Capítulo 3

-Vera-

Duncan me dejó en una fiesta que realizaban los alumnos de la universidad; la efectuaban con frecuencia anual, al aire libre detrás del campo de baloncesto. Había muchos que concurrían por primera ocasión, como en mi caso.

 En una noche que no terminaba de ser fría por completo, el recinto se veía lleno; había mesas con bebidas, largos caminos de focos colgados que iluminaban el lugar proyectando la luz a una corta distancia, y detrás de todo, un cerco que comunicaba con un bosque.

No me costó integrarme. A pesar de que había tenido mis dudas de quedarme allí, con el correr de los minutos logré entablar una charla con varias personas. El único requisito de esa fiesta de presentación era precisamente no presentarse; un chico había alertado que ninguno allí debía darse a conocer con otro, nadie tendría que saber nuestros nombres; en fin, la identidad de cada uno tenía que mantenerse en el anonimato hasta que nos avisaran.

Según comentó, había preparado un juego. No supe si fue por esa pauta que no le vi el sentido a participar; al margen de ello, aun sin que lo deseara, un leve atisbo de comodidad me invadió. Había tal cantidad de chicos y chicas riendo, hablando y bebiendo, que mi timidez pasaba desapercibida. No tardé en ponerme a conversar con un par de chicos y chicas. Nunca me había atrevido a tomar como esa noche, pero ahí se hallaba la libertad de estar sola y podía hacerlo. Botellas con un líquido verde circulaban por las distintas mesas, y en el grupo en el que yo me encontraba había varias.

–¿Has probado alguna vez esto?–me consultó una de las chicas.

–No–respondí observando la botella—, ¿qué es? ––indagué mirando cómo un grupo de chicos lo preparaban en pequeñas copas; echaban un poco de ese líquido verde, luego colocaban una cuchara con orificios y un terrón de azúcar, tomaban una botella con agua y la vertían con lentitud. El agua, al mezclarse con el líquido, adquiría una consistencia lechosa; lo revolvían con rapidez y lo bebían de un sorbo.

–Vamos, te mostraré–me invitó, tomó mi mano y me acerqué a la mesa. En apariencia la fiesta lucía inocente; sin embargo, vista de cerca, allí hacían lo que querían, no había nadie encargado de controlar. De hecho, el único responsable allí era un chico, de acuerdo con lo que se decía, el hijo de uno de los dueños de ese recinto. Se había tomado el trabajo de convertir a la fiesta en un ámbito libre de adultos que pudiesen molestar la diversión.

–Es absenta. Algunos le llaman el hada verde, porque se dice que produce alucinaciones. Genial, ¿no? –dijo riéndose.

Me prepararon una copa, y la chica que andaba conmigo también tomó otra.

–A la cuenta de tres, lo bebemos al mismo tiempo.

–Bien–acepté y levantamos nuestros pequeños vasos.

–Uno, dos, tres–bebí aquello de un sorbo. El sabor era levemente anisado, pero en el fondo amargo. Lancé un suspiro, esa bebida sabía muy fuerte. La chica a mi lado se echó a reír por semejante reacción, mientras yo sonreía tragando con dificultad mientras volvían a servir nuestras copas. Esa experiencia novedosa me resultaba divertida, y con el correr de los minutos bebí al punto de sentir que la música, los gritos y la gente ya no me eran extraños. Reía con facilidad ante lo más tonto, la tensión había desparecido y una suave tranquilidad me relajaba.

Bajo esa noche estrellada, los árboles se alzaban cual espigas oscuras; entre el bullicio se oyó la voz de un chico al que estimé el líder del inmenso grupo; encaramado en el capó de un auto, consiguió acaparar toda la atención.

–¡Oigan, idiotas!–gritó eufórico; los que estábamos allí volteamos para verlo––. ¡Es hora del juego! –exclamó, y obtuvo por respuesta estruendosos gritos. Incluso yo reía muy alegre; esa bebida me había puesto demasiado feliz–. ¡Van a formar círculos de veinte, y sacarán al azar diez que irán con la vista vendada! Cada uno de los diez restantes tomará a uno de los que tengan los ojos vendados y se meterán en el bosque. ¡Ni bien sientan el sonido de un disparo, cambiarán de compañero y le consultarán su nombre! ¡Lo vamos a dividir en dos rondas! En la segunda, los que llevaron los ojos vendados podrán ver; el juego se va a invertir para que todos nos conozcamos. ¡La pareja que llegue primero al cementerio ganará!

