La puerta se abre de golpe. No necesita girarse para saber quién ha entrado. Su presencia llena el espacio como una tormenta: Alejandro Ferraro. Su fragancia, una mezcla de alcohol y perfume caro, llega antes que él. Cuando se acerca, Valentina siente el calor de su cuerpo y la tensión densa en el aire.
—Valentina... o mejor te llamo Señora de Ferraro —dice él con una voz burlona y cínica.
Ella levanta la vista para encontrarse con la suya. Sus ojos marrones la escudriñan con una intensidad que la hace desear desvanecerse en la nada. Hay algo en él que la aterra y la atrae al mismo tiempo.
Él se tambalea ligeramente al acercarse más; su aliento delata que ha estado bebiendo. Antes de que Valentina pueda reaccionar, él la toma por los hombros con una fuerza que le arranca el aire. No dice nada. No puede, y no quiere. Solo lo mira, aguantando las lágrimas que amenazan con brotar.
Entonces, sin previo aviso, Alejandro la levanta. Sus manos se deslizan hasta el encaje del vestido y lo arranca de un tirón seco.
Ella no se mueve. No hay gritos, ni un susurro. Su inmovilidad parece enloquecerlo más. Comienza a besarla bruscamente, sus labios reclamando los de ella sin compasión. Le muerde el labio, y el dolor se vuelve un recordatorio agudo de la realidad. Valentina cierra los ojos, dejando que todo suceda, mientras una lágrima solitaria rueda por su mejilla.
—¿Es que no vas a resistirte? —gruñe él, separándose un instante para mirarla con furia. Su respiración es irregular; su mandíbula, tensa—. ¡Haz algo! Di que no. Suplica.
Pero ella no lo hace. Su silencio lo enfurece aún más. Alejandro aprieta los dientes, y su rabia contenida se transforma en algo aún más oscuro. Lo que él no comprende es que Valentina no tiene fuerzas para pelear. No en ese momento. No contra alguien como él.
Entonces, con ímpetu nacido de lo más profundo de su ser, la toma en brazos. La lanza, y como si fuera una pluma, cae en la cama. Su fuerza y su determinación son innegables, casi abrumadoras.
—¡Eres mía! —le espeta con voz amenazante. Sus ojos la miran con desprecio y rencor.
Está poseído. La desnuda sin cuidado; sus manos grandes aprietan su piel con dureza. Se pone de pie, y por un momento, ella piensa que va a detenerse. Pero al verla completamente desnuda, su deseo se intensifica. La devora con la mirada, está disfrutando de cada segundo.
Se desviste frente a ella, y Valentina no puede evitar verlo. Su miembro erecto, sus músculos tensos, el pecho firme, los brazos fuertes... Todo en él irradia poder, virilidad.
La culpa la golpea de inmediato. "No debería estar pensando en esto", se reprende, aunque sus ojos siguen explorándolo, atrapados en esa atracción que no quiere aceptar.
Cuando él se detiene en sus pechos, ella hace un gesto para cubrirse, pero eso parece excitarlo aún más. Se lanza sobre ella, le aparta las manos y comienza a besarle los pezones con rudeza, encontrándolos erectos. El cuerpo de Valentina empieza a traicionarla.
Cada movimiento es salvaje, como si buscara más que poseer su cuerpo: quiere dominar su alma, doblegar su voluntad.
—Pagarás por lo que tu padre ha hecho —suelta él entre dientes.
Valentina se congela. “¿No tiene ya lo que quería?”
La piel de Alejandro quema contra la suya. Cada caricia es una mezcla de brutalidad y necesidad. Ella no se mueve, no responde. Su pasividad lo enciende más. Su respiración se agita, y sus movimientos se tornan desesperados.
Él aprieta con fuerza sus caderas, desliza una mano hasta la rodilla y separa sus piernas. Su mirada la recorre con lujuria.
—Eres absolutamente… perfecta.
Un calor sube por la piel de Valentina. Es un calor que no quiere admitir. Alejandro se agacha, comienza a besar sus muslos, saboreándolos lentamente con su lengua. Su cuerpo se estremece. La humedad entre sus piernas comienza a delatarla. Cada respiración se vuelve más pesada, y su centro, húmedo y sensible, revela el deseo que su mente lucha por ocultar.
—Por los dioses, estás tan caliente… tan mojada. Me enloqueces —gruñe, y comienza a lamer su clítoris con precisión, lento, devorándola. Lo disfruta, su aroma lo enloquece. Sabe cómo tocar cada fibra de su ser.
Valentina jamás había sentido algo así. Está disfrutando. Se contorsiona en la cama, arquea la espalda, lo pide sin palabras. Todo en su cuerpo lo suplica.
—Más… así… así… no pares… —gime entre jadeos.
Alejandro se dedica a ella con una pasión desenfrenada. Su lengua la lleva al límite una y otra vez. Está perdida, se rinde completamente. Quiere que siga, que no se detenga. Pide más, como si fuera lo único que su cuerpo sabe hacer. Comienza a sentir temblores en su cuerpo.
