Recipiente humano

—¿Estás seguro? —mi abuelo me preguntó por quinta vez, tratando de asegurarse de que lo que le estaba diciendo no era una locura.

—Nunca había estado tan seguro en mi vida —respondí con determinación, mientras llevaba el tabaco a mis labios y daba una calada.

Estábamos en mi estudio, solo él y yo. Mi abuelo era la única persona a quien podía contarle todas mis angustias, quien podía entenderme a la perfección sin cuestionarme como lo hacía mi padre. Y aunque lo que le estaba diciendo en ese momento era una total locura, él simplemente mantuvo silencio y escuchó.

—¿De verdad eres capaz de llegar tan lejos? —inquirió confundido. Quizás porque pensaba que ni siquiera su amor por su difunta esposa le había dado el valor de hacer lo que yo estaba dispuesto a hacer. Pero yo no era como ellos; yo entraría a las llamas del infierno para que la sonrisa en los labios de la mujer que amaba perdurara.

—Lo soy, abuelo —afirmé, con la mirada perdida en el alba del jardín—. No tengo la menor duda, e
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