A pesar de que al principio había considerado que el juego era una estupidez, ahora, estando con el ánimo alterado y contento, reaccioné igual que los demás. Muchos se conocían de antes, y aprovechaban la oscuridad del bosque para concretar las posibilidades que ofrecía un sitio así. Me ubiqué en uno de los varios círculos formados por veinte jóvenes; uno de ellos caminó hacia adelante y comenzó a elegir a los que irían con los ojos vendados, quienes daban un paso al frente; en una de sus manos traía colgando trozos de telas.

Me estaba divirtiendo, pero en el fondo no deseaba pertenecer al grupo de los que tuviesen que ir a ciegas. No ver me incomodaba, así que deseé no ser elegida.

–¡El número siete!—gritó el chico señalando a un joven que corrió para adelante.

Se volteó mirando a los invitados, giró otras dos veces y estiró su dedo en dirección a mí:–¡Tú!–yo lo miré y sonreí a duras penas–. ¡Ocho!–continuó rápido, ansioso por elegir a los dos restantes.

En cuanto eligió a la totalidad, me vendaron los ojos. Escuchaba los gritos y las voces de los jóvenes, que me empujaban en su afán por acomodarse para comenzar la competencia. En eso escuché un disparo a lo lejos, señal de inicio del juego.

Alguien tomó mi mano y se echó a correr.

–¿Cómo te llamas?

–Nina–respondí intentando emparejar su velocidad.

–Soy Carla–informó la chica aferrándose de mi mano–. Y no conozco el camino–agregó con una risita tonta.

–Pues como verás, yo puedo ser de muy poca ayuda–ironicé dando pisadas inseguras.

–Tranquila, no voy a permitir que te caigas–comentó Carla, y de nuevo sonreí.

Caminamos un tramo. Íbamos despacio, ya que ella no conocía el trayecto, y está de más decir que yo iba con suma inestabilidad al no ver nada; mis pies se aseguraban varias veces de estar pisando tierra firme para dar otro paso.

Un nuevo disparo se oyó. De inmediato Carla me soltó y caminé rápido entre ellos, combatiendo la tentación de bajarme la venda. En efecto, esa ceguera temporaria no me agradaba. Alguien tomó mi brazo de un tirón y comencé a correr.

–¡Deberías apurarte!–me gritó.

–¡Eso trato!–contesté avanzando lo más rápido que podía.

–Me llamo Troy y quiero ganar—replicó eufórico.

–¿Sabes el camino?

–No, nadie lo sabe.

–Y bien, ¿cómo haremos para llegar?–inquirí tragando con dificultad, y esforzándome por mantener el ritmo.

–No lo sé, nunca nadie ha atravesado este bosque en plena oscuridad; habría que esperar a que comience el amanecer para poder alcanzar el cementerio, y para eso todavía falta un buen rato. Solo con luz se puede terminar el recorrido. Seguro que nos perderemos–concluyó con tranquilidad. Si él se había perdido, ¿qué decir de mí? Iba mareada de dar vueltas y vueltas sin la mínima idea de mi ubicación.

Enseguida resonó otro disparo. El chico de nombre Troy me soltó; intenté seguir y de inmediato alguien tomó mi muñeca.

–Elisa –se presentó esa voz femenina sin perder un segundo, y caminamos un trecho largo–. ¡No veo nada!–se quejó y nos detuvimos—. Creo que estamos perdidas ––manifestó en tanto íbamos y veníamos sin rumbo fijo.

Las voces de los demás se escabullían, y las pisadas se perdían entre esa gran inmensidad en la que estábamos penetrando.

–Puedo quitarme la venda y ayudar–puntualicé y estiré la mano para tocar la tela que cubría mis ojos, pero ella lo impidió.

–No, no lo hagas, no tiene gracia, sería aburrido. Además, puedo asegurarte que aquí está tan oscuro que no habría diferencia si haces eso.

Seguimos unos metros y Elisa notó que estaba perdida; giré sobre mis talones y tronó un disparo a la distancia, signo de que debía cambiar de nuevo.

–Nos vemos–se despidió ella, quien me soltó y se esfumó por completo.

