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CAPÍTULO 4. Primer día como Valentina de Ferraro.

El sol se cuela tímidamente por las cortinas cuando ella abre los ojos. Por un momento, permanece inmóvil, tratando de recordar dónde está… y entonces la realidad la golpea con la misma fuerza que la noche anterior. Ya no está en su habitación, en su casa, en la vida que conocía. Está en la cama de un lujoso hotel. Es la esposa de Alejandro Ferraro.

Se incorpora con lentitud, sintiendo el peso de la noche en los músculos y en la mente. A pesar de todo, ha logrado dormir unas pocas horas, aunque el sueño ha sido ligero y plagado de pensamientos confusos. Se gira hacia el otro lado de la cama, donde él había estado, pero el espacio está vacío. Mucho mejor.

Un suave toque en la puerta la sobresalta.

—¿Puedo pasar, señora? Soy Ana. Estaré a su servicio de ahora en adelante —dice una voz firme pero amable.

Durante un instante, ella no sabe qué responder. No quiere ver a nadie, no quiere hablar, no quiere fingir que todo está bien cuando en realidad su mundo se ha derrumbado.

—No necesito nada —responde con frialdad.

Silencio.

Pasados unos segundos, un leve peso de culpa se asienta en su pecho. No es culpa de Ana. Ella solo cumple con su trabajo.

Se levanta de la cama, camina hasta la puerta y la abre. Ana, una mujer de rostro afable y gesto servicial, está de pie en el umbral.

—Perdón, he sido descortés —dice ella, esbozando una tenue sonrisa.

—No se preocupe, señora —responde Ana con suavidad—. El señor Ferraro me pide que le avise que debe arreglarse. Saldrán de viaje en unas horas.

Su estómago se encoge.

—¿Viaje?

—Sí, señora. Me ha pedido que prepare su equipaje.

Ella guarda silencio. ¿A dónde quiere llevarla Alejandro? ¿Por qué? Ni siquiera han hablado de viaje.

Ana espera pacientemente su respuesta, mientras ella intenta ordenar sus pensamientos. Pero no hay nada que decidir. Como con todo lo demás, él ya ha tomado la decisión por ella.

—Está bien , Ana. Gracias.

Se mete a la ducha y deja que el agua tibia resbale por su piel. Cierra los ojos, esperando que el agua se lleve el cansancio, el peso en sus hombros, la opresión en su pecho… las huellas de sus manos sobre su cuerpo. Pero, en lugar de eso, los recuerdos de la noche anterior la golpean con fuerza.

La forma en que Alejandro la tocó, la intensidad en su mirada, el calor de su cuerpo contra el suyo… Es un hombre fuerte, de cuerpo firme y musculoso, con una presencia imponente que resulta abrumadoramente sensual. Su piel bronceada, sus manos seguras, su aliento acariciando su cuello… Se odia por recordar esos detalles.

Él fue el primero. El que cruzó la línea, el que tocó su cuerpo antes que nadie. El que se llevó algo que nunca vuelve.

Y lo peor de todo: cómo su cuerpo había respondido. Una sensación extraña comienza a recorrerla, un cosquilleo en la piel que la hace estremecerse. Se odia por eso. Odia la forma en que, por un instante, ha sentido placer. No debería gustarle. No puede gustarle.

Aprieta los dientes y se obliga a apartar esos pensamientos. Él es el responsable de su desgracia, el hombre que ha arruinado su vida, que la ha encadenado a un destino que no pidió. No puede permitirse sentir nada por él que no sea odio.

Pero entonces piensa en su padre. En lo mucho que ha sufrido desde la muerte de su madre. En lo enfermo y frágil que está. 

Respira hondo. Todo esto lo hace por él. Esa es la única razón. Y mientras siga creyendo en eso, podrá soportarlo.

Sale de la ducha envuelta en una toalla, con la piel aún húmeda y el cabello goteando sobre los hombros. Se acerca al armario y saca un vestido de lino, suelto y ligero, de un tono azulado que contrasta con su piel.

“Ni siquiera eso he elegido yo. La lencería también lleva su voluntad”

Se viste con movimientos lentos, sintiendo la suavidad de la tela deslizándose sobre su cuerpo.

“El señor desea que use la ropa que él ha escogido personalmente para usted.” Esas son las palabras que Ana pronunció minutos antes de que ella entrara a la ducha.

Busca su pequeña valija, y la encuentra cerrada, intacta, en un rincón de la habitación.

Un escalofrío recorre su espalda.

Cada decisión, hasta la más mínima, ya ha sido tomada por él.

Se para frente al espejo. Su cabello largo, color miel, cae en ondas naturales sobre su espalda. Sus ojos, marrones, del mismo tono que los de su madre, le devuelven la mirada. Por un instante, se ve a través de ellos, recordando cómo solía decir que su mirada tenía la misma intensidad que la suya.

