja, ja! Eso sí que no me lo esperaba.

Isabela la observa, como si evaluara si decir algo más o no. Finalmente, se gira y camina hacia la puerta. Antes de salir, deja una última advertencia:

—Nos veremos con mucha frecuencia, señora Ferraro. Bienvenida a la mansión.

Abre la puerta y se detiene un instante, como si se hubiera olvidado de algo. Gira apenas el rostro y le clava la mirada.

—No deberías tomarte tan a pecho el apellido —dice con una sonrisa ladeada—. Aquí las cosas cambian rápido.

—¿Eso es una advertencia o una amenaza? —responde Valentina, cruzando los brazos.

—Un consejo —musita Isabela, sin perder la sonrisa—. Alejandro es... cambiante. Intenso. No suele apegarse a nada ni a nadie. Salvo a su trabajo. Y a ciertas… costumbres.

—¿Y tú eres una de esas costumbres?

Isabela ríe, un sonido suave, casi musical.

—Digamos que tengo un lugar bien ganado en su vida. Lo conozco mejor que nadie. Sus horarios, sus preferencias… sus límites.

—Qué conveniente —dice Valentina, fingiendo una sonrisa—. Aunque ahora está casado.

—Sí, bueno... —la voz de Isabela se torna más fría, cortante—. Hay matrimonios y hay relaciones reales. Supongo que lo descubrirás pronto.

—¿Y tú siempre visitas las habitaciones de las esposas nuevas, o soy un caso especial?

—Eres especial, claro. Alejandro nunca había traído a alguien así aquí. Pero no te emociones. No todo lo que brilla es oro… a veces solo es una jaula dorada, ¿no crees?

Valentina no responde. Isabela la observa un segundo más, como si quisiera asegurarse de que sus palabras hicieran efecto. Luego asiente, satisfecha, y abre la puerta.

—Descansa, Valentina.

Y entonces se va. Esta vez sí.

Valentina se queda mirando la puerta cerrada, con el corazón latiendo con fuerza, sabiendo que aquella mujer no vino solo a darle la bienvenida… vino a dejar claro que esto ya era una guerra. Como si a ella le importara Alejandro. Allá Isabela, con su aire de dueña del mundo. Podía quedarse con él, envolverlo, manipularlo. A Valentina no le quitaba el sueño.

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