Me volteé para un lado y para otro. Los sonidos ya no eran tan llamativos como hacía rato. Al principio mis dedos habían rozado a los que se encontraban alrededor; ahora, por el contrario, no se topaban con nada, solo oía voces a lo lejos; caminé dando un par de pasos algo inseguros tratando de reprimir el impulso de quitarme la venda. Me detuve al percibir a alguien aproximándose. Hice silencio, advertí que corría. Titubeante, toqué un árbol con los dedos. Reparé en que venía rápido detrás de mí, y a medida que se acercaba, sus pisadas se acentuaban más.

Me despegué del árbol y supe que llegaba a toda velocidad. Di media vuelta en dirección al sonido y mi mano fue tomada por otra. Mis dedos se entrelazaron junto con los de esa persona que avanzaba presurosa, por lo cual me costaba mantener el paso y en más de una ocasión resbalé. Pude percatarme de que el joven no dudaba al moverse; los anteriores se detenían, giraban y volvían en sus pasos; él, en cambio, no vacilaba ni un instante.

–¡Anda, acelera ya!–pidió en un hilo de voz, jalándome del brazo.

–No puedo–refunfuñé con molestia. Ese chico se comportaba muy brusco, me tomaba del brazo con fuerza y, para colmo, mostraba indiferencia a mis palabras. Volví a caer y gemí de dolor en cuanto mis rodillas se clavaron en la tierra. Fue allí que procedió a levantarme con rudeza.

–Torpe… –una extrema calma envolvía el sonido de su voz. Una calma que me generaba cierta desconfianza.

–¿Quién eres? —pregunté esforzándome por escapar, pero él me retuvo e hizo que nos detuviéramos.

–Qué aburrido…–murmuró tomándome de las manos para acercarme a él. Comencé a sentir miedo de aquella situación y dentro de mí se encendió una alarma. Aunque en varias ocasiones quise soltar mis manos de las suyas, no pude.

–No entiendo… –dije exhibiendo una tranquilidad falsa, y esbocé una sonrisa desganada en un último ápice de conservar serenidad.

–Si tuviera que matarte, sería aburrido–recalcó con extrema seguridad. Su voz se oyó demasiado pacífica aun pronunciando aquellas palabras tan violentas. Tragué con dificultad y forcejeé para liberarme. Mi expresión cambió, un leve temblor empezó a recorrer mi cuerpo.

–Esto no es gracioso. ¡Suéltame! –ordené.

–Eres muy predecible, eso te vuelve aburrida. Si tuviera que matarte –repitió con desgano–, correrías muy poco. Incluso dejándote metros de distancia, –me soltó–. Por lo visto, estas observaciones con respecto a ti no son muy desacertadas –mis pies tambalearon hacia atrás, él pasó una de sus manos por mi cuello, en tanto que con la otra me sujetaba. Quise evitar llorar, a pesar de que el miedo me abrumaba–. Matarte se me haría tan fácil… –insistió con un tenue susurro pavoroso.

–¿Qué es lo que quieres lograr diciéndome estas cosas? –balbucí turbada por sus palabras. Él me quitó la mano del cuello deslizándola con una suavidad aterradora, y mi piel vibró ante esa extraña caricia.

Volvió a jalarme de las dos manos. Con sus dedos envolvía mis palmas sin dificultad, y así caminamos un trecho.

–Advertirte –dijo sin más.

–¡Pero ni siquiera te conozco! –repliqué muy nerviosa–. ¡Suéltame! –grité y frené la marcha.

–Esta es una atención de parte mía, tómalo como varios metros de ventaja para poder correr, o como una solicitud para darte la posibilidad de desaparecer de este lugar antes de que mi deplorable paciencia termine por agotarse –aseguró con una tranquilidad que me estremeció al máximo.

Moví apenas mi rostro con su presencia muy cerca, tanto que…

–¡Voy a gritar muy fuerte si no me sueltas! –aseveré intentando intimidarlo con la amenaza.

Mi cabeza se apoyó con turbación en el tronco de un árbol, y mi boca se abrió levemente cuando sus labios rozaron los míos. Por sorpresa me soltó las manos; aun así, yo tenía recelo de moverme. A escasos centímetros de mí, él solo provocaba que me paralizase por completo.

Con su rostro casi pegado al mío, ¿qué es lo que pretendía? Quise desviar la cara a uno de los costados y sentí cómo mi piel rozaba la suya, en un movimiento que me perturbó sobremanera. Él, con una suave inclinación de su cabeza, retuvo mi corto aunque vibrante recorrido.