Cuando abre los ojos, él parece entender el clímax que se avecina. Entonces, justo cuando la tensión la consume, su cuerpo tiembla con espasmos violentos. Él la observa con deleite.
Deja de besarla y lamer su piel ardiente. Ya no pueden contenerse más. Se acomoda entre sus piernas, dispuesto a tomarla de una vez, con el deseo desbordándosele en cada fibra del cuerpo
Al empujar más profundo, algo lo detiene. Sus ojos se clavan en los de ella, incrédulos.
—¿Eres virgen? —su voz sale grave, cargada de incredulidad y algo más que no sabe describir.
Valentina no responde. Tiembla bajo él, no de miedo, sino de deseo. Ninguno de los dos se detiene. Están demasiado consumidos por la necesidad.
Sus manos firmes la recorren con hambre, arrancándole gemidos que llenan la habitación. Cada embestida es profunda, calculada, como si quisiera marcarla desde adentro, y ella, se entrega por completo, perdida en el placer abrasador que él le ofrece.
El roce de sus cuerpos, húmedos y ansiosos se intensifica hasta que la lleva a un punto donde el mundo deja de existir. Valentina está al borde, y cuando él la lleva al clímax, su cuerpo se sacude con una ola de placer arrolladora. Gime su nombre, vencida por el éxtasis.
—¿Por qué no me lo dijiste? —murmura él, aún rozando su cintura con una caricia firme.
Ya no hay rabia en su voz. Solo deseo, sorpresa.
Valentina se gira lentamente, le da la espalda y se cubre con la sábana hasta los hombros. El temblor del orgasmo la delata. No dice nada. Solo respira, aún estremecida, mientras él la observa en silencio, como si, por primera vez, se diera cuenta de que acaba de cruzar una línea sin retorno.
***Flashback***Una semana atrásValentina llegó a casa con una sonrisa tenue en los labios y la cámara colgando del hombro. Aún le costaba asimilar que, por fin, era fotógrafa profesional; no porque dudara de su capacidad para lograrlo, sino porque el tiempo había pasado muy rápido. Aquel debía ser un día para celebrar… pero algo en el aire la puso en alerta apenas cruzó la puerta.Su padre estaba en el sillón del comedor, con la mirada perdida y un fajo de papeles en las manos. No los leía, solo los sostenía, como si su peso fuera abrumador.Dejó la mochila en la entrada y colocó con cuidado la cámara sobre la mesita, pero sus movimientos se volvieron lentos, casi automáticos, al notar el silencio tenso que llenaba la casa.—¿Papá? —dijo, acercándose—. ¿Estás bien?Andrés Baeza alzó la vista. Tenía los ojos hundidos, como si llevara días sin dormir. Dudó antes de hablar, pero al final soltó un suspiro largo y tembloroso.—Valentina, siéntate, por favor. Necesito hablar contigo.Ella
Dos días antes del matrimonio.El aire en el lujoso edificio del Grupo Ferraro estaba cargado de una tensión palpable cuando Valentina cruzó el umbral de la puerta principal. El brillo de las paredes de cristal reflejaba su figura, iluminando su presencia como si cada paso que daba fuera una sentencia. Su cabello, un marrón claro que caía con suavidad sobre sus hombros, brillaba bajo las luces del lugar. Su silueta dejaba entrever la gracia con la que se movía, cada curva de su cuerpo resaltada por el ajuste perfecto de su vestido. La suavidad de su piel blanca, casi etérea, contrastaba con la dureza del lugar.Alejandro estaba allí, esperándola, con una mirada fría y calculadora. Sus ojos recorrían su figura con la calma de quien ya ha ganado una batalla y ahora disfruta del espectáculo. Cada paso de Valentina parecía acercarla más a su destino, y él lo sabía. Podía casi saborear la victoria en el aire, como si hubiera encontrado finalmente la pieza que le permitiría cobrar su veng
El sol se cuela tímidamente por las cortinas cuando ella abre los ojos. Por un momento, permanece inmóvil, tratando de recordar dónde está… y entonces la realidad la golpea con la misma fuerza que la noche anterior. Ya no está en su habitación, en su casa, en la vida que conocía. Está en la cama de un lujoso hotel. Es la esposa de Alejandro Ferraro.Se incorpora con lentitud, sintiendo el peso de la noche en los músculos y en la mente. A pesar de todo, ha logrado dormir unas pocas horas, aunque el sueño ha sido ligero y plagado de pensamientos confusos. Se gira hacia el otro lado de la cama, donde él había estado, pero el espacio está vacío. Mucho mejor.Un suave toque en la puerta la sobresalta.—¿Puedo pasar, señora? Soy Ana. Estaré a su servicio de ahora en adelante —dice una voz firme pero amable.Durante un instante, ella no sabe qué responder. No quiere ver a nadie, no quiere hablar, no quiere fingir que todo está bien cuando en realidad su mundo se ha derrumbado.—No necesito n
