Casado para destruirte
Casado para destruirte
Por: LuMorales
CAPÍTULO 1. Preludio.

Valentina Baeza está sentada al borde de la cama, rodeada por el silencio opresivo de una habitación lujosa en un hotel. Lleva puesto un vestido blanco que pesa más de lo que debería. Frente a ella, el espejo le devuelve la imagen de una mujer que no reconoce: ojos apagados, labios tensos y un corazón golpeando con fuerza en el pecho.

La puerta se abre de golpe. No necesita girarse para saber quién ha entrado. Su presencia llena el espacio como una tormenta: Alejandro Ferraro. Su fragancia, una mezcla de alcohol y perfume caro, llega antes que él. Cuando se acerca, Valentina siente el calor de su cuerpo y la tensión densa en el aire.

—Valentina... o mejor te llamo Señora de Ferraro —dice él con una voz burlona y cínica.

Ella levanta la vista para encontrarse con la suya. Sus ojos marrones la escudriñan con una intensidad que la hace desear desvanecerse en la nada. Hay algo en él que la aterra y la atrae al mismo tiempo.

Él se tambalea ligeramente al acercarse más; su aliento delata que ha estado bebiendo. Antes de que Valentina pueda reaccionar, él la toma por los hombros con una fuerza que le arranca el aire. No dice nada. No puede, y no quiere. Solo lo mira, aguantando las lágrimas que amenazan con brotar.

Entonces, sin previo aviso, Alejandro la levanta. Sus manos se deslizan hasta el encaje del vestido y lo arranca de un tirón seco.

Ella no se mueve. No hay gritos, ni un susurro. Su inmovilidad parece enloquecerlo más. Comienza a besarla bruscamente, sus labios reclamando los de ella sin compasión. Le muerde el labio, y el dolor se vuelve un recordatorio agudo de la realidad. Valentina cierra los ojos, dejando que todo suceda, mientras una lágrima solitaria rueda por su mejilla.

—¿Es que no vas a resistirte? —gruñe él, separándose un instante para mirarla con furia. Su respiración es irregular; su mandíbula, tensa—. ¡Haz algo! Di que no. Suplica.

Pero ella no lo hace. Su silencio lo enfurece aún más. Alejandro aprieta los dientes, y su rabia contenida se transforma en algo aún más oscuro. Lo que él no comprende es que Valentina no tiene fuerzas para pelear. No en ese momento. No contra alguien como él.

Entonces, con ímpetu nacido de lo más profundo de su ser, la toma en brazos. La lanza, y como si fuera una pluma, cae en la cama. Su fuerza y su determinación son innegables, casi abrumadoras.

—¡Eres mía! —le espeta con voz amenazante. Sus ojos la miran con desprecio y rencor.

Está poseído. La desnuda sin cuidado; sus manos grandes aprietan su piel con dureza. Se pone de pie, y por un momento, ella piensa que va a detenerse. Pero al verla completamente desnuda, su deseo se intensifica. La devora con la mirada, está disfrutando de cada segundo.

Se desviste frente a ella, y Valentina no puede evitar verlo. Su miembro erecto, sus músculos tensos, el pecho firme, los brazos fuertes... Todo en él irradia poder, virilidad.

La culpa la golpea de inmediato. "No debería estar pensando en esto", se reprende, aunque sus ojos siguen explorándolo, atrapados en esa atracción que no quiere aceptar.

Cuando él se detiene en sus pechos, ella hace un gesto para cubrirse, pero eso parece excitarlo aún más. Se lanza sobre ella, le aparta las manos y comienza a besarle los pezones con rudeza, encontrándolos erectos. El cuerpo de Valentina empieza a traicionarla.

Cada movimiento es salvaje, como si buscara más que poseer su cuerpo: quiere dominar su alma, doblegar su voluntad.

—Pagarás por lo que tu padre ha hecho —suelta él entre dientes.

Valentina se congela. “¿No tiene ya lo que quería?”

La piel de Alejandro quema contra la suya. Cada caricia es una mezcla de brutalidad y necesidad. Ella no se mueve, no responde. Su pasividad lo enciende más. Su respiración se agita, y sus movimientos se tornan desesperados.

Él aprieta con fuerza sus caderas, desliza una mano hasta la rodilla y separa sus piernas. Su mirada la recorre con lujuria.

—Eres absolutamente… perfecta.

Un calor sube por la piel de Valentina. Es un calor que no quiere admitir. Alejandro se agacha, comienza a besar sus muslos, saboreándolos lentamente con su lengua. Su cuerpo se estremece. La humedad entre sus piernas comienza a delatarla. Cada respiración se vuelve más pesada, y su centro, húmedo y sensible, revela el deseo que su mente lucha por ocultar.

—Por los dioses, estás tan caliente… tan mojada. Me enloqueces —gruñe, y comienza a lamer su clítoris con precisión, lento, devorándola. Lo disfruta, su aroma lo enloquece. Sabe cómo tocar cada fibra de su ser. 

Valentina jamás había sentido algo así. Está disfrutando. Se contorsiona en la cama, arquea la espalda, lo pide sin palabras. Todo en su cuerpo lo suplica.

—Más… así… así… no pares… —gime entre jadeos.

Alejandro se dedica a ella con una pasión desenfrenada. Su lengua la lleva al límite una y otra vez. Está perdida, se rinde completamente. Quiere que siga, que no se detenga. Pide más, como si fuera lo único que su cuerpo sabe hacer. Comienza a sentir temblores en su cuerpo.

Cuando abre los ojos, él parece entender el clímax que se avecina. Entonces, justo cuando la tensión la consume, su cuerpo tiembla con espasmos violentos. Él la observa con deleite.

Deja de besarla y lamer su piel ardiente. Ya no pueden contenerse más. Se acomoda entre sus piernas, dispuesto a tomarla de una vez, con el deseo desbordándosele en cada fibra del cuerpo

Al empujar más profundo, algo lo detiene. Sus ojos se clavan en los de ella, incrédulos.

—¿Eres virgen? —su voz sale grave, cargada de incredulidad y algo más que no sabe describir.

Valentina no responde. Tiembla bajo él, no de miedo, sino de deseo. Ninguno de los dos se detiene. Están demasiado consumidos por la necesidad.

Sus manos firmes la recorren con hambre, arrancándole gemidos que llenan la habitación. Cada embestida es profunda, calculada, como si quisiera marcarla desde adentro, y ella, se entrega por completo, perdida en el placer abrasador que él le ofrece.

El roce de sus cuerpos, húmedos y ansiosos se intensifica hasta que la lleva a un punto donde el mundo deja de existir. Valentina está al borde, y cuando él la lleva al clímax, su cuerpo se sacude con una ola de placer arrolladora. Gime su nombre, vencida por el éxtasis.

—¿Por qué no me lo dijiste? —murmura él, aún rozando su cintura con una caricia firme.

Ya no hay rabia en su voz. Solo deseo, sorpresa.

Valentina se gira lentamente, le da la espalda y se cubre con la sábana hasta los hombros. El temblor del orgasmo la delata. No dice nada. Solo respira, aún estremecida, mientras él la observa en silencio, como si, por primera vez, se diera cuenta de que acaba de cruzar una línea sin retorno.

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