–¿Desde cuándo… tienes la asquerosa valentía de desafiarme? ¿Eh? –su voz era un murmullo profundo que me producía un cosquilleo electrizante y encantaba mis sentidos, confundiéndolos.

 Moví la cabeza en una sutil inclinación, haciendo que solo sus labios pudiesen percibir tal gesto. Y aprecié ese leve suspiro, que me incitaba a hacerlo una vez más…

Mis labios acariciaron por segundos su boca, y él se separó con brusquedad ahogando un gruñido.

Entonces noté que se puso detrás de mí y colocó una mano en mi cintura, mientras que con la otra tomaba la mía guiándome para adelante.

–¿Quién eres? –murmuré, aún aturdida por su perturbadora proximidad–. ¡¿Quién eres?! ––repetí alterada.

Mi cuerpo vibraba ante su presencia. Y en el afán de evitar que me quitara la tela, apretó fuerte mi mano.

–Ni se te ocurra retirar la venda –advirtió en tono siniestro. Mi espalda se pegó contra su cuerpo y él, con serenidad, deslizó su rostro a la altura de mi oído.

–¿Quién eres? –mi voz se proyectó semejando un dócil susurro tembloroso.

–Luca –el sonido de su voz hacía estremecer mi corazón. Me dio un empujón adelante despegándome de él, y caí de rodillas con violencia. Ya harta, arranqué de un tirón las vendas de mis ojos.

Sintiéndome acorralada, comencé a correr sin rumbo. No había nadie y él seguía cada una de mis pisadas. Los jadeos se mezclaban con el sonido de mi corazón, que latía a mil revoluciones; pasé por unos arbustos, corrí en medio de los árboles, giré la cabeza buscando a alguien que pudiese ayudarme, y advertí que venía cerca, muy cerca. Atravesé una pared de enredaderas; incluso en un instante sospeché que él solo se divertía dándome ventaja para correr. De repente no lo vi más detrás de mí. Iba a llorar.

Luego de tanto correr, ya ni siquiera sabía dónde estaba. Por lo visto, todo se había esfumado.

–¡Auxilio! –susurré con la voz temblorosa. Perdida, di media vuelta y no encontré a nadie; avancé un par de pasos y mi pie se atascó entre las raíces de un árbol. Caí asustada y traté de levantarme—. ¡Auxilio! —grité de nuevo, y me incorporé rápidamente.

Mis piernas se detuvieron a centímetros de un barranco; miré y solo había rocas, plantas y maleza creciendo de forma salvaje; quizás no era muy profundo, pero la oscuridad podía jugarme una mala pasada. Un par de metros por debajo había muchas enredaderas. Era seguro que, si caía por ahí, no existían posibilidades de que saliera ilesa por competo.

Tragué con dificultad ante el inminente peligro. ¿Qué tal si él regresaba? No tenía escapatoria, mi corazón tembló junto con mi cuerpo, pues él me había dicho que deseaba matarme. Caminé en dirección al borde del abismo, asomé la cabeza, y ante eso mi mente se mareó; un par de rocas se desmoronaron con suavidad bajo mis pies…

De pronto me sentí tironeada hacia atrás casi en el aire; no pude deducir bien en qué momento mi esternón se apretó con fuerza al punto de causarme dolor. Abrí los ojos; alguien había tomado mi cuerpo. Con toda mi energía grité de dolor o quizás de pánico; la adrenalina que me recorría las extremidades provocaba temblores tan intensos, que era incapaz de controlar el movimiento de mis músculos. Unos brazos se aferraban a mi torso con ímpetu. Gemí de dolor ante tal contacto, y recién entonces la presión se redujo un poco. Sin embargo, las manos aún seguían entrelazadas a mi cuerpo semejando un nudo que no se desataría así nomás. Apenas volteé la cabeza, noté mi espalda pegada a su pecho, que parecía una roca imperturbable.

–¡Suéltame! –me quejé aterrorizada, y grité moviéndome con desesperación para librarme. Allí advertí que sus piernas largas comenzaron a moverse para ponerse de pie. En cuanto conseguí separarme de él, giré tambaleando; mis extremidades habían perdido fuerza, la resequedad de mi boca me dificultaba hablar.