El jet aterriza con suavidad, y tan pronto como las puertas se abren, el calor seco del mediodía italiano la envuelve. El cielo está claro, de un azul brillante que contrasta con el paisaje de suaves colinas verdes y viñedos interminables.Un automóvil negro, de cristales polarizados y aspecto sobrio, los espera en la pista privada. Alejandro no pronuncia palabra durante el resto del trayecto. Se limita a observar por la ventanilla, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Valentina, sentada a su lado, no pudo evitar pensar que ese repentino silencio tenía que ver con el mensaje que había recibido minutos antes.La curiosidad le cosquillea por dentro, haciéndole preguntarse qué clase de noticia podía alterarlo de esa forma. ¿Quién le había escrito? ¿Qué le habrían dicho para que se encerrara en ese mutismo impenetrable?Pero apenas se dio cuenta de en qué estaba pensando, frunce el ceño y desvía la mirada hacia la ventana.“¿Qué me importa a mí?”, pensó con fastidio. “Que revient
La cena está servida a las ocho en punto. Ana entra en la habitación de Valentina, que aún se encuentra frente al espejo, revisando su reflejo. Con una mirada fija en ella, Ana no necesita decir mucho.—Le sugiero que se apresure. Alejandro no tolera los retrasos.—Ana, te agradecería que me trataras de tú.—Señora Ferraro, no me está permitido hacerlo.—Yo te lo permito —respondió con tono suave—. Si voy a estar aquí sola, prefiero sentir que tengo alguien cercano a mí —Valentina la mira en silencio, un destello de sinceridad brilla en sus ojos.Si ya está allí, en ese lugar apartado y lleno de secretos, tal vez podría aprovecharlo. Si Alejandro tiene intenciones oscuras, ella también puede hacerlo. En lugar de vestirse con algo convencional, opta por algo que deje claro que no es una mujer común.Se deshace de la bata que la cubre y elige un vestido rojo profundo, de seda. El escote pronunciado deja ver más de lo que muestra, y la falda ceñida se extiende hasta sus muslos. El diseño
La cena terminó en un silencio denso, espeso como el vino que aún descansaba a medias en las copas. Valentina es la primera en levantarse, ignorando las miradas punzantes de Isabela y la contenida intensidad de Alejandro. Sus pasos firmes resuenan por el mármol como una declaración: no es una invitada, es la dueña del lugar… aunque todavía no tuviera las llaves.En su habitación, se quita el vestido con una lentitud casi ceremonial.Se sienta en el borde de la cama, con la espalda recta y la respiración aún contenida en el pecho. La tela de su ropa interior acaricia su piel como un susurro cómplice, y por un instante, se sintió satisfecha. Había movido una pieza importante en ese tablero de miradas, silencios y poder. Lo había hecho bien. Pero esa sensación no duró.La satisfacción se desvaneció tan rápido como había llegado, como un perfume que se pierde en el aire. Un peso desconocido comenzó a formarse en su pecho, lento pero firme, como si la habitación se hiciera más pequeña, com
La ducha caliente no logró calmar el torbellino en su pecho. Todo lo contrario. Valentina se recuesta en la enorme cama, aún con el cabello húmedo, y mira el techo con los ojos bien abiertos. El reloj marca las 11:23 p.m. y el silencio de la mansión es casi inquietante.Suspira, se sienta y finalmente se levanta. Se pone unos jeans ajustados, botas oscuras y una camisa blanca que resalta su figura sin proponérselo. Rebusca entre sus pertenencias y saca su cámara fotográfica. Antes de salir, corre la cortina de la ventana y se detiene por un segundo: una luna creciente cuelga brillante sobre el cielo despejado. La noche está perfecta para una caminata, para capturar luces y sombras… o para alejar pensamientos incómodos.—Si hay algo seguro aquí, es que nadie me verá salir. Si hay tres o cuatro almas en esta mansión , es mucho —se dice a sí misma.Sale de la habitación con cuidado, sin encender las luces. La casa es un laberinto de mármol, madera y ecos. Mientras recorre el pasillo, pas
Valentina mira a su alrededor, la belleza del paisaje la envuelve con tal intensidad que la preocupación empieza a desvanecerse. Sus ojos se distraen con cada detalle, como si el lugar la invitara a quedarse un poco más, se agacha frente a una flor silvestre que ha brotado entre las raíces de un roble antiguo. El flash de su cámara ilumina por un instante el contorno delicado de los pétalos, y el chasquido del obturador se mezcla con el susurro del viento. Ha perdido la noción del tiempo. Solo la acompaña el silencio, interrumpido por el canto lejano de un ave nocturna.Pero algo cambia.El aire, antes sereno, se vuelve denso. Pesado. Un escalofrío le recorre la espalda justo cuando un trueno suena en la distancia. Valentina levanta la vista. Las nubes se han arremolinado sobre su cabeza, ocultando la luna por completo. El cielo se ha teñido de un gris profundo, como si la noche hubiera decidido cerrarse aún más sobre el mundo.—Tengo que volver —murmura, pero no está segura de en qu