Pero aquella mujer en el reflejo ya no es la misma.

Suspira y sale de la habitación.

Un mozo espera afuera con su equipaje nuevo en un carrito. No dice nada, solo inclina levemente la cabeza antes de comenzar a caminar por el pasillo. Ana aparece a su lado con su expresión serena y su paso seguro.

—El vuelo está listo, señora. Su esposo la espera en el jet privado.

“Su esposo”. Traga en seco. No pregunta a dónde van. No tiene sentido. Como con todo lo demás, Alejandro Ferraro ya ha tomado esa decisión por ella.

Valentina sube con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, pero su rostro permanece inmutable. No va a darle el gusto de verla afectada.

Él está sentado, relajado, con un periódico entre las manos. No levanta la mirada cuando ella entra, como si su presencia no significara absolutamente nada.

—Buenos días —dice ella con tono neutral, sin permitir que su voz revele emoción alguna.

Él no responde de inmediato, pero su cabeza se mueve apenas, un gesto sutil que confirma que la ha escuchado y ha elegido ignorarla. Valentina se muerde el interior de la mejilla y camina con la espalda recta hasta sentarse a su lado.

Un viento repentino se cuela en la cabina justo cuando se acomoda, levantando la ligera tela de su vestido. Sus muslos quedan expuestos por unos segundos, y en ese instante ve el reflejo de una sonrisa en el rostro de Alejandro.

Se tensa de inmediato. Con movimientos rápidos, baja el vestido y se cubre.

Él no dice nada.

No necesita hacerlo.

Su sonrisa lo dice todo.

Valentina se acomoda en el asiento, aún sintiendo el calor en las mejillas. Intenta ignorarlo, fingir que su presencia no la afecta, pero entonces su voz rompe el silencio.

—Hablé con tu padre esta mañana.

Ella gira lentamente para mirarlo. Alejandro sigue con el periódico en las manos, pero no hay duda de que está atento a cada una de sus reacciones.

—¿Y qué le dijiste? —pregunta con cautela.

—Que todo está bien entre nosotros —responde él, con un tono relajado, casi despreocupado. Pero Valentina sabe que cada palabra que sale de su boca está cargada de intención.

Aprieta los labios, sintiendo cómo la rabia le recorre el cuerpo.

—Me parece bien. No quiero cargar a mi padre con malas noticias.

Alejandro por fin baja el periódico y la mira directamente. Su expresión es inescrutable, pero sus ojos… sus ojos reflejan algo más.

—Tu padre estará bien con nuestro acuerdo. Deberías estar tranquila.

Valentina suelta una risa sarcástica y cruza los brazos sobre el pecho.

—Claro, porque seguro tuvo muchas opciones.

Él ladea la cabeza, evaluándola.

—Tú tenías opciones, Valentina.

—No. No las tenía —responde ella, mirándolo con dureza—. Qué cinismo de tu parte decirme eso.

Una chispa de diversión brilla en la mirada de Alejandro antes de que vuelva a levantar el periódico, como si la conversación ya no le interesara.

—Entonces supongo que ya no hay nada más que discutir.

Antes de que el capitán haga el anuncio de la salida, suena un celular, es el de Alejandro. Él lo toma en sus manos sin prisa, mirando la pantalla con una expresión imperturbable. Es un mensaje de su madre, Isabel Ferraro.

Con una mirada fría, Alejandro lee el texto que aparece:

"Ya la tienes en tus manos. Hazla sufrir, hijo mío. Su padre es el culpable de que Óscar se haya suicidado."

Las palabras de su madre lo golpean como una bofetada. Un temblor recorre su cuerpo, pero no es de sorpresa, sino de rabia. Un dolor y un odio que ha crecido cada día desde que su madre le reveló lo que Andrés Baeza le había hecho a su padre. Sin poder evitarlo, aprieta el teléfono con tanta fuerza que su pulgar se clava en la pantalla. En un arrebato violento, lo apaga de golpe como si pudiera deshacerse de esas palabras, de ese pasado que aún lo atormenta.

Su respiración es entrecortada. Traga el odio, la furia que lo consume, mientras vuelve a mirar a la nada, el rostro impasible, pero por dentro, el rencor hierve como un veneno que nunca se ha ido.

—Buenos días, les habla el capitán. Nos encontramos a punto de iniciar nuestro vuelo. Les pedimos que aseguren sus cinturones de seguridad, ajusten sus asientos y apaguen cualquier dispositivo electrónico en este momento. Estamos programados para un vuelo tranquilo y esperamos llegar a nuestro destino en el tiempo estimado. Le deseamos un agradable vuelo.

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