–Tonta –el insulto salió de la boca de Luca con una tranquilidad aterradora, más aún cuando se irguió ante mí. La camiseta vieja que llevaba puesta se ajustaba con delicadeza a su pecho, hombros y brazos, remarcando con sutileza el físico atlético del que era dueño. Sus jeans se habían manchado de moho por la hierba. El cabello revuelto le caía desordenado por la frente, y sus ojos cortaban el aire alrededor. Lucía letal.

«¿Quién diría que alguien como él sería una siniestra pesadilla?».

Di un paso atrás. A pesar de que Luca no se había movido ni un centímetro, me sentí amenazada por su presencia, por su mirada perturbadora. Tragué una vez más con dificultad, comprobando que mi garganta estaba reseca.

–Así que deseabas tirarte por ese barranco para escapar de mí. ¿Te arriesgabas a morir con tal de no ser atrapada? ¿Eh? –susurró, y una leve mueca se marcó en la comisura de sus labios, otorgándole un gesto maléfico mientras caminaba en dirección a mí.

–Eso… no es de… tu incumbencia –arremetí juntando coraje, casi paralizada.

–Tú no eres quién para decir hasta qué punto intervengo yo –aseguró sin dejar de acercarse––. Define el término “malo” –ordenó tomándome del brazo y arrastrándome al borde del abismo—. ¡Ya!

–Dios… –tragué saliva de nuevo–. ¡¿Qué te ocurre?! –vociferé aterrada.

–¿Dios? ¿Acaso no lo desafiabas hace un rato? ¿Y de repente le pides ayuda? –se mofó–. No contestaste mi pregunta –su voz salía como un susurro tras mi espalda. Y percibía que ese rostro se acercaba a mi oído.

–¡Estás loco! ¡Suéltame! –chillé horrorizada. Notaba que mi cuerpo no respondía a las directivas que le daba. Él poseía una nefasta facilidad para controlarme y llevarme adonde desease.

–¡Define la maldita palabra! ¡Vamos! –volvió a exigir.

–Ma… ma… ¡malo! –en verdad estaba aterrada. Mi lengua no se movía a la velocidad de mis pensamientos. Luca me había situado al borde de ese barranco. Me mantenía aferrada con fuerza, los talones pendiendo del borde. Mis movimientos torpes hacían deslizar las rocas debajo de mí y, por supuesto, yo dependía de él–. ¡Es una cosa poco agradable! –agregué apresurada.

–¿Qué más?

–Por favor… no lo hagas… –rogué echándome a llorar. Miré, y ese precipicio al que yo había considerado inofensivo un rato antes, se hundía interminable bajo mis pies.

Él me movió más adelante al notar que yo quedé corta con su estúpida definición. Luca me había levantado apretándome, mis pies colgaban en ese abismo. Grité estremecida, incapaz de pensar en nada. ¿Cómo pretendía que lo hiciera en un momento así?

–¡Malo, es ser cruel! –él me aferraba con sus brazos cual si fuesen una soga envolviendo mi cuerpo; ajustándome de tal manera que yo no pudiese moverme. En un parpadear, Luca volvió a agitarse aún más, me tenía prácticamente pendiendo de sus brazos y de frente a ese agujero.

–¡Malo… es… odiar! ¡Malo… es… desear la muerte de otros! ¡Malo… es…! –exclamé.

Mi garganta se sentía áspera, mis labios se resquebrajaron, mi respiración salía por la nariz con desenfreno, mi corazón me apabullaba con sus latidos.

–Malo –sus labios tibios rozaron mi oreja– es toparte con alguien como yo–concluyó él, echándome para atrás de un tirón.

Me tiró al suelo con fiereza. Mi cuerpo estaba tieso cuando me desplomé en la tierra; no parecía tener ninguna parte libre de tensión. Con el escaso instinto de supervivencia de que disponía, me arrastré lo más que pude, lejos del borde.

–Ten cuidado con lo que deseas –él se arrimó a mi posición. Tendida en el suelo, sin fuerza para realizar el más mínimo movimiento, solo podía verlo desde allí; se puso en cuclillas, su rostro neutral, digno de un verdugo frío, no se inmutó ante mi estado––. ¿Quieres que te diga más? –se arrodilló a un costado–. Peor es que, para tu desgracia, yo no creo en las coincidencias, así que… –tragué saliva, aún tumbada en el pasto, adormecida por el miedo paralizante.

–¿Qué… qué harás…? –me atreví a decir intentando erguirme; no obstante, se colocó encima de mí, tomó mi brazo derecho y lo dobló hacia atrás. Apretó tan fuerte mi muñeca, que gemí de dolor sin poder contener el llanto; acto seguido, me aplastó la mano junto con la suya contra la tierra. Con el brazo izquierdo libre traté de golpearlo, pero resultó inútil, no alcanzaría a tocarle el rostro: era mucho más alto y rápido que yo.

Observé su expresión, la malicia lo invadía por completo. En cuanto su mano izquierda se movió por sobre mí para tomarme el brazo libre, vi que una cicatriz mal curada, similar a una cruz maltrecha, se marcaba en su piel. Y noté cómo una leve sonrisa malvada se dibujada en su boca.

–Malo… –susurró mirándome directo a los ojos; sentí que lo disfrutaba– es que no te haya dejado morir… –soltó mi mano derecha.

Ya ni siquiera era capaz de levantar el brazo después de semejante presión; entonces noté que mi palma sangraba ¿en qué momento me había cortado?, grité de miedo. Él, sin esperar ni un solo segundo más, agarró mi mano. Chillé, aunque no podría decir si experimenté dolor alguno; aquello fue tan rápido, que solo me remití a mezclar la realidad con ese terror que él me provocaba. Presté atención a mi pálida piel, que había sido marcada por un hilo de sangre oscura.

–¿Algo mucho más malo? –continuó diciendo con una tranquilidad que podría hacer temblar incluso a las piedras, mientras entrelazaba su mano izquierda con la mía. Las unió y me percaté de cómo las palmas se fundían una con la otra. Con su mano libre volvió a aferrar mi brazo derecho contra la tierra. Se acercó a mi rostro sin inmutarse por nada, y percibí que sus dedos tibios habían envuelto mi mano fría. Empezó a susurrar unas palabras. De pronto comprendí que me sentía perdida, turbada, abandonada por mi cuerpo–. Estoy desesperado, y aun así te doy pistas para encontrarte en el futuro.

Daba la impresión de que sus frases se esfumaban con el viento; parpadeé apenas, dándome por vencida ante la inaplazable oscuridad que me envolvía.

Ni bien tuve la oportunidad de componerme de esa pesadilla, me puse de pie de inmediato. Gimiendo de dolor por el corte de la palma de mi mano, giré sobre los talones para verlo; sin embargo, solo me topé con una espesa oscuridad. Se había esfumado y yo seguía ahí. Turbada, caminé unos pasos descubriendo que estaba en el cementerio; varias lápidas y cruces se erguían sutiles entre la penumbra. Volteé para escrutar los alrededores, pero nadie más había llegado. Decidí no moverme de allí: regresar por mi propia cuenta sería complicado, y más peligroso aún si volvía a cruzarme con él.

Me senté apoyando la espalda en una lápida de piedra robusta que se levantaba entre las sombras; estiré la manga de mi camiseta para cubrir la lastimadura del corte, apreté con fuerza mi mano para contener el ardor. Allí me quedé acurrucada, aguardando el amanecer. Según mi rústica noción del tiempo, esperaba por alguien hacía alrededor de una hora. De a poco la oscuridad se iba aclarando de modo muy tenue; oí sonidos entre los árboles y alcé la cabeza para mirar adelante.

En eso vislumbré a una chica que se quitaba el vendaje y soltaba a su compañero. Me levanté al verlos, y en cuestión de segundos apareció otra pareja, y luego otra, y otra más. Todos me miraban sorprendidos.

–Aún no amanece por completo y está aquí desde hace rato –susurró alguien.

–¡Hey! ¿Cómo lo hiciste? –exclamó un chico frunciendo el entrecejo.

–Yo…

Una tercera persona se dirigió a mí, interrumpiéndome: –¿Y tu compañero? ¿Dónde está?

–Él solo me abandonó aquí –respondí. Ni yo misma caía en lo que me había pasado. Los muchachos me escrutaron interesados.

–¿Cómo se llama? –inquirió una chica.

—Luca.

Ni bien pronuncié aquel nombre, los presentes se miraron: sin dudas, no era una buena señal.

—Luca nunca se comporta así. Es obvio que el muy bastardo quiso ganarnos —supuso otro chico sacándose la venda del cuello con visible molestia.

—Seguro que estuvo muy aburrido— comentó la chica encogiéndose de hombros.

–Bien, eres la nueva ganadora —admitió uno con evidente desgano.

–Volvamos juntos, es la mejor manera de no perdernos hasta que amanezca –anunció uno de ellos, y yo asentí.

En el camino de regreso, no pude quitarme la voz de él de la cabeza. Literalmente había dicho que iba a matarme. Avanzaba llena de miedo, y vacilé varias veces en contarle a ese grupo de chicos con el cual caminaba de vuelta que él me había amenazado; de hecho, temí la reacción de ellos. Luca no titubeó en ningún momento, la seguridad de sus palabras resultaba un claro indicador de que eso no era un juego.

En cuanto arribamos lo busqué entre la gente, pero mi atención fue acaparada por un chico de un metro setenta, delgado, que gritaba con desesperación. Estaba golpeado. Un joven moreno junto con otro de cabello castaño lo habían arrastrado y enterrado dentro de un inmenso contendedor de b****a. Sin perder un instante, el moreno le tiró una botella encendida con fuego. El agredido se escurrió a una de las esquinas en tanto la llama de esa botella hacía de las suyas entre la b****a. El muchacho entró en pánico y rompió a gritar asustado.

–¡Auxilio! –chillaba resbalándose en la mugre. Nadie allí lo ayudaba, todos reían y se burlaban de él. El chico vociferaba con elocuente disgusto–. ¡Diablos! –tosió esforzándose por apagar a pisotones el fuego.

Dando grandes zancadas caminé en dirección a él. La mayoría de la gente se había dispersado después de ver el show patético que dieron esos dos tipos molestando al chico.

–Tómame la mano –estiré los brazos por encima del contenedor.

El joven me miró sorprendido. Notó mi lastimadura y se negó con vehemencia.

–No. No lo hagas, ellos van a molestarse contigo –adelantó presa del susto.

–Solo tómame de la mano, voy a ayudarte ––insistí tosiendo. El humo que había provocado el fuego obstaculizaba los planes. Haciendo caso omiso a sus propias palabras, él se aferró de mi mano y enseguida dio un salto tras el cual sus pies se apoyaron en tierra firme. Está de más decir que apestaba y andaba lleno de b****a.

–¡Hey, tú! ¿Qué haces?

Al oír la voz, supe que esas palabras iban para nosotros dos.

–Te lo advertí, te lo advertí –balbuceó el muchacho, poniéndose pálido del miedo.

Tragué con dificultad acomodándome en dirección al sonido de esa voz. El moreno que se había encargado de tirar al joven me miraba con el ceño fruncido; se le unía el compañero de cabello castaño, que venía bebiendo cerveza.

–Luca –le oí decir al moreno. En cuanto mencionó ese nombre, me paralicé. El de pelo castaño se hizo a un lado, molesto al ver mi atrevimiento por ayudar al chico.

            Un joven de un metro ochenta y cinco, de cabello marrón oscuro semiondulado que caía desprolijo, viró el rostro con tranquilidad. Estaba de espaldas, sus hombros se movieron con suavidad para poder verme de frente. Traía puesta una camiseta azul que se le ceñía a la altura del pecho, marcando un cuerpo atlético y bien delineado; de zapatillas negras y jeans, tenía un andar arrogante. Daba la sensación de que sus pasos eran calculados. A medida que se acercaba, el flequillo de su cabello revuelto le caía en la frente con extrema sutileza, contorneando el rostro de manera perfecta y enmarcando ese par de ojos de un color que no supe definir con exactitud; poseía tez blanca y espesas pestañas. El tono de sus iris parecía cambiar con cada parpadear, y sus labios pálidos resaltaban ese matiz exótico al que nada ni nadie le quitaba protagonismo.

Cuando él me observó, sentí que mi corazón se estremecía. Traté de adivinar alguna expresión, pero de su rostro no salía un solo rasgo que yo pudiese interpretar. Mi ser permanecía quieto, en silencio, expectante por sus movimientos. Paralizada por el miedo, de repente un extraño sentimiento incomodó a mi corazón, que comenzó a latir con fuerza.

–No te di la orden de que salieses del contenedor –dijo Luca con una extrema tranquilidad que calaba incluso el último de mis huesos, tras desviar su vista de ese chico quien, sin dudarlo, corrió un par de pasos rumbo al contenedor y se introdujo de un salto en él, envuelto en un miedo extremo.

Giró hacia mí. Yo lo miré directo a los ojos con la voluntad de echar la turbación a un lado y rescatar mi valentía, que por lo visto se había esfumado hacía rato.

–No lo hagas, no tienes por qué permitir que ellos se comporten así contigo ––aconsejé con una ojeada fugaz al chico, clamaba por mi silencio llevándose un dedo tembloroso a la boca.

–Caden –llamó Luca en un susurro. Su compañero caminó al contenedor de b****a; lo siguió por detrás y tomó al joven de la ropa para levantarlo. Entonces el muchacho moreno lo golpeó en el estómago con fuerza.

–¡Qué haces! ¡Suéltalo! –grité molesta. Luca solo se cruzó de brazos alzando una ceja de modo arrogante.

–Cuanto más quieras ayudarlo, más lo perjudicarás –sentenció con tranquilidad. Me volteé para ver al chico. Si yo le decía que se defendiese, lo volverían a golpear.

–¡Bien! –respondí muy nerviosa–. Entendí. ¡Ahora suéltalo! –al escuchar la exigencia, el tal Caden golpeó al joven, que gimió de dolor–. ¡Te dije que entendí! –reiteré con desesperación. Di media vuelta para apuntar a ese canalla de Luca, pero él no se inmutó ante mis palabras; al contrario, su boca reflejó una suave sonrisa siniestra. ¿Cómo alguien con ese aspecto podía dar tanto miedo?

–No has comprendido. Fui claro: que no lo ayudaras –repitió con calma.

–¡Suéltalo! ¡Suéltalo! –a cada petición desesperada que les dirigía para que no lo molestaran, más lo castigaban. Recién ahí comprendí que debía quedarme callada, como el resto. Apreté mis manos reprimiendo la impotencia. Lo golpearon un par de veces más y lo dejaron tirado en ese contenedor. Apreté la mandíbula soportando la amargura de ahogar un llanto punzado por el dolor que producía semejante injusticia.

–Que eso te sirva de lección para no entrometerte en el camino de los demás –cerró Luca con una expresión tan neutral como turbadora.

–Bastardo… –susurré a duras penas aguantando la rabia.

–Y en primer término, indiscutiblemente, en mi camino. No tienes permiso para atravesarte. Estás advertida–completó su ultimátum antes de irse.

Gracias a ese accionar me gané el aborrecimiento de varias personas allí. En conclusión, tres nuevos enemigos y, lo más preocupante, el odio de la persona llamada Luca. Habría deseado que todo terminase allí, pero no. En el fondo quise que él no fuese el Luca con el cual habría de compartir la casa. No era posible que tuviera tanta mala suerte.

Cuando llegué a la residencia de Duncan, esperé hasta que él se levantara por la mañana. Me urgía saber quién era la persona que viviría en la misma casa que yo.

–Muchacha, luces un poco pálida –aseveró Duncan–. ¿Te encuentras bien?–indagó observándome con detenimiento–. ¿Qué le ha ocurrido a tu mano? –se preocupó al verme; yo había envuelto la herida con el trozo de tela.

–Estoy bien… –dije con una ansiedad mal disimulada–. Necesito hacerte una consulta, Duncan.

–Bien, lo que tú quieras, Nina ––accedió él con preocupación.

–El chico que va a vivir conmigo, es… cómo decirlo… –pensé y desvié la mirada. ¿Cómo definir a alguien de su tipo? Ni siquiera yo sabía cómo un joven así había pasado desapercibido la noche anterior, para después toparse conmigo.

–Creo que te conté que se llama Luca –recordó Duncan con paciencia al notar que entre mi ansiedad por saber y mis dudas de cómo describir a ese canalla, se me imposibilitaba formular una pregunta concreta.

–Necesito averiguar si el chico que conocí es el Luca del que tú hablas, el que va a vivir conmigo –intenté mantener la calma. Algo por dentro me decía que mis deseos internos no serían acertados en esta ocasión.

–Entiendo. Pues dime una característica que sea muy significativa en esa persona que conociste, no lo sé… –se rascó la frente encogiéndose de hombros mientras se sentaba en la hamaca; el gato León se le subió a las piernas para ser acariciado por sus tranquilas manos–. Un rasgo que se destaque en él –explicó una vez más a la ligera.

Lo miré directo a los ojos.

–Malo –contesté sin rodeos.

Duncan me echó un vistazo para luego sonreír.

–Luca –dijo sin más.

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